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¡Aúpa, Delibes!

 

En el verano de 1941, Miguel Delibes (Valladolid, 17 de octubre de 1920 – 12 de marzo de 2010) trazó por Castilla la Vieja una singular ruta ciclista entre Molledo (Cantabria) y Sedano (Burgos). Delibes pasó aquellas vacaciones estivales en Molledo. Su novia, Ángeles de Castro, hacía lo mismo en el pueblo burgalés de Sedano, con unos familiares cercanos. Se habían conocido en Valladolid y ahora se encontraban divididos por 94 kilómetros. Pero más allá de la distancia, de los valles, montañas y páramos que les separaban, les mantenía unidos el deseo irrefrenable de estar juntos. Por eso, Delibes amarró el petate, cogió la bici, y se lanzó monte a través. A su pareja le mandó el siguiente telegrama: Llegaré miércoles tarde en bicicleta; búscame alojamiento; te quiere, Miguel. Para la posteridad, dejó una aventura por amor, la Ruta MAX. 70 años después, volvemos a pedalear por estas tierras para repetir la aventura del escritor.

 

Don Miguel dejaba atrás de madrugada las paredes encaladas de la casa familiar de Molledo y encaraba con su bicicleta las luces que en la distancia le marcaban el camino. Próximo destino: Santa Olalla y Bárcena de Pie de Concha. Fácil, casi llano, a modo de calentamiento. Como apuntó en Mi querida bicicleta (1988), en esos momentos cargaba el equipaje: dos camisas, dos calzoncillos, el cepillo de dientes y el bocadillo de chorizo. Iba a ver a su novia, Ángeles, la señora de rojo sobre fondo gris. Era 1941 y, si bien Delibes nunca fue pobre, las estrecheces de la dura posguerra española obligaban hasta al más pintado a echarle ingenio a cada cuarto.

 

Eran tiempos complicados, pero entusiasmo no le faltaba a Delibes. Era joven, estaba enamorado y estaba lejos de su amada. Su dilema estaba planteado: los ahorros de aquel año no daban para todo. O bien pagaba por un trayecto más cómodo (tren y autobús de línea) o se buscaba un buen techo para dormir en Sedano. Su otro amor, el que le acompañó hasta casi sus últimos días, la bicicleta, solucionaba esta peliaguda papeleta. Por delante, 94 kilómetros.

 

Pedaleaba los primeros kilómetros, quizá con la copla que le marcó su padre a fuego el día que le enseñó a montar en bicicleta: “No mires a la rueda, los ojos siempre delante”. Y en ese momento, ante él, tras esos kilómetros de preparación, se alzaban las Hoces de Bárcena, aún hoy un mito en la carretera vieja de Aguilar de Campoo-Santander. El cañón horadado por el río Bisueña conforma uno de los puntos más conflictivos del automovilismo español. Un abrupto trazado de curvas enlazadas azotado por el viento lateral del monte. En este punto, Delibes dejaba atrás el Valle de Iguña, el de sus aventuras infantiles que más tarde darían vida a Daniel el Mochuelo, Roque el Moñigo, el Tiñoso, y tantos personajes de su novela El camino. Por delante, seis kilómetros que pican hacia arriba con un 5% de pendiente, ¡un repecho!

 

El autor tenía fama de buen escalador. Sus amigos de juventud se repetían una máxima que sonaba a consuelo de tontos: “Es que a Delibes no le cuesta”. Durante sus excursiones con su cuadrilla por el repecho de Boecillo (Valladolid) él siempre era el primero en alcanzar la cima. Claro que a Delibes le costaba, pero su éxito estaba envuelto en el más burdo maquillaje. El niño Delibes soñaba con vestirse el maillot de Rey de la Montaña, y enunciaba cotas cuasi mitológicas como el Tourmalet, y a ciclistas de otra pasta como Vicente Trueba, la pulga de Torrelavega, o el vasco Federico Ezquerra. De ellos aprendió a poner cara de póquer a la hora de afrontar la ascensión. Así, Delibes dejaba a sus compañeros que le adelantasen para después pedalear a toda velocidad, con mucha fuerza, pero su gesto no revelaba ni gota de sufrimiento. Incluso en su mascarada se podía advertir una sonrisa pícara. Ganaba porque, como dejó escrito: “El que sabía fastidiarse sin poner cara de fastidio, ese era el Rey de la Montaña”.

 

Una vez pasado el Alto de Reinosa, que pica con la violencia de su 9% de subida durante dos kilómetros eternos, Miguel Delibes desenrollaba con presteza el único dopping que probó en vida: el bocadillo de chorizo que almorzaba en ese collado. Después, con fuerzas renovadas, se lanzaba a tumba abierta en la bajada mientras gritaba: “Soy el hombre más feliz”. Tal alarde de cursilería surgía de un sentimiento muy fuerte: su Ángeles estaba ya un pelín más cerca, sólo 70 kilómetros. ¡Aúpa, Delibes!

 

Con las montañas a sus espaldas, enfilaba ahora el páramo. Delibes se dejaba llevar por la carretera que bordea el pantano del Ebro, que en esos años era todavía una gigantesca hondonada por rellenar. Encadenando suaves descensos con repechos poco exigentes, el escritor descansaba las piernas ante la futura ascensión del puerto de Carrales. Durante veinte kilómetros se le presentaba un nuevo mundo, la Castilla la Vieja de tierra caliza, pobre y descarnada. Y, como contó en Mi querida bicicleta, mataba el aburrimiento cantando zarzuelas a pleno pulmón, ante el más que probable estupor de los paisanos de los pueblos cercanos.

 

Una vez terminado el tramo del pantano, la carretera dobla por Corconte trazando la rueda la ascensión de Carrales, que salva el desnivel y dejaba al escritor en la cima de esta ruta, 1.020 metros sobre el nivel del mar. En este momento, cuando ya el sol se asentaba sobre la cabeza de Delibes, hacía una parada para repostar en Paradores de Bricia. El pueblo, hoy prácticamente abandonado, se acoda apacible en la carretera. Azotado por los fuertes vientos del páramo, en este lugar aprovechaba el escritor para comer huevos con chorizo y un chato de vino. Todo por una peseta y diez céntimos, de los de antes. El tiempo ha sido inclemente con Paradores, de las tres fondas que había en el pueblo sólo queda un bar, que no es el mismo en el que paraba Delibes, y ya ni siquiera sirven platos.

 

Con la comida en el buche, Delibes se hacía plácidamente los cuatro kilómetros de descenso entre el páramo del Alfoz de Bricia y la Hoz del Ebro. Tras las sinuosas y peligrosas curvas que escalonan ese 8% de bajada, se perfilan pueblos marcados por el río Ebro, tallados en la roca caliza: Quintanilla Escalada, Orbaneja del Castillo… Ya apenas faltan 16 kilómetros hasta Sedano, y Delibes había superado lo más duro.

 

La meta

 

No se ve, pero allá, a los lejos, horadado en la Hoz del Ebro y el Rudrón, Sedano se resguarda en la profundidad de su valle homónimo. Por esa carreterita desconchada avanzaba el escritor hacia su ansiada meta, hacia su novia. Desde lejos, al final de una recta, se vislumbra el cartel de Sedano. El camino avanza entre chopos hasta que a la entrada del pueblo se ve una casa sobria y ocre a la izquierda. Una mansión que perteneció a la familia Peña. Esta familia era la que acogía a Delibes en sus visitas al pueblo, le daban alojamiento y comida a cambio de 18 pesetas. A posteriori, Delibes compró la casa, en cuya verja todavía figuran las siglas forjadas de su último propietario, Isaac Peña.

 

Este trayecto se repitió aquel verano y en los sucesivos, hasta que Miguel y Ángeles se casaron en 1946 y se establecieron en Valladolid. El viaje de novios lo pasaron en Molledo, el inicio de esta particular ruta. El regalo de bodas a su mujer no podía ser otro, Delibes apostó por la sencillez de una bicicleta de nombre sofisticado, “Velox”.

 

Con el paso de los años, Sedano se convirtió en refugio y fuente de inspiración. Tras un viaje por Chile, Delibes consideró la necesidad de construirse una cabañita para escribir. Hoy se encuentra justo al lado de una de las dos casas que la familia mantiene en Sedano. De ese chamizo de arquitectura andina surgieron los personajes más importantes del escritor, el Mochuelo, Cayo, Mario… Al matrimonio fueron llegando hijos hasta el número de siete, y tuvieron que adaptar un refugio más grande en el pueblo. Ángeles se encariñó de la casona de los Peña, aquella en la que su marido pasó tantas noches alojado en su juventud. La compraron y la remodelaron.

 

Delibes murió en 1974, el año en que falleció Ángeles, aunque las biografías digan otra cosa. La repentina enfermedad de su mujer y musa le sumió en una profunda depresión. Aquella fue la primera novia y la única esposa que Delibes tuvo. Ángeles significó mucho para el escritor, para empezar, fue ella quién le animó a presentar La sombra del ciprés es alargada al Premio Nadal de 1948, que ganó. Al final, su ausencia se le fue haciendo más y más insoportable, hasta el extremo de que ya apenas escribía. Sus novelas se fueron espaciando en el tiempo: Las guerras de nuestros antepasados (1975), El disputado voto del señor Cayo (1978), Los santos inocentes (1981). Como carta de despedida, Delibes sacó de sus entrañas, Señora de rojo sobre fondo gris (1991). El homenaje era tan claro, tan autobiográfico, que desde la primera crítica, el escritor tuvo que reconocer que aquella Ana era su Ángeles, “la mujer que con su sola presencia, aligeraba la pesadumbre de vivir”, como afirmó de ella Julián Marías. Murió su “mejor mitad”, como contó el escritor.

 

Finalmente, Delibes se acabó de ir el 12 de marzo de 2010. El autor lo había manifestado muchas veces, estaba cansado. Su operación de cáncer de colon en 1998 le había dejado en un “postoperatorio interminable”. Firmó un libro para la posteridad, El hereje (1998), y calló su voz. Dejaba pasar el tiempo entre Valladolid y Sedano, sin embargo, cada vez con más frecuencia se retiraba a su casona del pueblo, y disfrutaba de los últimos amores que todavía no le estaban vedados, como la bicicleta. El día que le alcanzó la muerte ya nos había legado su obituario: “No deseo más tiempo. Doy mi vida por vivida”.

 

El verano pasado, sus descendientes decidieron rendir a sus progenitores un homenaje especial, con un significado muy íntimo. 27 Delibes se volvieron a lanzar por las cuestas de Castilla la Vieja. Los hijos, sobrinos y nietos de Ángeles y Miguel reeditaron los 94 kilómetros de la Ruta MAX. Los adultos saliendo desde Sedano, y los jóvenes, desde Corconte. Ganó uno de los nietos, Mateo, de 10 años. Y Miguel Delibes hijo plasmó la etapa en una crónica. Así, sin pretenderlo, (porque la familia prefiere no darle demasiado renombre a la ruta) acababan de bautizar un sendero cicloturista: La ruta MAX. Por el seudónimo de Delibes usaba cuando era dibujante de El Norte de Castilla. La M era por Miguel, la A por Ángeles, su esposa, y la X simbolizaba el futuro juntos.

 

La señora de rojo era Ángeles

 

Cuando Ángeles murió, todavía era joven. Apenas había cumplido 50 años. En 1974, un tumor cerebral puso fin a sus días. Como despedido, el escritor acabó firmando una larga carta que tituló Señora de rojo sobre fondo gris, en honor al cuadro homónimo que de ella hizo García Benito. El libro se publicó en 1991, tuvieron que pasar 17 años para purgar todo ese dolor.

 

Señora de rojo sobre fondo gris nos presenta a un Delibes tímido, huidizo. Siempre con la figura de Ángeles por detrás. Porque ella fue fundamental para que la carrera literaria de su marido despegase. “La nuestra era una empresa de dos, uno producía y el otro administraba. Ella nunca se sintió postergada por eso. Al contrario, le sobró habilidad para erigirse en cabeza sin derrocamiento previo”, como comentó el escritor.

 

En 2007, en una entrevista en El País, el periodista preguntó a Delibes sobre este libro, y lo poco que se hablaba de él. Sobrio, respondió: “Tendrán pudor”. Porque es una obra tan personal que se ve perfectamente la importancia de Ángeles. Mientras que Delibes queda en un segundo plano: “Estaba su atractivo, es cierto, pero también su intuición, su admirable capacidad para crear ambientes. En la Universidad de Yale tocó las castañuelas. Recuerdo que el decano, en tirantes, le preguntó entusiasmado dónde había aprendido y ella se echó a reír; ‘Esto no es tocar las castañuelas profesor, es sólo hacerlas sonar’”.

 

Según avanza su enfermedad van saliendo a la luz pequeños detalles de la personalidad de Ángeles. Como la costumbre que tenía de anudarse un hilo blanco alrededor del dedo meñique cada vez que discutía con Miguel para recordar el motivo de su enfado. “Luego lo olvidó; llegó a olvidar incluso la razón por la que se había atado el hilo. Era muy desmemoriada”. Y cómo finalmente el cordel caía y era absuelto, “era incapaz de rencores; menos aún de rencores vitalicios. Le aburrían”.

 

De aquellos últimos momentos, Delibes rescata las sobremesas. Las conversaciones sobre ese porvenir incierto, sin ella, Ángeles preguntaba a Miguel: “¿Volverías a casarte si yo me muriera?”. Delibes respondía que no, y añadía: “No debemos jugar con esas cosas”. Más tarde, aquellas tardes juntos se posaron en la memoria del autor como verdadera alegría: “Nos bastaba mirarnos y sabernos. Nada importaban los silencios, el tedio de las primeras horas de la tarde. Estábamos juntos y era suficiente. Cuando ella se fue todavía lo vi más claro: aquellas sobremesas sin palabras, aquellas miradas sin proyecto, sin esperar grandes cosas de la vida, eran sencillamente la felicidad”.

 

Al final, ante el temor de que pasara lo peor, Ángeles le dejó a Delibes una frase para la posteridad: “En el peor de los casos, yo he sido feliz 48 años; hay quien no logra serlo cuarenta y ocho horas en toda una vida”. Finalmente, el escritor apunta en la obra un pensamiento universal sobre la ausencias: “Suele suceder con los muertos: lamentar no haberles dicho a tiempo cuánto los amabas, lo necesarios que te eran”.

 

El 22 de noviembre de 1974 murió Ángeles de Castro. En 2007, una foto de los dos recuperó su recuerdo: “De la foto de Ángeles quinceañera que abre mis obras completas volví a enamorarme cada vez que la veía. Así pasó este verano. Esperando que amaneciera para mirar su fotografía. Siempre fue bella, pero, cuando la conocí, era tan bonita, inteligente y atractiva que tenía alrededor un centenar de moscones. Yo tenía un par de años más que ella, pero nos enamoramos, en el 46 nos casamos y en el 73 la perdí. Eso duró mi historia sentimental”.

 

Para Miguel Delibes hijo, el primogénito de la pareja, Señora de rojo sobre fondo gris fue durante mucho tiempo un libro difícil. Según el hijo, su padre no les habló de él hasta que ya estaba muy avanzado, y lo hizo para pedirles permiso a los hijos mayores para publicarlo. Su opinión particular, era la de que no se editara, porque era demasiado íntimo, pero entendió que podía ser una buena forma para que su padre exorcizase su pena. Hoy, según relata, al leerlo, el cariño y la nostalgia predominan sobre la tristeza.

 

 


 

Guillermo Rivas Pacheco es periodista. En Twitter: @grivaspacheco

 

 


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