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Así se baila el tango en Madrid

 

Raúl canta tangos en la ducha, mientras conduce a la milonga y en el oído a su compañera de baile. A través del tango no sólo abraza a una mujer sino a la misma Argentina, aquella patria de la que tuvo que huir hace más de tres décadas.

       Porteño, 60 años, 34 en Madrid, el pelo lacio y canoso, el flequillo cae sobre su frente y le da un look juvenil y Beatle. Nos conocimos un viernes en El Conventiyo con un abrazo fuerte. “Qué gran descubrimiento” me repetía en las pausas. Una vez en la mesa, hablamos de cosas sobre las que nunca hubiéramos conversado sin un abrazo de por medio: Raúl, exiliado de la dictadura en 1976, me confesaba que estaba intentando poner en papel, por primera vez, aquella pesadilla que vivió durante diez días en un centro de detención clandestino.

       Son muchas las penas no cerradas en la milonga. Como la de aquel amigo que “está desaparecido”; la frase morirá en un perpetuo presente. Pero cuando habla del tango, el rostro de Raúl se ilumina. “Si la gente se dedicara más a bailar tango y menos a hacer putadas el mundo sería maravilloso”. Puede sonar cliché, pero no le importa.

       En sótanos, en días inocuos, debajo de un karaoke, en la planta baja de un hostal, en un teatro, al amparo de un restaurante. A pie de calle, la ciudad continúa dibujando sus sonidos, feliz en su desconocimiento. Pero se abre una puerta, escondida, transversal, y la música sale disparada, con su atropello porteño.

       Sentadas alrededor de la pista, los ojos abiertos -radares cargados de rimmel-, inspeccionan el terreno incierto de la milonga. Diez centímetros de tacón reluciendo bajo sus pies -acaso la principal pieza de orgullo y ostentación-, labial intransferible para no manchar la camisa del compañero, las faldas amplias pero ceñidas, leggins y escotes. Conversan entre ellas o con amigos, pero sin perder el tercer ojo milonguero de la pista, mitad para observar la mercadería, y por si acaso a alguno se le ocurre utilizar la vieja y porteña costumbre del cabeceo para invitarlas a bailar.

       Ellos, de pie en la barra, vaso en mano, miran la pista como si fueran directores técnicos de algún incierto equipo de fútbol, buscando titulares y suplentes en el cambiante cuadro de damas de la milonga. Los bailarines del siglo XXI, en Madrid, no usan gomina, ni traje, ni tirantes, aunque en ocasiones se cuele algún nostálgico. Lo cortés no quita lo valiente en la elegancia compadrita, que se demuestra en la cancha, ante las miradas de los otros y en el cuerpo de una mujer. De nada le sirve ser guapo o carismático si no sabe dictárselo a su cuerpo a través del arte de la improvisación. En su caminar, en las figuras que dibuja espontáneamente en la pista y en la musicalidad, pero sobre todo en el abrazo está la clave de su éxito.

       Como en el cine, el clímax llega hacia la mitad de la película. La madeja andante de cuerpos se mueve al son de la música y en contra de las agujas del reloj. Pero en medio de aquel torbellino de piernas, que se mueve rápido y picadito si suena la Orquesta de D´arienzo, o navega entre la energía y el adagio si se asoma el gran Pugliese, las parejas se funden en un abrazo de tres minutos multiplicado por los cuatro o cinco tangos que dura cada tanda de baile.

       “Pensé que éramos uno” le dijo una chica a Raúl después de bailar. Él sonríe: sabe que no puede aspirar a más. Un “corazón con cuatro patas”, como repiten en la milonga. “Es estar flotando encima de la música, llevando el ritmo con el cuerpo y el corazón”, reflexiona Raúl, y agrega: “Hay otras danzas con abrazo, pero no tienen el veneno del tango”. Se inquieta al explicarse, como alguien que sabe que la batalla entre las palabras y las sensaciones está perdida de antemano.

       “El contacto de ambos esternones es el centro neurálgico de información, puesto que desde allí el hombre indica la velocidad, la traslación, la fuerza, la contención, la frenada, el retroceso”, indica José María Otero en su libro El tango, esa danza mágica. Y aunque la descripción no pudiera ser más precisa, cualquier bailarín sabe que el abrazo implica más que eso. En tiempos de meros individuos, la gente que se acerca a la milonga es gente de abrazos.

 

Transformación

Hay noches en las que María se mira en el espejo y no se reconoce. Acostumbrada a la cara lavada, las zapatillas de deporte y a andar por la vida sin la autoconsciencia constante de su femineidad, de un día para el otro empezó a optar por camisetas ajustadísimas, con escote, a llevar los ojos muy maquillados, a los peinados especiales, pendientes, medias de rejilla, faldas, leggins y vestidos con la espalda descubierta. “Me he pasado seis meses de punta en blanco”, dice, y asegura que ahora está más tranquila -ha encontrado el amor en la milonga de la mano de Agustín-.

       El vestuario es otra de las reglas invisibles del ambiente. La milonga es una máscara, un carnaval, un pacto de ficción que comienza en cuanto se atraviesa la puerta de entrada. El juego de máscaras es doble: si las mujeres apelan a un disfraz femenino, los hombres recurren a la máscara de autoridad en el arte del buen bailar (no faltarán aquellos impostores que traten de impresionar a las desprevenidas principiantes dando inoportunas y torpes lecciones de tango). Si la mujer juega con dos cartas -su destreza en la pista y su belleza-, la moneda de cambio de los hombres será solamente su nivel de baile. Pero una vez conquistada esta meta, su posibilidad de acción será mucho mayor, porque su competencia es más reducida.

       Una mujer que llega a la milonga dando sus primeros pasos tiene poco que ofrecer frente a la inmensa competencia de damas que esperan bailar con los codiciados bailarines. La mujer sabe que, si no destaca de alguna forma, tendrá que contentarse con planchar toda la noche -es decir, estar sentada a la espera de que un caballero la invite a bailar-. Tampoco se atreverá a romper las reglas tradicionales que indican que el hombre es el que invita; el tango impone respeto. El derecho de piso en la milonga lo dan las horas de pista, pero también las horas con el culo pegado al asiento.

       “Yo puedo jugar a que soy una mujer sumisa, pero no lo soy”, señala María, mientras las palabras se atropellan en su boca y el flequillo color caoba cae una vez más sobre su frente. Por eso, desde hace un tiempo, juega a ser Víctor-Victoria en la milonga. Se baja de los tacones y se calza los zapatos planos, de hombre, para ser ella quien tenga las riendas de la música y del baile. “Me ha tocado bailar con muchos que no tienen sentido del ritmo”, se queja y defiende su usurpación del rol masculino.

       Tampoco lo tienen fáciles los hombres, que se introducen en esta compleja danza repitiendo de memoria una cuadrícula de pasos parecida a la rayuela. La intuición en el rol de la mujer, que escucha al cuerpo de su compañero y se deja llevar, contrasta con el rol del hombre, que debe aprender a dominar varios idiomas al mismo tiempo antes de pronunciar su discurso: la música, el abrazo, la circulación y el estilo. De la misma forma que se domina el arte zen del tiro con arco haciendo callar al pensamiento a través del silencio interior, el bailarín debe olvidar los pasos aprendidos para aprehenderlos, para convertirlos en su propio repertorio, el de un baile único y original.

 

 

       El recién llegado es poco más que una larva para las chicas y pronto se acostumbra a rebotar. Cuando alguna distraída le dice que sí al intrépido hombre-gusano, es común que luego lo planten en el medio de la pista dándole una gentil bofetada de siete letras: “gracias”.

       Un juego de máscaras es la milonga. Y de edades. El jubilado que baila con la jovencita. El arquitecto con la artista. El bailarín profesional con la limpiadora. El desocupado con la periodista. Esos rótulos no le importan a la milonga porque tiene los propios. Antes que el título viene la mirada, antes que la palabra, el abrazo.

       Está el que sólo aprendió un truco y lo repite hasta el hartazgo. El que se dedica a hacer gimnasia y llena la pista de pasos sin emoción. La que se preocupa más de respingar el culo que de bailar. El que se dejó el oído en su casa. La muñequita de trapo que es arrastrada de aquí para allá. La que cierra los ojos porque sólo quiere sentir. El que cruza la pista como un patinador. El que quiebra el código secreto del tango, recitando al oído cursiladas de libro -regla número uno: mientras se baila no se habla-. Un “gracias” corta el aire caliente de la pista, símbolo de que a la chica no le ha gustado el juego -regla número dos: un cazador debe estar a la altura de su presa-.

       Gueto, grupo cerrado o elitismo son palabras que resuenan cuando se habla de la milonga. Un baile difícil de aprender, unos códigos nuevos de relación y un mundo con tanta competencia como el real hacen que el ambiente intimide a muchos. “Todavía no puedo creer que yo haya empezado a bailar tango por las cosas que me tuve que aguantar, como estar horas sentada en una silla sin que ni te miren – me comenta Andrea, mate de por medio-. “Pero me empeciné, dije ´voy a aprender´ y me dio igual”.

       Andrea, milonguera residente en Madrid desde hace ocho años, se fue enfadada de Argentina, no porque le faltara el dinero, no porque le faltara el trabajo, sino porque la tierra del asado y el dulce de leche es también “un país que no te trata bien”. Quizás apelando a ese sentido de justicia es que Andrea se convirtió en una activista de la milonga, que se rebela contra aquellos que consideran al tango como el bien de unos pocos. Su conexión con la danza es más emocional y menos superficial, defiende, y reniega de quienes van a la milonga a hacer carrera. “El tango es más que eso; también es compartir, sentarte, tomar algo y charlar.” Para liberarlo de sus poses y jerarquías se sumó al espacio de un amigo en el Patio Maravillas, donde dan clases gratis a todo aquel que quiera aprender. Ya tienen unos 40 alumnos.

       Nadie los nombra pero tienen muchos nombres. Ni siquiera sus integrantes deben tenerlo demasiado claro, pero existen en el discurso y el imaginario de todos. Son conocidos como los guay, los divinos o los pijo-tango. Y si bien bailar puede ser un requisito importante para entrar en este grupo indeleble, en el fondo se trata de una cuestión de actitud. “Es como un club de tenis. Hay gente que va a disfrutar de jugar y otra que cree que son los reyes del mundo. Eso sí, en cuanto los sacas del club no son nadie”, señala Agustín, milonguero español, de 28 años, quien a base de baile y sonrisas se ha convertido en un verdadero entusiasta de la escena de tango madrileña.

       John es colombiano, fue campeón nacional de tango en su país y, de forma casi inconsciente, forma parte de ese grupo que delimita una frontera entre el ellos y el nosotros. “No voy a la milonga a hacer obras de caridad”, sostiene, y su posición es entendible, porque bailar sin disfrutar es como hacer el amor con una muñeca inchable. Aprendió a bailar en Medellín, siendo un adolescente, en la peor época del narcotráfico de Pablo Escobar, a partir del contacto con una pareja de bailarines argentinos. Pero lo que aprendió, confiesa, era “todo mentira”, porque no era más que una sucesión de coreografías destinadas a un público conformista. “Después de haberme montado en los mejores escenarios de mi país y de haber sido campeón nacional, aprendí a bailar en España cuando me di cuenta que el tango era otra cosa”, comenta con un acento colombiano cargado de argentinismos.

       En el ambiente tanguero de Madrid no le fue complicado entrar -el de Argentina es “cerrado con candado y tres cerraduras”- y hasta tuvo, en sus comienzos, un pequeño papel, bailando tango en la película Deseo, protagonizada por Leonor Watling y Leonardo Sbaraglia. Sin embargo, no es fácil abrirse camino como bailarín sin ser del país de Copes, Zotto y otras leyendas tangueras: “muchos creen que por el mero hecho de ser argentinos un colombiano no puede superarlos. Es común verlos en el extranjero haciéndose los super bailarines sin siquiera hacerlo bien. Pero es parte de la cultura de ellos, como se suele decir, ´los argentinos no caminan, levitan´”, bromea, pero no puede negar que, hasta en sus críticas, se percibe la adoración que siente hacia aquel país al que llama su “tercera patria”.

 

Cuerpo

Primero la danza, luego la música. El tango nació del cuerpo de los negros africanos que habitaban Buenos Aires, que convirtieron su danza intuitiva en la catarsis liberadora de sus penas de servidumbre y opresión. La mayoría de los investigadores coinciden en señalar el origen negro de la palabra tango: “En el siglo XIX, en la isla canaria del Hierro y en otros lugares de América, significaba ‘reunión de negros que bailan al son de un tambor’. Los traficantes de esclavos portugueses denominaban tangó a los lugares donde encerraban a los esclavos, tanto en África como en América. El sitio donde los exponían y vendían también llevaba ese nombre”, señala José María Otero.

       Primero la danza, luego la música. La música se fue improvisando junto con los pasos. Y de los negros pasó a los compadritos, aquellos productos de la inmigración de los que no se señala ninguna virtud -juerguistas, pendencieros, chulos- salvo la de haberle dado forma al tango, junto a sus compañeras de burdel, a través de su exhibicionismo, soberbia y ruptura de los cánones establecidos.

       El tango empieza a practicarse en los burdeles y conventillos. El filósofo Gustavo Varela señala que  a finales del siglo XIX había en Buenos Aires 30 prostíbulos por cada escuela. Cifra que no es exagerada, teniendo en cuenta que la ciudad contaba con un 70 % de hombres a causa de la inmigración masiva de mano de obra europea. Mientras tanto, el tango se va erigiendo como la expresión de una clase social en construcción, rechazada por la élite porteña.

 

 

       En sus orígenes, el tango es sexo, despreocupación, goce. Las letras de sus canciones son libertinas y provocadoras. Con el tiempo, se irá transformando, dejando a un lado su potencial peligroso, contra hegemónico. Como señala Varela, en esta nueva etapa, el tango ubica la figura de la mujer en un triángulo moralizante: la madre santa, la novia inmaculada, la prostituta descarriada. El tango se vuelve melancólico, deja el burdel y entra en la milonga. Pero su historia corporal, su origen infame, como decía Borges, no desaparece.

       “No vamos a bailar tan cerca” le dice una joven alemana a Raúl, quien tras bailar toda la noche tiene el polo empapado en sudor, pero sin olores inoportunos. Podría haberse negado a bailar, pero nunca al abrazo. Para superar los incómodos designios del cuerpo, algunos tangueros se llevan doble ración de camisetas, chicles de menta o se bañan en perfume. Es sabido que hay pocas cosas más desagradables para un milonguero que bailar conteniendo la respiración. En Madrid se extrañan los baños de las milongas de Buenos Aires, que tienen todo tipo de productos para el tanguero en apuros.

       Los cuerpos no sólo huelen, también hablan. Para Andrea, el tango es una forma de conocer a la gente desde otro lugar. “Bailar con alguien habla muchísimo de cómo es la persona”, señala, y se queja de algunos “animales” que la zarandean como si estuvieran bailando con una escoba siendo, como es ella, delgada, de apariencia frágil y con empeines curvilíneos y delicados.

       Lograr el abrazo correcto en el tango es algo complicado. Ni demasiado tieso, ni demasiado blando, energía la justa, distancia la precisa. El hombre no debe empujar como si tuviera en su pecho un bulto que mover, la mujer debe rehusar convertirse en una marioneta.

       Pero, en la milonga, la pareja sólo es un componente más del grupo, que se mueve en contra de las agujas del reloj. La pista se transforma en un ser colectivo donde el baile es en pareja, pero también en conjunto. David es un argentino-israelí de 60 años, boina negra, pelo y bigote blancos, que lleva dos décadas en Madrid, donde aprendió a bailar. Su humor es ácido pero certero, y tiene historias y teorías acerca de casi todo. Una de ellas es la del enjambre: el cuerpo colectivo de la milonga.

       “Es como una bandada de pájaros, que se comunica por la distancia que hay entre los integrantes -sostiene-. Cuando bailas, no sólo lo haces con tu pareja sino con el hombre que va delante de ti, porque necesitas estar pendiente de lo que va hacer el otro. En Buenos Aires, si te haces el loco, te marginan y en el movimiento circular te echan de la pista. En España la gente no sabe circular en la milonga, nadie les enseñó”.

       En la comunión del enjambre está la esencia de la milonga. Un equilibrio sutil en el que se multiplica la energía, como bien describe Sonia Abadi en su libro El bazar de los abrazos: “Sutil equilibrio de relaciones en la que ninguna debe predominar. El egoísta que baila solo despoja a su pareja de la tan ansiada unión. La pareja que se encierra queda aislada, privándose de recibir el fuego sagrado de los otros, así como de aportar su propio ardor a la danza tribal. Los que sólo se exhiben traicionan su intimidad.”

 

Adicción

Fue una noche en el Festival Tango Magia, en Ámsterdam. María se hallaba con la moral abatida, algunos tangos bailados de menos y unas pocas copas de más. Se preguntaba por qué esa noche no la habían sacado a bailar a pesar de estar monísima, perfumada y sonriente. Lo que fallaba, y ella lo sabía, era su energía negativa, ese extraño intangible que repele a los hombres con la misma eficacia que un anillo de bodas. Entonces llegó Isabel, su amiga psicóloga, y le dio el dato que le faltaba para darse cuenta: “¿Es que acaso no te he contado mi teoría de la bolita?”

       Unos científicos metieron a unas ratas en unas cajas. En la caja 1, cada vez que la rata presionaba una palanca obtenía una bolita. En la caja 2, cuando la rata empujaba la palanca, en ocasiones obtenía bolita y en otras no. Para extinguir el comportamiento de los sujetos de estudio, los científicos quitaron las bolitas. En el momento en que la rata de la caja 1 apretaba la palanca y no obtenía lo esperado extinguía su comportamiento. En cambio, cuando la rata de la caja 2 presionaba la palanca y no conseguía bolita, continuaba intentándolo una y otra vez. Para Isabel, su adicción al tango funciona de esa manera. Aunque dos, tres, cuatro noches ella no obtenga su bolita sino hombres con la pata dura o el corazón frío, volverá al tango, una y otra vez, buscando esa sensación, ese placer casi orgásmico que una vez logró.

       A la milonga siempre se vuelve por la dosis, tarde o temprano, con ansias o a regañadientes. Una vez dentro, es muy difícil dejar ese mundo y la adicción funcionará de forma intermitente. Primera fase: desenfreno, milonga los siete días de la semana, clases, colegueo. El baile lo copará todo. Las mujeres ensayarán ganchos en la parada del autobús y los hombres dibujarán sus pasos en las aceras. Segunda fase: interés relativo por bailar, presencia discontinua, una vez aquí, otra vez allá. Aparece en las pistas como un fantasma, recibe su dosis y se marcha sin llamar la atención. Tercera fase: desinterés por bailar, abandono del tango, sea por enfado, por un mal mayor o por la presencia de una droga más adictiva -el amor, el trabajo-. La rueda cíclica de la milonga se reanudará una y otra vez a lo largo de la vida del bailarín. El tango estará allí, a la espera de esos momentos de euforia o soledad que devolverán al hijo pródigo a su seno.

       “¡Hoy no he tenido bolita!” “¡Hoy he encontrado un bolón!” bromean Isabel y María al final de la noche. Como adictas a esta danza, persiguen lo mismo que David, aunque él lo defina de una forma diferente: la fórmula de la felicidad y del tango es la misma, una mezcla de dos hormonas. La oxitocina, genera la felicidad de estar con alguien y la testosterona, el deseo de posesión. Lástima que “la felicidad sea un cóctel que no sale casi nunca”, se queja.

       Para María, la escasez de bolita o, mejor dicho, los sutiles e intrincados mecanismos para obtenerla, se traducen en que el tango sea “violenta, profunda y agresivamente machista”. Una palabra que no deja indiferente a nadie en el mundo tanguero. Marcos, un madrileño adicto a la milonga que en veinte años sólo recuerda tres ocasiones en las que estuvo un mes sin bailar, confía, como buen ingeniero, en una explicación matemática para este problema. “Se trata de la ley de la oferta y la demanda. Cada tanda dura unos quince minutos, lo que implica que un hombre bailando sin parar dispone de doce tandas en las tres horas que dura la milonga. En el momento en el que haya trece chicas, hay una que ‘plancha’.”

 

 

       Un agravante a esta situación, señalan muchos, es la ausencia en las pistas madrileñas de la institución tanguera por excelencia: el cabeceo. Visto de afuera no es más que el leve movimiento de cabeza con el que el hombre invita, desde la distancia, a bailar a la mujer. Pero la incitación al abrazo delinea en ese gesto una herencia compartida, un modus vivendi. El cuerpo de ella permanece inmóvil, con el sigilo del cazador, pero barriendo la pista en un movimiento de ojos frenético. Hasta que lo observa a él, quien baja sutilmente el mentón para incitarla al encuentro.

       En Madrid, el cabeceo no existe, o sólo de forma limitada. “Muchísimas mujeres nos encontramos en la milonga con hombres que se plantan delante de ti y te dan la mano. No te preguntan si quieres bailar, directamente lo dan por hecho”, subraya María. No es la única que lamenta la pérdida de esta tradición, que pudo tener en sus orígenes motivaciones machistas, pero que en la actualidad tiene un trasfondo feminista porque, a fin de cuentas, es la mujer quien decide donde posar su mirada.

       Para Mercedes, el mero hecho de que algunas mujeres no quieran sacar a bailar a los hombres -aunque esta regla se relaje cada vez más, especialmente fuera de Argentina-, es machista en sí mismo, porque representa la auto-confirmación del dominio masculino.

 

Improvisación

El tango nació por instinto, improvisando. El baile se convirtió en la repuesta refleja del porteño hacia la vida, y tradujo en movimiento su personalidad e idiosincrasia. Pero, ante todo, como señala Sonia Abadi, si hay algo que une al milonguero a su origen argentino es su capacidad de improvisación: “El porteño es experto en improvisar, cómo llegar a fin de mes, cómo cruzar la calle sin semáforo, cómo encarar los mil y un problemas cotidianos en que lo único seguro es la incertidumbre”.

       Improvisando también se llega a la milonga de Madrid. Por el deseo de bailar, pero también huyendo de la pérdida de un amor, de un padre, de un hijo, de una amistad. Milonga de las soledades, como en un tango, la melancolía queda sosegada en el abrazo. Función terapéutica.

       Pero no siempre ese abrazo llega a ser suficiente. La comunidad tanguera de Madrid ha sufrido hace poco la pérdida de uno de sus integrantes, Javier, de 31 años, quien se quitó la vida. Perplejos, varios milongueros han escrito en su muro de Facebook. “Muchos de nosotros te abrazábamos tan cerca, pero parece que estábamos tan lejos a la vez”, lamenta una mujer.

       Para otros, sin embargo, el tango representa una segunda vida. Está el señor de 83 años, siempre de punta en blanco, que milonguea todas las semanas y ha conocido el amor de la mano de una señora casi treinta años menor. O personas como Mercedes, madrileña de 54, quien rejuvenece décadas cuando entra en la milonga. Dos veces por semana deja a su marido en casa y se queda bailando hasta la madrugada. “No dejo el tango ni loca; me cambió la vida”, sostiene, mientras toca su luminoso cabello poblado por tenues mechones de canas. Todo empezó por casualidad, hace tres años, cuando vio a John haciendo una exhibición con su pareja de baile en El Corte Inglés y se acercó a preguntar por clases. Tales son sus ganas de progresar, que aún sigue siendo su alumna.

       “Estar en estado alfa” le llama David a esa sensación de evasión que representa la improvisación en el tango. “Hay gente que piensa todo el tiempo y eso se le nota al bailar”, comenta. “Se trata de una cuestión de entrenamiento. Si llevas bailando mucho tiempo, la transición es más corta. Pero si no vas frecuentemente, eso es parte de lo que se pierde con la ausencia. El movimiento se vuelve más mecánico y se escapa la sutileza. Por eso la gente repite, porque si dejas, pierdes lo que te da gusto del tango: olvidarte de tu vida y dejarte fluir”, señala.

       La sensación es tan fuerte, que ningún milonguero quiere circunscribir ese placer al ámbito de un sólo cuerpo. Tener pareja en la milonga puede ser un problema, porque automáticamente la mujer comienza a tener menos propuestas de baile y los celos y reproches empiezan a ser elementos frecuentes. Por este motivo, David y su pareja, Roxana, han establecido una división de bienes: ella va a la milonga los lunes y martes y él, los jueves y sábados.

 

Madrid

Para Raúl, estrictamente hablando, en Madrid no hay milongas, sino encuentros de amigos que bailan tango. Lo que falta, sostiene, es el juego de miradas, “esa tensión casi sexual” que convierte la pista en una arena de combate. “En Argentina, una mujer te puede derretir con la mirada, aquí son mas ingenuas para eso”, expresa.

       Sin embargo, la escena tanguera en Madrid ha crecido mucho en los últimos tiempos, aunque el nivel de baile esté todavía muy lejos del de ciudades como París o Berlín. Para Marcos, la razón por la que el tango no ha llegado a adquirir tal categoría se debe, en parte, a la idiosincrasia nacional. “Los españoles somos muy vagos y menos disciplinados que el resto de los europeos”, señala el ingeniero, que ha visto la evolución de la escena tanguera madrileña en las últimas dos décadas.

       “Hubo un proliferación impresionante de gente joven. Hace diez años solo había tres personas de menos de 30 bailando tango. Ahora hay muchos”, indica, y agrega que la edad mínima ronda los 25 años, porque es difícil que “el tango te enganche hasta dentro” antes de esa edad. Suele haber un bache, sin embargo, en la franja de los 40, especialmente entre las mujeres, que se subsana a partir de los 50 años. Por otro lado, si bien las milongas en Madrid tienen un ambiente muy heterogéneo, la mayoría de la gente que acude tiene un nivel sociocultural medio-alto. Un misterio aún por resolver es el de la proliferación de bailarines con carreras técnicas, especialmente ingenieros, en las pistas madrileñas.

       En la escena tanguera española también hay muchos argentinos que aprendieron a bailar a miles de kilómetros de su país. No es extraño que se hayan interesado estando en el extranjero. Argentina siempre ha tenido una relación de amor-odio con el tango. En la década de los sesenta, cuando David o Raúl eran adolescentes, el tango era percibido como una tradición arcaica frente al transgresor sonido del rock and roll de Elvis Presley y Los Beatles. Su resurgimiento y modernización se gestó en los años ochenta y afortunadamente el tango goza hoy de gran esplendor, aunque es un mito turístico eso de que todos los porteños saben bailarlo. Frente al exilio, bailar tango para un argentino es como tener un pedazo de su tierra en cualquier lugar del mundo, es escuchar un bandoneón, dejarse llevar por su furia y sentir Buenos Aires.

       El tango, ese baile nacido en los arrabales porteños, se convierte en Madrid en un universo tanguero en sí mismo. Con sus miradas tímidas y sus no cabeceos, con los acentos argentinos mezclados de españoles y los acentos españoles mezclados de argentinos. Otras caras, las mismas máscaras. Porque no hay nada más porteño que el tango y, al mismo tiempo, esta danza dejó de ser argentina para ser universal. María, la filósofa milonguera, me lo advirtió una noche: “El tango es universal porque parte del abrazo”.

 


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