Donde se encuentra el arte, un alma y acordes que mecen los pensamientos. Así es Erik Satie, uno de los reformadores del gesto musical. Si, gesto porque es algo que se mueve y tiende hacia otra cosa. Un hombre ácido en medio de la dulzura de las convenciones sociales, de la empalagosa tarea de medir las palabras y que fluyan hacia la apariencia de la bonanza. Mejor que todo permanezca como si nada, que las gentes aplaudan cuando internamente abuchean y que rían mientras, ocultos, socorren con sarcasmos la falta de sinceridad.
A Satie no le importa nada de todo ello. Con su mundo interno y alocado, hay aventuras de trecho largo. Tuvo su época de terciopelo verde, cuando compró veinte trajes iguales y usaba uno detrás del otro cuando el anterior pasaba a mejor vida. Y también fundó una Iglesia de la cual fue su único miembro. Un contemporáneo suyo, el afamado compositor Claude Debussy, aseguró que su arte “carecía de forma”. Satie respondió aquella sentencia enviándole la obra “Tres piezas en forma de pera”, en la que imitaba en el pentagrama la forma de la fruta con la distribución de las notas musicales.
“Yo me llamo Erik Satie, como todo el mundo”, dice. El mismo que se enamoró perdidamente por única vez en su vida de la madre del pintor Utrillo. Cupido y los dioses del amor todos juntos fueron multitud en aquella relación y todo se terminó. Ella pintó para la memoria un retrato de él, uno de los pocos que llegaron a nuestros días. Y Erik prefirió denunciarla a la policía porque no la dejaba concentrarse en su música. Aquel amor se había vuelto melaza. Una relación carcelera, de prisión, en la que ladrón y policía confundían a menudo sus roles. Prisionero y prisionera, al unísono.
Ahora sí, camina Satie por las calles de París. Cada día diez kilómetros de ida y diez de vuelta, mientras el tranvía pasa a su lado una y otra vez. Le tiene fobia a los tranvías. No puede subirse a ellos. Pero es fanático de los paraguas. Tiene más de cien allí en el lugar donde pasa sus días, donde vive. Algunos no los va a estrenar nunca, la muerte llegará antes y despojará su tiempo de lo material. Cincuenta y nueve años, en 1925. El fin de sus días.
Su excentricidad, su ser diferente en la marea de la igualdad, fue inspiración para muchos, entre ellos, el gran compositor Maurice Ravel. Satie obtuvo su credencial de hombre sin honor, sin escrúpulos y sin decoro gracias a sus años de trabajo como pianista en un cabaret. Comenzó sus estudios de música a los cuarenta años luego de escuchar durante mucho tiempo que no servía, precisamente, para la música. Lo suyo es la fusión de la poesía con la música: “El músico es quizá el más modesto de todos los animales, pero el más orgulloso. Él es quien inventó el arte sublime de estropear la poesía”.
No se define como compositor sino como “gimnopedista”, derivación de las particulares y famosas composiciones de autor, las Gimnopedias. Luego de su muerte, sus amigos fueron a la casa que habitaba, que no habían visitado por lo menos durante veinte años y la encontraron asombrosamente atípica. Donde el sentido común indicaba hallar un pulcro hábitat, se encontraron con un piano pleno de telarañas, polvo y desuso. Comprendieron que todo lo que compuso, toda su música, jamás había pasado por el filtro de aquel instrumento, jamás lo había usado, sino más bien, todos los pentagramas, sonidos y melodías se ejecutaban directamente en su prodigiosa memoria y de allí las rescataba para ponerlas por escrito luego. Genio, solemos decirle.
Sus amistades en el mundo de la pintura no son puro azar. Entendía la música como la pintura, la expresión del alma de quien compone. El lienzo escrito con notas negras, blancas. Detallaba en cada una de sus composiciones lo que debía sentir quien se animase a dirigir aquellas piezas frente a una orquesta. Luego de las notas, en los márgenes, anotaba: tristeza, melancolía, alegría. Y un cocktail de sentimientos, situaciones y vivencias. La música como expresión. Como fina intérprete de los misterios de la mente humana.
Satie es el mismo que en épocas de la llamada Gran Guerra ingresa a un refugio antiaéreo, saluda a los presentes y dice: “Buenas tardes, vengo a morir con ustedes”. El que lleva a los puños sus diferencias conceptuales con muchos de los críticos musicales de su época. El que es detenido por incidentes en la vía pública. El que innova. El que arriesga y se somete al escarmiento de la indiferencia snob de quien se cree superior. Satie es todo ello y más. El ritmo repetido en la mayoría de sus piezas melódicas.
Como canta Jose Luis Perales, a veces le ponemos alas al sueño que la noche nos ha dejado. Satie vuelve a su infancia, piensa en su soledad. En su temprana orfandad y en sus abuelos padres. En el porqué de un alma musical, la respuesta a sus acordes internos. Deja volar lo que se expresa en ti. Rompe moldes, parámetros, reglas. Entonces, anida la creatividad. Ella que se siente incómoda en los climas de conformidad, en las zonas de confort. Ella que entiende poco y nada de lo convencional. Satie la ve y la verá desde que amanece hasta la puesta del sol de todos sus días. Y al final, la música que permanece para siempre. Ella lo llama. Él la sigue.