El 5 de septiembre de 1906, Ludwig Boltzman, uno de los físicos más eminentes de todos los tiempos, realizó su último experimento que resultó ser irreversible. Ató una soga a los barrotes de una ventana de su casa, hizo un nudo corredizo alrededor de su cuello y se ahorcó. Minutos más tarde, cuando la señora Boltzman regresó al hogar después de haber llevado un traje a la tintorería, se encontró a su marido muerto, quieto como el péndulo de un reloj al que se le ha acabado la cuerda.
Nunca se perdonó haber tardado en llegar a casa o incluso haber salido de ella y así evitar el desenlace fatal que la convirtió en viuda. Cuando el ser humano se enfrenta a una situación final, seguro que en más de una ocasión desearía tener la capacidad de retroceder en el tiempo para cambiar su manera de comportarse.
Manejar las manecillas del reloj es un pensamiento que ha torturado a más de uno, y resulta una constante en la literatura, en la psicología, en la filosofía o en la física… En definitiva, en todas y cada una de las disciplinas en las que el hombre desarrolla una actividad intelectual.
Hoy, el tiempo sigue dándonos quebraderos de cabeza. Si nos detenemos en la física y damos un breve repaso a todas sus teorías, ya sean las newtonianas, las de la relatividad o la cuántica, observaremos que no se hace ni una sola referencia a la existencia de una flecha que marque la dirección del tiempo. En ellas, su transcurrir podría ir tanto hacia adelante como hacia atrás.
Esta paradoja fue llevada al extremo por Richard Feynmam, quien llegó a proponer que en todo el Universo podría haber un electrón que estuviese en todas partes a la vez. Es decir, que podría viajar en el tiempo en todas direcciones y, por lo tanto, ser omnipresente.
También Einstein creía en la reversibilidad de la variable tiempo. Un relativista como él pensaba que el antes y el después no son más que meras clasificaciones de un proceso reversible. Existen abundantes notas de su pensamiento al respecto en la correspondencia que mantenía con la viuda de Michelangello Beso, su mejor amigo.
Es ciencia y son hipótesis demostradas a nivel teórico… ¿Vértigo? No, simplemente son la expresión de un hecho aceptado -pero a regañadientes- por el hombre: existe un límite que nadie hasta ahora -por más sensaciones de déjà vu que podamos tener- ha podido traspasar. Un límite que marca nuestras vidas y que no es otro que la irreversibilidad del tiempo.
Modificar el tiempo manejando el calendario
Manejarlo a nuestro antojo es algo que nos ha obsesionado, sobre todo desde que se descubrió cómo los periodos luz y oscuridad determinan y conforman nuestra existencia, determinan el flujo de las mareas o marcan el crecimiento de las cosechas. Y en ese tránsito de controlar los ciclos vitales, el tiempo también ha sido protagonista de problemas mucho más prosaicos.
Preocupaciones que llevaron a tomar drásticas medidas a Julio César, que llegó a imponer su propio calendario. Originariamente, los romanos utilizaban un calendario de 304 días distribuidos en 10 meses (seis meses de 30 días y 4 de 31 días). Los desfases producidos (el año solar tiene 365 días) se ajustaban en el último mes del año, pero se hacían con criterios políticos y no astronómicos. Por ejemplo, determinar el día de pagar a la servidumbre o para prorrogar cargo de un funcionario, adelantando o retrasando las votaciones (eso que ahora se hace en la Unión Europea cuando deciden parar el reloj hasta que se llegue a un determinado acuerdo), o sea utilizando razones científicas de peso. Luego, con Numa (el primer rey romano), se pasó a un calendario de 12 meses, de 30 días cada uno.
El año empezaba a finales de marzo, que era el primer mes de primavera y cuando se decidían las campañas militares del año. Los meses iban desde Martium hasta Februarium en este orden: Martium: mes de Marte, dios de la guerra. April: mes de apertura de flores (por la primavera, en el hemisferio norte) o mes de Afrodita. Maium: mes de Maia, diosa de la abundancia y madre de Mercurio. Junium: mes de Juno, diosa del hogar y la familia. Quintil: mes quinto. Sextil: mes sexto. September: mes séptimo. October: mes octavo. November: mes noveno. December: mes décimo. Januarium: mes de Jano, dios de los portales y Februarium: mes de las hogueras purificatorias (februa).
Tan absorto estaba Julio César con los problemas que le causaba el año solar, que en el 47 a.C. hizo el primer viaje a través de esta coordenada. Se sacó literalmente de la manga 83 días más. Ese año, el 47 a.C., entró por méritos propios en el Libro de los Récords, ya que duró 445 días.
El divino César, hasta el laurel de los ajustes de tiempo, decidió poner el contador a cero, ya que la continua modificación de días (cada año romano de 360 días quitaba cinco al año solar de 365) se iba de las manos y acababa por alterar las estaciones (una convención humana). Así, cada seis años se alteraba un mes y se producía la paradoja de que crecían las plantas en invierno o se producía la caída de las hojas en pleno verano, algo realmente molesto para cualquier mente mínimamente ordenada. Además del año más largo de la historia, impuso su calendario, conocido como juliano, que pasó a tener 365 días y se introdujo el famoso año bisiesto.
Pero tampoco los cálculos del bueno del César eran exactos y unos 15 siglos después hubo que revisarlo. Los astrónomos imperiales consideraban que el año trópico estaba constituido por 365,25 días, pero la cifra correcta es de 365 días, 5 horas, 48 minutos y 45,16 segundos. Es decir, que cada año se agregaban 11 minutos de más, y poco a poco se convirtieron, allá por el año de 1267, en 10 días.
Fue entonces cuando se planificó el segundo viaje en el tiempo, más modesto que el del César. El promotor fue ni más ni menos que el mismísimo papa Gregorio XIII, quien decidió -por voluntad divina- que del 4 de octubre de 1582 se pasara directamente al 15 del mismo mes. Había nacido el calendario gregoriano (el actualmente en vigor).
Aunque estas dos variantes hayan sido las más famosas en la modificación del calendario, no se puede concluir que hayan sido las únicas. Los ingleses añadieron 11 días más en el año 1752. Días que el incipiente movimiento sindical -en una fase todavía muy embrionaria- pretendieron cobrar, aunque sin éxito. Las crónicas de la época recogen testimonios con un sentimiento generalizado de engaño en la población y de haberles arrebatado una porción de su vida.
Los únicos que parecen haberse mantenido al margen de estas peleas con el calendario son los astrólogos quienes, en un ejemplo de astucia, se han resistido a hacer cambios en nuestro signo del zodiaco, y eso que siguiendo estas costumbres, deberían haberse modificado.
Los días y las horas
Otras paradojas de la historia han venido de la mano de los relojes, otro invento del diablo ideado por el hombre para atrapar el tiempo. Debemos a los egipcios los días divididos en 24 horas y lo hacían midiendo el tiempo con relojes de sol. Pero se da la circunstancia de que la medición de un reloj de sol solo es perfecta en el Ecuador. Si se encuentra en otra latitud sólo funciona en marzo y en septiembre. En una latitud como en España, el día dura cerca de 16 horas en verano, pero sólo 8 en invierno. Por lo tanto, hubo que esperar al desarrollo de los relojes mecánicos en el siglo XIV para poder medir los días de 24 horas con exactitud. Hasta entonces, los cálculos, salvo que estuvieran hechos en los meses del equinoccio, estaban contaminados por la diferente duración de la luz solar.
Y a medida que han avanzando los ingenios de medición, se ha ido demostrando que los cálculos anteriores estaban mal hechos, por lo que se han tenido que modificar. Hace pocos años, apenas unos 30, se afirmaba que un segundo es 1/86.400 parte del día solar medio. Pues no, es falso, ¡ahora resulta que la supuestamente infalible rotación de la Tierra es un mal reloj que atrasa algo más de 1/500.000 de segundo por año!
Por el contrario, el Universo sigue su camino y la traslación de la Tierra alrededor del Sol constituye un calendario casi perfecto, que apenas ha variado desde hace millones de años. Y así el calendario de los propios animales, ajeno a las convenciones humanas, se rige por las leyes del universo (dando la paradoja que fósiles como los amonites, durante su existencia llegaron a contemplar -si hiciéramos caso a la división de los hombres- más de 400 días de menos de 20 horas) Porque al final, el tiempo resulta que también es una convención, un pacto.
Paradoja como los discursos de algunos viejos de remotas aldeas -con la sabiduría que les ha dado los años mirando al cielo- cuando afirman sin rubor, y para nuestro regocijo de ilustrados de ciudad, que la Luna es ahora más pequeña que cuando ellos eran jóvenes. Y no les falta razón.
La Luna retrocede y se sitúa cada año cuatro metros más lejos de la Tierra. Este retraso en la rotación se debe a la fricción de las mareas, que disipa como calor parte del momento angular de la Tierra. El sistema Tierra-Luna compensa este momento angular aumentando su distancia. Pero esto corresponde a otra historia, la del espacio y no de la del tiempo.
Un problema típicamente humano
El resto de los seres vivos, aquellos que tachamos de menos inteligentes, no tienen estos problemas con el tiempo. Incluso los microbios más simples han desarrollado una especial habilidad para construir relojes y calendarios biológicos capaces hasta de compensar el retraso de la rotación terrestre. Las cianobacterias, tan pequeñas que si colocáramos 500 en línea recta apenas alcanzarían un milímetro y responsables de la producción de la mayor parte del oxígeno que respiramos hoy, son unos excelentes relojeros.
En las condiciones adecuadas se dividen exactamente una vez al día, y los millones de cianobacterias de un cultivo sincronizan con absoluta precisión su división celular. Otras algas unicelulares también son capaces de hacer lo mismo. Para ello, ponen en hora un reloj biológico basado en glicoproteínas transmembrana mediante el paso de luz o de oscuridad (del día a la noche) y se dividen exactamente ocho horas después del comienzo de la fase oscura.
Lo curioso es que si se les oculta información de cuándo es de día o de noche (manteniéndoles con luz artificial las 24 horas) su reloj sigue funcionando, se siguen dividiendo a su hora y esta información la trasladan sin ningún tipo de variación a las siguientes generaciones. Pero lo que resulta todavía más sorprendente es el hecho de que si se cultiva estos microorganismos en días artificiales de 16 horas (ocho de luz y ocho de oscuridad), que corresponde con la alternancia de los periodos de luz y oscuridad cuando nacieron hace tres mil millones de años, son capaces de recordar y seguir dividiéndose cada 16 horas, el tiempo en el que comenzaron a hacerlo.
De modo similar actúan los dinoflagelados -esos que producen intoxicaciones a través del marisco-. Estos bichitos apenas viven una semana, pero saben con una precisión meridiana cuando llega el momento de proliferar intensamente, a principios de otoño, o cuando llega el momento de enquistarse para pasar el invierno, aunque lleven años confinados en un tubo de ensayo, permanentemente iluminados, a temperatura constante y con agua de mar artificial.
Otro alga, llamada Spirogyra inignis, es capaz de medir exactamente el paso de las horas y de los días. Su preciso calendario resulta un poco macabro, y tras contar 265 días se dirige de modo inexorable a una muerte genéticamente determinada.
La lista de ejemplos es interminable y pasa desde estos invertebrados a multitud de vertebrados. Todos los seres vivos, desde los más insignificantes a los más poderosos, con una inteligencia más simple o más compleja, parecen tener una variable en común: el esfuerzo constante y continuo de contar el tiempo. Tiempo que se dirige de momento en un único sentido y que nos lleva a salir del reino de los vivos.
Conociendo el final de la película, sólo cabe preguntarse si de verdad lo que pretendemos es atrapar el tiempo para alcanzar la inmortalidad que se nos ha negado, precisamente, por estar vivos.