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Mientras tantoAunque sólo sea por urbanidad...

Aunque sólo sea por urbanidad…


 

Sabe el buen lector lo tedioso que se hace viajar en autobús cuando sus oídos no pueden huir de una película. Cuando no es una película será una conversación banal entre vociferantes vecinos de asiento. Y, desde luego, siempre quedará ya un hueco para la distorsión perturbadora que introducen las conversaciones telefónicas; siempre cargadas de profundas reflexiones, claro. Distorsiones éstas que abundan en los mundanales metros y que irrumpen cada vez con más fuerza en nuestros apacibles trayectos en tren. La publicidad de patatas nos desconcentra en las alturas; y uno no puede ya ni andar por la calle meditando sin que se le cruce un individuo que lleva la fiesta encima, con Shakira profiriendo gritos desde su bolsillo. Hoy los móviles son también “loros” portátiles… Definitivamente, la urbanidad es una utopía. No sé si somos la generación mejor formada, pero me cuesta creer que seamos la mejor educada. Aunque no estoy seguro de que esto lo entienda bien una sociedad que ha contemplado, sin chistar, cómo se cercenaba la ética y la filosofía del currículo académico. Donde haya una buena inmersión que se quite la moralina, parecen pensar algunos padres y profesores.

 

Bien, por partes. La filosofía lleva más de dos mil años tratando de enseñar a pensar y a pensarnos. Pero parece que esto hoy está de más. Está de más para muchos filósofos; de hecho, toda la corriente posmoderna se hincha como uno pavo para sentenciar categóricamente que la filosofía con mayúsculas ha muerto. Los valores son metafísica, es decir, una religión para entendidos que se puede abrazar a discreción. Descanse pues en paz la filosofía, pero rapidito, que la ciencia y la técnica tienen que sacarnos cuanto antes del pozo en que se halla inmersa nuestra economía. ¡Y encima llegamos tarde!

 

Junto a la mala ciencia (la que escapa al más razonable de nuestros juicios y sólo busca, caiga quien caiga, el maridaje con la técnica y la productividad), hoy reina también el individuo individual, él solito. O eso cree, que para el caso es lo mismo. Claro que su entronización es también su derrota y, sin duda, el motivo hoy de muchas angustias existenciales. Hace ya tiempo que trata de explicarnos esto ¡un filósofo! Quizás por eso nadie ha escuchado. Manuel Cruz nos advertía hace algunos meses que el sujeto no puede llevar ya más tiempo sobre sus espaldas la carga que le endosó la modernidad: Sísifo tiene que soltar la piedra de la autonomía. Quiere decirse que no tienen que pensar los hoy desheredados que ellos son responsables de su miseria. Sin duda habrán tomado malas decisiones en su vida, como todo hijo de vecino. Pero las estadísticas están para algo. Los sociólogos, que no lo tienen menos crudo, nos explican que son los hijos de los pobres quienes sufren las crisis; que son ellos los peor preparados. Que son los peor relacionados quienes no encuentran trabajo. Nunca fueron tan autónomos como les quisieron hacer ver. O mejor, sí fueron y son autónomos, pero para serlo dependen del resto de la sociedad. En eso consiste la política, que hoy se nos está arrebatando de las manos. Quizás alguien debería explicárselo a los que sufren. Si pasan hambre, al menos que no se culpen. Si aprenden a quién culpar, quizás saldremos antes de este drama.

 

Además, con suerte, si a la gente le entra en la mollera la importancia que tiene la sociedad para el individuo, podremos valorar por fin en su justa medida la figura del otro. Sólo mediante la socialización aprendemos a hablar; sólo con el habla interiorizamos las categorías para pensar el mundo y para pensarnos a nosotros mismos. Sin la figura del otro que nos mira, nunca seríamos nosotros; nunca seríamos personas. A lo basto: no nos podemos creer graciosos si los demás no nos ríen los chistes. Sólo porque hay otros sentimos vergüenza; pero también reímos, lloramos, amamos. Sólo si el otro se preocupa por mí, mejorará mi educación y mi aprendizaje. La mano tendida del otro me reconfortará cuando estoy mal.

 

Quizás esto sería el empujón definitivo para que se haga realidad lo que hoy parece ya una utopía: recuperar unos mínimos de urbanidad. No es mucho, se dirá. Pero más vale empezar por algo. Y por qué no proponer la urbanidad como utopía. Si una utopía es un no-lugar, un lugar que no existe, algo parecido se me antoja que es la urbanidad. Las reglas de educación en sociedad deberían exigirnos a todos desaparecer de lo público, hacer como si no existiéramos en su espacio. Se me dirá, con razón, que lo público es de todos. Y se me permitirá objetar, espero, que lo que es de todos no es de nadie. Al menos de nadie en particular. Y esto, por nuestro bien, tendrán que entenderlo ya unos individuos convertidos a la categoría de ombligo quintaesencial, centro de todo diámetro.

 

Si como conciudadanos compartimos una ciudad, no se entiende por qué hay tanto vándalo pintando los monumentos que son de todos. Ni tampoco, claro está, las fachadas que son de algunos. Pasear el perro implica recoger sus heces, pues nadie tiene por qué olerlas, verlas y, mucho menos, pisarlas. Compartir paredes de papel con el vecino debe llevarnos a entender que será mejor para ambos bajar el nivel de ruidos, sobre todo a ciertas horas, incluso dentro de nuestra casa. Porque mi libertad, hasta hace bien poco, siempre se acababa donde empezaba la del otro. Y les aseguro que reprime mucho que le quiten a uno el sueño. Ocupar durante horas una misma cabina es una buena razón para no perturbar el descanso, la meditación o la lectura del otro. Una tos exige poner la mano, siempre que no podamos evitar toser en público. Llegar tarde nos obliga a no hacer ruido cuando entramos en una sala donde comenzó la actividad… Pasear en una zona concurrida será más llevadero para todo el personal si no nos paramos a mirar las musarañas, si respetamos las direcciones de tránsito, si no empujamos. Nada nuevo. Uno incluso diría que, al pasear por una esquina célebre de la ciudad, si alguien va a hacer una foto, tenemos la obligación de pararnos para no estropear el encuadre o de acelerar el paso para facilitar la instantánea. Y si uno mismo es el fotógrafo, el pudor quizás nos haga incluso pensar en no inmortalizar nada con tal de no interrumpir el ritmo del resto de viandantes.

 

Dan ganas de decir que la urbanidad nos obliga, de algún modo, a desaparecer de lo público. A disfrutarlo, pero sólo en la medida en que por ser de todos no es de nadie; a afirmar que no seremos nosotros quienes impidan al resto disfrutar de lo que también es suyo. La urbanidad es estar sin estar; pasar por un lugar pero sin dejar rastro. Ni un grafiti, ni una colilla. Ni siquiera un papel. Aprender a callarse, a bajar el tono (los dos), a andar sin hacer ruido, a estar sin molestar, a desocupar una silla para cedérsela al otro, como si nunca hubiésemos estado sentados allí.

 

Empequeñecernos a nosotros para sublimar al otro; ése sin el cual no somos nada. Ésta parecer ser la clave de la educación más básica, de un proceso de civilización que siempre ha ido aparejado a la reflexión. Esa hija de la denostada filosofía. Reflexionar significa entender por qué no somos completamente libres, para mejor comprender qué tipo de libertad atesoramos. Los estoicos se despojaban de los afectos que les perturbaban el ánimo para poder hacerse cargo del día a día; Kant pretende que actuar libremente es darle el timón a nuestra voluntad y no a nuestros instintos menos encomiables o a nuestras apetencias más banales. Stuart Mill creía que la libertad de uno acaba donde empieza a hacerse daño al otro. Aunque sólo sea por urbanidad, ¿de verdad cree ese señor que no hace falta la filosofía?

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