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Mientras tantoAtraco en la ciudad

Atraco en la ciudad


 

 “¡Cuidado! ¡Tiene un cuchillo!”

El extranjero, Albert Camus

 

El taxi esquiva con torpeza los pocos coches que aún circulan. La autopista bordea el lago encendido por la luna y el taxímetro sigue contando. 50 reales, por ahora. Y hacemos que siga contando cuando paramos en un supermercado 24 horas para comprar tabaco y dos botellas de vodka. 45 reales. 15 euros. Chelines…, lo que sea.

 

Son las 4 a.m. y hemos sido los últimos en salir de la finca donde el cónsul de Perú en Brasilia celebraba no tengo claro qué cosa, pero seríamos lo menos 70 personas comiendo seviche y bebiendo desde las cinco de la tarde. Era la primera vez que probaba el seviche, un pescado crudo marinado en zumo de limón y picado con cebolla. Excelente si no fuese porque al tercer bocado me he llevado por delante una guindilla y casi me cuesta el tipo.

 

El taxista nos deja a no mucho de un McDonald´s, en una zona comercial plantada en una calle desierta a la que solo dan vida prostitutas, un par de vagabundos y los trabajadores de una tienda de bebidas. Brasilia se expande como una inmensa maqueta, con todas las calles iguales dividiéndose en comercios y viviendas, con los bloques de edificios separados como en función de un protocolo de respeto. Nos sentamos en un bordillo a beber y dos de los vagabundos se nos unen, uno de ellos, colombiano, sonríe cuando dice que le gusta Extremoduro.

 

Toda la zona norte de la ciudad es tranquila, de barrios repetitivos casi rozando El show de Truman, salvándose por un atisbo de encanto, donde sentarte en las terrazas con una cerveza fría y echar los hombros atrás suspirando: “Podría acostumbrarme a esto”. No es Río, coño, claro que no, nada es Río. Tampoco es Brasil, supongo, aunque sí le haya heredado algunos rasgos y juegue a hacer de sus delicias trabajar para el Estado, pero siendo el centro político imagino que es normal que hasta tan joven puedas convertirte en algo. Brasilia era un plan ya antes de nada terminado, por eso echas en falta un casco antiguo, una moneda oxidada, arrugas…, hasta el lago es inventado. Pero la calle en la que estamos queda un poco más allá de todo, tan cerca en realidad que ni sorprenden las putas, que se recogen a estas horas dejando la calle muerta.

 

La noche es templada y caminamos hacia el McDonald´s (o hacia las putas, qué sé yo) con un aire de turistas quizás demasiado obvio. Solo que aquí no hay turistas. Aquí la gente viene a estudiar o por trabajo. Y así vamos, balanceando demasiado el vaso con bebida, con la camisa dejando asomar el pecho y los pitillos remangados, tarareando canciones de Muchachito demasiado alto.

 

Entonces pasa todo muy rápido. Un chaval delgado aparece de la nada y nos adelanta con un movimiento brusco mientras pega un grito y carga una pistola negra poco más grande que su mano que suena a juguete barato. Medio segundo después otros dos chicos aparecen de un portal a la orden del muchacho y nos rodean; uno de los nuevos lleva un cuchillo de unos 30 cm que dista mucho de un juguete. Levantamos las manos y los tres se nos reparten como porciones de un pastel. En cosa de 15 segundos a uno de mis dos amigos le abofetea un par de veces el tipo de la pistola con la palma de la mano abierta y le quita 70 reales y el móvil. Al otro le amenaza el del cuchillo sin titubeos y le quita 300 reales y el móvil. “¿Quieres que te mate?” le repite en portugués todo el rato. “Ahora mismo no me viene bien del todo” pensaba mi amigo. A mí me toca el menos malo (supongo que será el novato), me quita la cartera con una delicadeza exquisita, como quien manipula con ternura algo muy frágil que no quisiera ver dañado, se aleja diez metros, saca todo el efectivo que llevo encima (no llega a 20 reales), y tras cerrar la cartera vuelve directo a guardarla en mi bolsillo, y ni me tantea el móvil. Que cuando echan a correr y mis dos amigos maldicen llevándose las manos a la cabeza, yo sigo aturdido (un poco por el vodka) pensando en él mientras se aleja hasta con cierto cariño, mirando a la oscuridad de la calle con una incredulidad casi nostálgica. Y no por el móvil, que me compré el más barato que encontré hace dos semanas después de haber perdido el otro por circunstancias serviciales, si no por su gesto de dulzura, echando los ojos a un lado para restar fuerza al asunto, revolviendo en mis vaqueros con sumo cuidado y una mueca de disculpa, mientras sus dos colegas alzaban la mano y el cuchillo sin siquiera arquear las cejas.

 

Pocos segundos después (sorprendentemente pocos) un coche de policía pasa por la calle y uno de los dos que está conmigo lo para, sube a la parte de atrás y gesticula dando órdenes de búsqueda lanzándose a una persecución fallida. El coche arranca soplando a nuestro lado y veo por la ventanilla a mi amigo indicando a los dos que van delante, mientras a su lado un tercero sujeta entre las piernas una metralleta de las de quitarte el hipo. En un minuto le traerán de vuelta sin haber dado con nada. Amanece cuando vamos de camino a casa, la mía es la más cercana, terminamos el vodka reposando en el suelo de una inmensa explanada verde viendo como la noche en Brasilia se desvanece, y no muchas horas después despertaremos los tres en calzoncillos en mi cama. 

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