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Frontera DigitalAsilah. 003 Sabiduría de los idiotas

Asilah. 003 Sabiduría de los idiotas

Sabiduría de los idiotas

Me encanta deambular por las calles de la ciudad, sobre todo por las cercanas al puerto, en donde siempre hay algún cafetín con gentes sentadas ante un interminable café con leche, o ante un té a la menta en el que, más que esta hierba aromática, está la no menos sabrosa hierba buena o Luisa. Recuerdo que, hace ya muchos años, pedí en casa una infusión con esta hierba que abundaba en nuestro jardín. La cocinera se acercó a la puerta del salón en el que descansábamos y, dirigiéndose a la señora de la casa, exclamó “¿Cómo vai beber isto o senhor?” “¿Por qué no?”, repuso la madre de mi mujer. “E porche isto en Portugal o toman as mulheres quando están nos seus días”, dijo llena de razón. “No se preocupe, intervino un cuñado mío que era ginecólogo, lla recetei eu e non ha perigo porque os homes tamén teñen deses días (disos)”. Risa general pero la cocinera se revolvió a la cocina y me la hizo llegar, no sin los refunfuños que adornaban la cara de la doncella.

Recordaba hoy esta vieja vivencia que afloró en mi cuando evoqué a Camille Saint Säens, que le gustaba sentarse en las terrazas de los cafetines de Tánger para captar la vida de las gentes en estado puro, caminando, sentándose para fumar un narguile, o deteniéndose ante algún artesano para debatir acerca de la pieza que deseaba adquirir pues, en estos lugares de paz y armonía, el comprar es más que intercambiar un objeto por dinero porque ese objeto tiene su historia, su forma y su proceso de elaboración, hay que tocarlo, darle vueltas, informarse acerca de él en función de sus necesidades o de la apetencia que despertó en él al contemplarlo. También influyen los estados de ánimo de vendedor y de comprador, y hasta de quien lo ha fabricado pues, en general, se conoce la procedencia de las mercaderías.

Esto lo he comprobado muchas veces cuando echo el tiempo conveniente en tantear una alfombra antigua en el patio de un viejo tratante que tiene una tienda en el antiguo de Che Chauén. Nos interesamos por nuestros estados de salud, por los de nuestras familias y por sus actividades, bebemos té o fumamos cada uno de nuestra personal preferencia: tabaco, liado o por liar, shisha, kif o la deliciosa resina de hachís dorada que se va volviendo morena en el cuenco de nuestras manos, sin llegar a ese engendro llamado chocolate por los inexpertos. Lo que sí nos ofrecemos para compartir es polvo de tabaco preparado, claro está, que cada uno elogia como el mejor cuando lo compartimos, estornudamos y recogemos en nuestros pañuelos las acuosidades que provocan. Me gusta Che Chauén fuera de los fines de semana del verano invadidos por hordas de turistas disfrazados de hippies extemporáneos. El auténtico hippy gustaba del silencio o de la música suave y pura que producían las cuerdas, las flautas o discretos pero profundos timbales. No solía sentarse en medio de las plazas, sino que prefería un lugar más recoleto en donde estar a gusto, aún con otros semejantes, pero de similar talante. Procuraban no llamar la atención ni les importaban con avidez las ventas, aún en el caso de que estuvieran sentados ante una tela sobre la que reposaban objetos de su artesanía. No insistían para que los compraras, los cogías, los mirabas, aclaraban algo si se lo preguntabas, pero ellos seguían a lo suyo, a vivir en paz y dejar vivir a los demás.

A Manuel de Falla también le gustaba perderse por las callejuelas de Granada o de Sevilla, al concluir una cena o una tertulia. No quería que le acompañasen amigos, fuera de los que encontraba cuando el paseo se transformaba en discreta cacería. Él caminaba atento a los sonidos de las ventanas, de las gentes en las terrazas, de un búho o de otro pájaro de la noche, a un llanto o a un misterioso requiebro que se colaba por una celosía… Contaba que, algunas veces, tomaba notas en un cuadernillo que llevaba en su bolsillo.

Para otros muchos escritores, famosos por la variedad y riqueza de caracteres de sus personajes, esa era su fuente de inspiración: las gentes que iban y venían o que permanecían sentadas, sus atuendos y sus gestos, sus miradas y sus ausencias o ensimismamientos. Hemingway decía que le bastaba salir a la calle para regresar a casa cargado de los pólenes de mil flores pegados a sus ropas. Somerset Maugham sostenía que nada le inspiraba más que sentarse en el amplio hall de un hotel, o en la terraza de un hermoso café de Campos Elíseos o de la Avénue Georges (X), o en las memorables barandas de las residencias de madera en los trópicos para regresar cargado de experiencias, de insinuaciones y de sugerencias.

Digo esto porque, muchas veces, mientras caminas por las calles principales de Valença o de Vilanova de Cerveira o por cualquier otro blanco y bien ordenado pueblecito portugués, que tanto me gustan, junto con el placer de oír hablar en la lengua amada que te refresca la infancia dorada, sientes que alguien te mira, tratas de no volver la cabeza, pero sientes que unos ojos se detienen en tu cuello o pesan sobre tus hombros. Es así, es así y, a mi edad, no puedo interpretar que se trate de provocación o seducción algunas. No, es algo más profundo e inefable. Es como si alguien anduviese cargado con una o con varias historias que deseara transmitirte para ayudarle o aliviarle en gestionar su peso. A veces, me ha sucedido que, vacando al ocio, me dejase llevar por una de esas historias non natas y me dejase llevar por la imaginación prestándole alas a las fantasías que ellos no se atrevían por miedo, pudor o ancestrales prejuicios.

Ya sé que para un escritor es más fácil porque, una vez transcritas al papel, ya no son suyas ni le pesan ni le agobian. Pertenecen a los lectores que las toman o las dejan, pero, puesto que han adquirido el libro, ya se hacen en cierto modo corresponsables de esta o de aquella. Es una de las aplicaciones del principio de Heisenberg, y de la sabiduría de las tradiciones de todos los tiempos.

Hoy leía en uno de los libros de cuentos que me he traído a mi amurallada medina de casas blancas sobre un mar, hoy  de cobalto bajo cielo de aguas marinas, lo que escribió como prólogo a  La sabiduría de los idiotas, de Idries Shah, el director del Arca de sabiduría que hace preceder de una cita del autor:

“Como lo que los pensadores de corto alcance imaginan que es sabiduría suele ser considerado locura por los sufíes, éstos, por contraste, se llaman a sí mismos Los idiotas. Por una feliz coincidencia, también la palabra árabe para designar al Sabio (wali) tiene el mismo equivalente numérico que la palabra Idiota (balid). Así, pues, concluye, tenemos un doble motivo para considerar a los sufíes como a grandes personas o como a nuestros propios Idiotas”. Sebastián Vázquez escribe con conocimiento, en su locura por acercar los grandes textos de la sabiduría universal para preservar de su extinción alguna de estas joyas literarias creadas por la dimensión más elevada del ser humano. Nos pertenecen a todos, no tienen coppy right, sino que, por el contrario, cuanto más se difunden en las lenguas y circunstancias más diversas, más retribuciones suponen para los transcriptores de la belleza, armonía, verdad, justicia y libertad de la especie humana.

Dice nuestro autor que el sufismo se desarrolla durante los primeros siglos posteriores al nacimiento del islam, adaptándose a sus modos de vida y a su localización geográfica. Es una forma mística musulmana nacida quizás como reacción al debilitamiento e instrumentalización de la fé musulmana durante los Omeyas. Una enseñanza sufí muestra que el hecho de adaptarse a una tradición religiosa concreta no es más que el modo de acceder a la profunda religiosidad del ser humano que, por supuesto, trasciende los marcos más estrictos y castradores del rito o del dogma. Y recoge las palabras de Ibn Arabí, probablemente el más grandes entre los sufís, cuando afirma, en su poema Mi corazón puede adoptar todas las formas,

Yo profeso la religión del Amor”.
Mi corazón puede adoptar todas las formas.
Y es pasto para las gacelas.
Y  monasterio para monjes cristianos
Y templo para los ídolos,
y la Kaaba para e peregrino,
y las tablas de la Torá, y el libro del Corán.
Yo sigo la religión del Amor:
Cualquiera que sea el camino que recorran
Los camellos, ésa es mi religión y mi fe”.

Ibn El Arabí.

Tanto este autor, como Al Gazzali o Rumí, buscan a Dios a través del camino que pasa por su propio corazón en el encuentro con la realidad profunda de sí mismo que, en su experiencia, le lleva a la percepción verdadera que conduce al auténtico conocimiento. Porque para el sufí, los aspectos devocionales pueden ser una desviación tan perjudicial e innecesaria como puede serlo la adhesión a la erudición vacía. El sufí sabe que la experiencia de la enseñanza sólo se adquiere y aquilata en contacto con la vida diaria, y bajo el aprendizaje de un maestro. Por eso, sus enseñanzas, así como las de las grandes tradiciones de la sabiduría, toman la forma de cuentos por su eficacia y forma literaria abierta a todas las mentes con independencia de su educación o saberes académicos. No se trata de incrementar los conocimientos sino de acceder a otra dimensión del conocimiento, a experimentar la existencia de otro nivel de comprensión que surge desde dentro, que no llega de afuera, sino que se abre y nos llena de luz, de paz y de alegría. El sufí es capaz de gozar el mundo real, de vivir inmerso en la actividad cotidiana de forma que, muchas veces, no se distinguen del resto de los ciudadanos. Como les sucedía a los primeros cristianos que no se distinguían de los demás ciudadanos del imperio ni por su ropa, ni por sus comidas, ni por sus ocios o actividades. Hablan y comen como nosotros, trabajan y visten como nosotros, tan sólo se distinguen en que se aman unos a otros, según el testimonio de la Didajé.

Por esa razón yo he elegido esa forma de comunicación hace ya muchos años, porque esos relatos desbordan una sabiduría profunda y auténtica que el oyente avisado no deja de percibir y de disfrutar.

Recojo aquí uno de esos cuentos más conocidos y admirables:
“Bahaudín el-Shah, gran maestro de los derviches, encontró un día a un compañero, derviche errante. Estaba Bahaudín rodeado por sus discípulos.

– “¿De dónde vienes?”, le preguntó al sufí viajero.

– “No tengo ni idea”, dijo el otro riéndose estúpidamente.

– “¿Adónde vas?”, prosiguió el Maestro.

– “No lo sé”, gritó el derviche errante.

– “¿Qué es el Bien?”

– “No lo sé”.

– “¿Qué es el Mal?”

– “No tengo ni idea”.

– “¿Qué es lo correcto?”

–       “Pues todo lo que es bueno para mí”.

–       “¿Qué es lo equivocado?”, prosiguió el Maestro.

–       “Pues será todo lo que es malo para mí”, respondió con la misma soltura el derviche errante.

Los discípulos y las gentes que se les habían ido acercando, atraídos por el debate, prorrumpieron en gritos irritados por la falta de respeto y de sentido de las respuestas del derviche descarado que se marchó alejándose en una dirección que no llevaba a ninguna parte, pero muy lejos.

– “¡Idiotas!, ¡Más que idiotas!”, exclamó el Maestro Bahaudín. “¿No os habéis dado cuenta de que este santo derviche estaba representando el papel de la humanidad? Mientras vosotros lo despreciabais, él estaba mostrando deliberadamente la falta de atención que todos vosotros mostráis, de manera inconsciente, ¡todos los días de vuestras vidas!”

José Carlos Gª Fajardo
Emérito U.C.M.

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