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August Srindberg y las dos Europas

Salimos de la iglesia de Saint Sulpice y nos encontramos con la estatua de Strindberg. La explicación en ese panel delicioso decía que estuvo viviendo en aquella calle unos años. Entonces me puse a hablarle a Consuelo apasionadamente de Strindberg y le dije que tenía que leerlo. Le dije que lo clasificaban como naturalista, pero tenía aspectos visionarios. Y odiaba a las mujeres, pero las admiraba aún más, y creía que lo perseguían porque las valoraba más que nada.

Para él eran como para Robert Graves la diosa blanca. Y los matrimonios para él eran luchas, pero también eran amores desgarrados, sueños y decepciones continuas. Y la realidad era un Infierno y veía en ella signos por todas partes. Y atraído por el ocultismo o la alquimia quería ahondar abismalmente en la vida. Y se sentía solitario y perseguido por todas partes. Y escapó de la austeridad luterana de Suecia para refugiarse en el disfrute de la vida en París. Y con su expresionismo expresaba una vitalidad profunda y sin encaje posible.

Tiempo después releí La señorita Julia y me escapé de los tópicos de los prólogos y manuales y del esquematismo que él mismo se había hecho. Porque esa obra pasa continuamente del realismo más crudo a los sueños más líricos en distintos momentos. En esa noche de San Juan en que se desarrolla todo, los protagonistas pasan por momentos intensos y contradictorios de agresión, de crudeza, de esperanza apasionada, de frustración

Y sus propios sueños chocan contra el orgullo de los dos, la lucha de clases, los encierros sociológicos, la brutalidad animal, la imposibilidad de ser feliz. Él le plantea irse al lago de Como y ella le pregunta si tiene capital para ello, ella le pregunta si la ama y él le responde con grosería. Y se cuentan los dos sus infancias y sus sueños respectivos y pesadillas. Ella sueña que está en lo alto de una columna y no puede bajar, y desea bajar a la tierra y hundirse bajo tierra, él sueña que está debajo de un árbol y no puede subir a las ramas altas de ninguna manera. Y que entra donde ella está de muchacha en un pabellón imposible para él. Y los dos beben vino y él le besa el tobillo.

Y los dos se muestran atractivos y orgullosos. Y los gnomos andan sueltos en la noche de San Juan con todo su encanto, pero cuando llega el amanecer, dice él, los gnomos se van y llega la realidad. Y aparece siempre esa contradicción trágica, esa imposibilidad de vivir, cuando lo desean tanto, por todo lo que los atrae y todo lo que los separa.

Y ella podrá ser una seductora prepotente, pero también es una mujer encantadora y llena de personalidad, desgraciada desde su nacimiento, y que lucha por ser ella misma con todas sus fuerzas. Y es la visión y el fracaso, como en todo Strindberg.

Pero precisamente en esa obra se plantean marcharse en el tren al amanecer, y llegar en sucesivos trenes hasta Como, en Italia. Para escapar de la realidad opresiva, y de los prejuicios que los aplastan con su mazazo, y de la vulgaridad del presente. Los trenes son el sueño y la libertad, la posibilidad de huir a la vida y el sueño. Siempre están las matizaciones, el ponerle pegas a la belleza, el sol no tiene tanto encanto, dice él, pero los chalets llenan las laderas sobre el lago, y ellos pueden vivir en uno de ellos, y poner un hotel.

Y el hotel estará lleno de vida. Y la señorita Julia, en su ingenuidad loca o apasionada, llega a proponerle a la novia del criado que sea su cocinera y vivan los tres juntos. Porque puestos a decir lo imposible, si se bebe un vino exquisito, por qué no expresarlo todo y los deseos furiosos de vivir.  i al final ella, tan malograda, va a matarse, por qué no expresar antes toda la vida.

Y puede que Strindberg la quiera poner como una señora prepotente, en medio de su obrerismo, pero el retrato se le va de las manos, como se va de las manos siempre la predicación a los grandes creadores, y la señorita Julia resulta fascinante y nos desgarra de nostalgia.

Pero los dos sueñan con subir al tren al amanecer. Es tan hermoso ir en tren, dice ella, ver continuamente personas distintas, paisajes unos tras otros. Un sueño intenso y rápido, como diría Rimbaud.

Esa visión y tragedia de Strindberg conecta con la visión y tragedia de Delacroix en Saint Sulpice.

En Saint Sulpice buscamos las pinturas de Delacroix. No nos interesaban los best sellers ni las masas de borregos que buscan localizaciones de best sellers. Encontramos La expulsión de Heliodoro del templo, con su agitación frenética y su vitalidad sin cortapisas clásicas ni modernas. Sin reglas ni cartabones ni diseños relamidos.

Y sobre todo nos fascinó La lucha de Jacob con el ángel. Nos quedamos mucho rato admirando ese mural y encendieron varias veces las luces que permitían verlo mejor. En mitad de un bosque espesísimo Jacob, el gran visionario, el antecedente del visionario que se visita en Compostela, abraza al ángel y luchaba con él.

Y no lo soltaría hasta que no le dijese su nombre. Es decir, la fuente de su vida, de la vida del mundo, de su personalidad. Hasta que no le diese su delirio de ángel, su vida profunda de ángel más allá de las barreras cotidianas. Hasta que no lo inundase con toda su vida. Como tiempo después quiso hacer Rilke. Y entonces Delacroix se hizo como Jacob y como Rilke y ellos dos se hicieron también como el pintor y el poeta.

Todo ocurría en lo más denso y vivo del bosque. En este tiempo de diseños y de fórmulas, de lo artificial y lo fabricado, resultaba fortificante sentirse en medio de ese bosque. El ángel era elegante y admitía la lucha de Jacob, Jacob se esforzaba al máximo y ponía toda su obstinación en saber y en vivir. Estaba inclinado hacia adelante como un toro y sacaría del ángel todo su entusiasmo y su deseo de vivir visionario. Sentimos un entusiasmo contagioso en esa postura.

Un pie de Jacob se levantaba en el aire y el otro se enraizaba en la tierra. Y cogía toda la vida de la tierra, toda la pulsación de la tierra, con los infinitos murmullos del bosque. Parecía que oían todo el bullir de ese bosque donde Jacob quiso vivir al máximo y sacar todos los colores misteriosos de la vida. Y adensar su rostro y profundizar sus brazos.

El ángel le sujeta un brazo, pero admira todo el apasionamiento íntimo de ese brazo. Porque para la gente del montón la pasión es algo malo, y solo es buena la razón, pero para para mí la pasión significaba sentir profundamente el mundo y la razón solo eran cuatro leyes limitadas y frías. Útiles dentro de ciertos límites, pero empobrecedoras si se las tomaba como un absoluto.

Y así ese Jacob de Delacroix era también como un caballero de Chretien. Que pelea tal vez contra monstruos y delirios, pero toma todo su impulso de ellos. Y que recibe la animación de las damas, igual que ese Jacob quiere la inspiración tan cercana de ese ángel. Y así Jacob se angeliza, igual que el caballero de Chretien se deja pulir y ahondar por la dama. Y lleva la pasión del bosque al refinamiento de la corte con sus libros y sus historias.

Estuvimos mucho rato hablando y admirando cada aspecto. Consuelo se fijaba a menudo en detalles llenos de vida que me alumbraban a mí, yo confiaba mucho en la mirada de Consuelo desde que una vez en el monasterio de El Escorial en Madrid señaló que en El Bosco lo principal era el dinamismo, su imaginación llena de vida. Sin tópicos académicos miró aquellas pinturas con lucidez y captó lo que de verdad importaba en las obras de El Bosco. También ahora me hacía vivir con más cercanía aquella obra de Delacroix y no importaba que no entraran al Museo Delacroix en la plaza Fuirstenberg.

Afuera había una plaza grandiosa, tal vez demasiado grandilocuente. Y en medio de ella un gran monumento a un rey de Francia. Pero Consuelo, con sus fotos, encontró detalles de vida secreta. Por ejemplo, expresiones íntimas de unos servidores que parecían secundarios en el monumento, pero eran lo más sugestivo. Y la extensión de la plaza se llenó así de intimidad secreta y vibrante.

En Saint Sulpice August Strindberg tenía la misma nostalgia que Delacroix. Era un hombre del Norte que soñó con coger trenes hacia la Europa del Sur. Pero esa Europa del Sur tenía el encanto que le encontraba un hombre de la Europa del Norte. Era la Europa del Sur en los ojos de un hombre (visionario, atormentado, nostálgico) de la Europa del Norte.

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