El ventilador colgado del techo de la habitación remueve un aire hecho sopa, recalentado por un verano que dispara los termómetros hasta los cuarenta y dos grados desde hace una semana. No hay una nube en Ahmedabad, es mayo, es la India. Las vacas de la calle buscan sombras grandes donde resguardarse y los perros, tan flacos, duermen en cualquier rincón durante horas, como si estuvieran muertos. No siempre es posible constatar que respiran si uno se acerca: hay que hacer un chasquido para ponerlos alerta y obligarlos a mover un músculo.
Una mujer con labio leporino habla, habla y habla en el cuarto del ventilador a pesar de sujetar a la vez el cabo de un hilo en tensión en un lado de su boca. Su nombre podría ser Priyanshi, aunque no lo es, y sus palabras se amontonan en los oídos de su amiga, que mentiría si dijese que se llama Zeel.
Zeel ha venido a depilarse.
La habitación tiene una cama de matrimonio con sábanas, cojines y con una adolescente absorta en la pantalla de un móvil táctil. Las otras dos mujeres están en el suelo, sentadas junto a la máquina de calentar cera, que tiene un cable largo que recorre el cuarto y termina en un enchufe arreglado con cinta aislante. Priyanshi escupe palabras mientras revuelve con una espátula la pasta pegajosa y su amiga escucha, o finge hacerlo, y de tanto en tanto asiente –o hace como que-.
Ambas mujeres están acostumbrada a hacer vida en el suelo: muchos indios comen, planchan, hablan, escuchan, ven la tele y hasta leen el periódico en el piso del hogar. Por eso sus baldosas siempre están impecables.
“Quítate los pantalones”, pide la depiladora, y su amiga se comporta como los niños más pudorosos de la playa. Se envuelve en un pañuelo amarillo para deshacerse de sus bombachos rosas e intenta no mostrar más carne de la necesaria. Se queda sólo con un kurta, una camisa larga hasta la pantorrilla con dos aberturas laterales. Estará pendiente de recolocarlas durante toda la sesión aunque tan sólo haya chicas en la sala.
* * *
Las mujeres de Ahmedabad van siempre cubiertas en verano, así evitan la polución de la ciudad y no se ponen más morenas de lo que ya son. Cuando salen a la calle, sobre todo si van en moto, enrollan un pañuelo alrededor de su cabeza y de su cara como si fuesen bandoleras. Sólo dejan una rendija libre a la altura de los ojos que después protegen con gafas de sol. Si su kurta es de verano y la manga acaba en el antebrazo, usan unos guantes de algodón que les tapan más allá del codo. Si llevan sandalias, algunas se ponen calcetines. Así es la guerra contra el sol.
* * *
Zeel muestra su pierna morena y peluda y Priyanshi extiende la cera rosácea como si fuese mermelada. La retira con retales de tela vaquera alargados y con flecos que se adhieren a la piel y se llevan los pelos de un tirón. Ya no se escuchan los asentimientos de su amiga, sino ¡ays!, ¡aus!, suspiros. El ventilador de la habitación alivia los sudores. El ventilador de la habitación alivia los dolores.
Llega el turno de los pies y la depiladora los embadurna de cera sin mimo, por eso el líquido pastoso se cuela entre los dedos. Priyanshi habla y estira. Cuando termina, las piernas de Zeel están listas para mostrarse, aunque no lo hará fuera de casa.
* * *
Las mujeres de Ahmedabad suelen cubrirse más de lo que quisieran para evitar las situaciones incómodas con los hombres. Cuando salen a la calle, llevan prendas de manga corta en lugar de usar tirantes y no muestran sus piernas ni sus escotes –no así sus abdómenes, que quedan al aire cuando se envuelven en un sari-. Las chicas jóvenes desafían de tanto en tanto esta regla no escrita, pero lo hacen en zonas tranquilas que conocen de antemano. “No le digas a tu hija que se vista bien. Enseña a tu hijo a respetar a las mujeres”, decían las pancartas que salieron a la calle el pasado diciembre tras la violación de una estudiante en Nueva Delhi. Así es la guerra contra el machismo.
* * *
La depiladora toma una almohada de la cama, la coloca en el suelo y la visitante se tumba sobre las baldosas. Luego recibe una nube de talco sobre su cara para eliminar el sudor producido por la mezcla de dolor y grados. Unas tijeras de costura de filo robusto y casi tan largo como su rostro se abren y cierran sobre las cejas blanquecinas para cortar los pelos más largos. La mujer de labio leporino suelta después el arma, toma una bobina de hilo blanco, coloca un cabo en su boca y extiende el filamento tenso alrededor de sus manos para crear un entramado con el que segar el vello sobrante de las cejas de Zeel. No arranca pelo por pelo, define una línea larga con la cuerda, tira y una parte de la maraña de hilo actúa de guillotina. El filamento se partirá cada cinco o seis estirones, y Priyanshi tomará una hebra nueva, la enrollará con destreza entre sus dedos y la volverá a colocar en sus labios, lo que no impedirá que de ellos sigan brotando palabras en tropel.
—Ya estás- dirá cuando termine.
Ana Torres es periodista y trabaja como corresponsal en Asia. En FronteraD ha publicado La suave batalla del velo y Eugeni Forcano, el fotógrafo de la calle. Escribe el blog Tres letras