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Atrapada en Rio de Janeiro

No era la primera vez que venía a Rio de Janeiro, pero sí ha sido cuando al fin le he cogido el pulso a la ciudad. Cuando me he enamorado de la Cidade Maravilhosa. De los paseos por el Jardín Botánico y la Lagoa, de los atardeceres eternos en Ipanema y Copacabana, de las noches movidas en Lapa, de la tranquilidad de Botafogo. Rio tiene algo mágico y no es de extrañar que los cariocas estén tan orgullosos de ella. Debería estar ya de vuelta en São Paulo, pero decidí retrasar mi regreso un par de días, y me divido entre prolongar mi estancia unos días más o decidirme por volver más pronto que tarde. A seguir conociendo Rio y sus habitantes, a seguir apasionándome por sus noches a la orilla del mar.

 

Pero Rio tiene su otra cara. La que no es tan maravillosa. La que duele. En este viaje, también, he conocido las favelas cariocas. He visto desde lo alto de un morro en el complejo de Maré, el mayor conglomerado de favelas de Rio y uno de los más peligrosos, el muro que tozudamente divide las dos partes de una ciudad en virtual estado de apartheid. He conversado con sus habitantes, he visto en sus ojos el terror que había visto en películas y había leído en reportajes. He confirmado mi impresión primera de que, si Brasil reúne lo mejor y lo peor de la esencia humana, esa contradicción brutal se exacerba en esta urbe de belleza y terror, de alegría y violencia, de cielo y de infierno.

 

Una vez, después de su viaje a Perú, mi hermano me dijo que todos los europeos deberían viajar a un país del tercer mundo para entender un poco mejor el mundo. Tras mi primera incursión verdadera en Rio de Janeiro, me acuerdo de él y me digo que una pasada por la Maré ayudaría a muchas mentes acomodadas a desprenderse de una buena dosis de hipocresía y conformismo.

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