Aunque es de noche

 

Aquesta viva fuente que deseo,
en este pan de vida yo la veo,
aunque es de noche.
 

SAN JUAN DE LA CRUZ

 

 

Heidegger utilizó sus conocimientos filológicos y su excelente formación histórico-filosófica para producir una renovación radical en los estudios sobre filosofía griega antigua, alumbrando una lectura completamente nueva de Platón y de Aristóteles, expurgados de toda la carga interpretativa que sobre ellos habían añadido siglos de escolástica y de racionalismo. Esta apertura, además, no ha dado como resultado un Platón o un Aristóteles que serían los de Heidegger, sino una corriente de lectura que no depende doctrinalmente de los postulados de Heidegger pero que, al liberar a estos autores clásicos de todo lo que la tradición les había ido añadiendo, los ha hecho de nuevo legibles para la época contemporánea, y que sin duda tiene su origen en el trabajo del autor de Ser y tiempo. Lo mismo puede decirse del trabajo de Heidegger sobre Kant y sobre Hegel, y al decir esto ya se afirma que se trata de alguien que ha cambiado la faz misma de la filosofía al renovar completamente su historia, pues modificar las interpretaciones de Platón, Aristóteles, Kant y Hegel es modificar la propia conciencia que la filosofía tiene de sí misma. Ciertamente, también fue nazi.

       Algo semejante habría que decir para el caso de las investigaciones de Heidegger sobre Nietzsche —no solamente han dado lugar al Nietzsche de Heidegger, que sin duda es seductor, sino que más allá de su contenido, solamente por el modo como han encarado la obra de Nietzsche, han abierto todas las corrientes de renovación de los estudios nietzscheanos que dominaron la Europa de la segunda mitad del siglo XX—, aunque en este punto hay algo más. Los cursos de Heidegger sobre Nietzsche se producen en la fase más tormentosa de la carrera de Heidegger, en el momento en el que se hace consciente de que la situación política —y su propia situación en la política— puede perfectamente acabar con esa carrera y dar un giro inesperado e inestable a lo que parecía la previsible existencia de un profesor universitario. Quizá por esa conciencia de desmoronamiento de las expectativas académicas, en su curso sobre Nietzsche hay mucho más que Nietzsche, que no ocupa en esas páginas un lugar más preponderante que, por ejemplo, Descartes. Lo que en ese momento Heidegger subvierte por completo es la historia de la filosofía en cuanto tal, adoptando una perspectiva radical —la de lo que llama “la historia del ser”— en la que todos los personajes cambian de papel y el guión mismo del pensamiento occidental queda transformado de un modo que, digámoslo una vez más, abre perspectivas inéditas de pensamiento. Claro que fue nazi, y además nunca pidió perdón públicamente por ello (aunque en privado confesó que se trataba de la mayor tontería que había hecho en su vida: las estupideces de los filósofos, ay, suelen ser proporcionales al tamaño de su talento; para los filósofos profesionales es difícil no poner los pies en el barro de su tiempo sin meter de lleno la pata en él).

       Todo había comenzado, sin duda, con Ser y tiempo, un escrito nacido con carácter ocasional y académico, para consolidar la posición administrativa de Heidegger, cuya fama como profesor estaba ya en su apogeo pero no se veía respaldada por ningún escrito de extensión y relevancia suficiente. El libro tuvo una acogida excepcional en el mundo filosófico, pero se presentaba como en cierto modo inconcluso, a falta de una segunda parte que se veía completamente clara en el proyecto original, pero que fue complicándose, dilatándose y transformándose en la medida en que el propio Heidegger abandonaba su programa original de investigación en ontología fundamental y se desplazaba hacia la mentada “historia del ser” y a su reconsideración de la palabra poética en esa historia. En la complicación de esta continuación, en sus equívocos históricos y en sus meandros conceptuales se sumerge toda la obra posterior de Heidegger, llena de análisis filosóficos de primer orden, de reflexiones insuperables sobre la culminación de la metafísica por la técnica en los tiempos actuales, y de descripciones fenomenológicas de la vida contemporánea que nunca abandonaron el halo antimoderno y a veces claramente reaccionario de su retórica, ni tampoco dejaron nunca de revestir el mayor interés intelectual. Sí, fue nazi. Ello arrojó una desagradable sombra de siniestra sonoridad sobre algunas de sus fórmulas filosóficas más conocidas (el “ser-para-la-muerte” y todo lo que Adorno llamaba “la jerga de la autenticidad”), que para su desgracia no le sirvieron en su momento para su validación  oficial como filósofo (aunque probablemente jugó a dejar sonar esos ecos cuando le eran beneficiosos para su carrera, su sentido político de la oportunidad no solamente le llevó a adherirse al nazismo, sino además a la facción del mismo que resultaría en seguida derrotada en el partido de Hitler), y que para la nuestra (aunque también es posible que jugase a mostrar que en su pensamiento esas resonancias no podían tener el significado político que sus enemigos les atribuían) tampoco son suficientes para invalidar su filosofía. Ya es lástima que no baste probar que alguien es nazi, homosexual o comunista para validar o invalidar su pensamiento filosófico, como les gustaría a quienes creen atacar la filosofía de Heidegger enarbolando únicamente sus posiciones políticas (y, como por cierto, hacían los nazis con los judíos, aunque también hicieran cosas peores). La grandeza de la filosofía de Heidegger no le salva de la mezquindad de su apoyo al nazismo. Y este tampoco condena a su filosofía en cuanto tal. “Las guerras mundiales” —escribió en cierta ocasión— “constituyen la forma preliminar que adopta la supresión de la diferencia entre la guerra y la paz, supresión que se ha vuelto necesaria puesto que el ente se ha sustraído a toda verdad del ser, y con ello el mundo se ha vuelto inmundo”.

 


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