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Mientras tantoAuras tibias

Auras tibias


 

La estética estudia las reglas de composición de la belleza y de las sensaciones que produce. Pero curiosamente, Nietzsche y Heidegger han insistido en ello, cuando produce un impacto memorable, la obra de arte anula precisamente todas esas antinomias mundanas de las cuales vivimos día a día: el individuo frente al mundo, lo subjetivo y lo objetivo, la superficie y el fondo, la sensibilidad y el pensamiento… Al menos por un momento, la obra de arte (el aura de un objeto, decía Benjamin, esa presencia irrepetible de una lejanía) borra tales separaciones. 

 

Podemos entender el aura benjaminiana como un halo que recoge en un objeto singular el misterio del mundo, como si aquel de pronto irradiase desde su fondo sombrío. No es extraño así que al aura suponga la detención del tiempo, su acumulación en un punto, que de pronto vibra con todo el tiempo dentro. Se trata de la actualización de una vieja leyenda, tal vez de origen mágico-religioso. La visión del moribundo, que ve pasar ante sí su vida entera en una breve procesión de imágenes, tal como se representa en una famosa escena de American beauty, y en mucha otras del cine contemporáneo. No hay por qué no asociarla a la theoria de Aristóteles, «pequeña en magnitud y máxima en dignidad»: lejos de oponerse esa revelación a la acción, dice el sabio griego, acumula la acción en un sólo punto. Se produce entonces el reposo porque todo movimiento está dentro, concentrado. 

 

Muy lejos de toda consideración simplemente «estética» de las obras de arte, como posiblemente ocurre en los creadores (El Greco, Van Gogh, Egon Schiele) a los que les va la vida en ello, en Nietzsche la obra de arte no es un adorno de la vida cotidiana, una especialidad más, sino sencillamente la primera manifestación de laverdad. Una verdad que se manifestaría no primeramente a través de conceptos suprasensibles, sino a través de la intensidad formal de una presencia material. Una forma tan original que a veces es, para nosotros, casi muda, intraducible a nada anterior a su aparición.

 

Según Nietzsche, el arte es la medicina radical que permite «que no se rompa el arco del pensamiento» a la hora de darle forma a una experiencia, sobre todo si esta es crucial. Si pensamos en la vida atormentada de tantos «genios», llevados a la hoguera por la sociedad, podemos quizás entender mejor al autor de Eccehomo. La materia prima del mundo sólo puede expresarse a través de metáforas prohibidas. Es como si, contrariando aparentemente a Aristóteles, Nietzsche quisiera decir que en los momentos culminantes el lenguaje no se contrapone al grito(de vivir, de nacer) sino que se limita a escucharlo, a acogerlo y articularlo. A darle una forma que, a la fuerza, ha de ser abruptamente original.

 

Mucho más tarde, Deleuze dirá algo así como que el arte es lo que permite un impacto primitivo, neuronal, que nos ahorra cualquier interpretación, la obligación de escuchar otra historia o información. Esto es aproximadamente el significado de aquella anécdota que G. Steiner cuenta de Schumann: una bendita señora, escuchando embelesada uno de sus estudios difíciles, pregunta al terminar, un poco perpleja: «¿Podría decirme qué significa, qué quiere decir esta pieza?». A Schumann, naturalmente, no se le ocurre otra cosa que volver a tocarla. Esta es la idea: lo irrepetible de una obra, de una vivencia, no se puede traducir al campo de una explicación general, que nos salvaría de tener que experimentar de nuevo lo desconocido. Lo original solo es posible tocarlo, vivirlo, escucharlo otra vez, rememorando el aura de un acontecimiento único. Por eso se ha dicho que un crítico de arte que intente estar a la altura de una obra que le ha impresionado, todo lo que puede hacer es reproducir con palabras el mismo misterio que la obra puso en acto.

 

El arte «imita la naturaleza», pero la imita en lo que tiene de única en cada caso; imita el devenir imparable de una naturaleza que ama esconderse, decía Heráclito. En la Crítica del juicio, Kant dice que el genio «es un talento capaz de producir aquello para lo cual no puede darse regla determinada alguna». Por eso Kant insiste en que la originalidad debe ser su primera cualidad. Y una originalidad ejemplar, que se convierte en modelo. El propio genio no puede explicar fácilmente cómo ha dado a luz a esa «universalidad sin concepto». Tal vez esto es así porque el artista no obedece a planes preconcebidos, sino que, desde una idea previa que usa como escalera, se entrega a algo nuevo que irrumpe. Como la técnica es solamente una mediación que el artista, para que irrumpa la obra, ha tenido que atreverse a tirar a tiempo, él se convierte en un mediador de fuerzas exteriores. Quizás por esto el autor de tantas obras es a veces dudoso. En todo caso, muchos artistas confiesan al final que el resultado les ha sorprendido, como si hubiera un acabado en parte inconsciente en el arte, un efecto «impersonal» a través de la personalidad del artista.

 

De cualquier manera, el arte no trabaja solamente con conceptos, sino también con perceptos o afectos. Velázquez no pinta ideas, sino un rostro o una escena, asombrosamente reales: «Los borrachos», «Las hilanderas», «El aguador de Sevilla»… Con una buena técnica que simplemente reproduzca lo visible, no se hace arte. Hace falta ver u oír lo invisible e inaudible que está en las cosas. Ver y oír de una manera tan impetuosa que hasta la mano o la boca siguen al ojo o al oído, para ver también y oír. Un mirar escuchando, dice Heidegger, aludiendo a esa rara unión de los sentidos que el artista pone en una obra. Uniendo la complejidad de las apariencias de golpe, se ha dicho que el arte intenta siempre la ciencia paradójica del ser único. En todo caso, reproducir lo visible sigue siendo muy difícil, pues lo real está tramado con sombras y fantasmas.

 

Ocurre como si la ley de lo real se expresara en el arte a través de lo irrepetible, de instantes que no pueden tener continuidad. Si nos paramos en algunos cuadros últimos de Mark Rothko, no encontraremos en ellos nada que afecte solo a la sensación, a la estética o al gusto. Para quien espera sensaciones espectaculares, esos cuadros pueden fácilmente aburrir. Si producen algún efecto, será parecido a un impacto físico que nos deja un poco aturdidos y dificulta cualquier explicación. Si hay arte, dice Deleuze, libera la sensación de esa fatigosa «opinión» que siempre nos envuelve.

 

De manera más cercana que Kant, y lejos de todo moralismo, Simone Weil dice que la belleza es «la reconciliación del azar y el bien»: de un accidente cualquiera y lo moral. Es como si Weil insinuase que la perfección sólo es un halo de lo imperfecto, un atreverse a mirar la «imperfección» de otro modo. Nos pasamos la vida defendiéndonos en un sistema de oposiciones (yo y los otros, la razón y los sentimientos, lo bello y lo feo, el hombre y las cosas) y de pronto ocurre algo que anula por un momento las oposiciones, concentrando el universo en un punto. Esto sería la belleza, una especie de «conocimiento» que se funde con el mundo y no necesita pensar nada.

 

Imitar la naturaleza es reproducir lo que esta tiene de inimitable, de fluir enigmático. En esto consiste lo original, dice Steiner, a diferencia de lo simplemente novedoso: por un momento, todo lo posible se concentra en una sola experiencia. Tal experiencia puede tener relación con la leyenda de cierta quietud, una detención del tiempo que la obra de arte produce. También esto es el aura de Benjamin: un acontecimiento que suspende las oposiciones habituales y nos ahorra tener que mirar el reloj y estar pendientes del tiempo. Si hay un aura, la entera flexibilidad del tiempo acontece aquí, posada en una escena o un objeto.

 

Está pasando un minuto crucial del mundo, que nos envuelve, y no tenemos más remedio que fundirnos con él. Si un concierto nos arranca de la rutina, si un cuadro nos envuelve, suspende el paso del tiempo. Después, sin saber cuánto tiempo ha pasado, vuelves en ti y el tiempo se reanuda. Es normal, dice Nietzsche, que el público quiera prolongar la magia de ese encuentro y grite: Da capo!

 

No es tan extraño que, antes y después de la Edad Media, la religión haya recurrido continuamente al arte para expresar la relación del hombre con lo sagrado. Se cuenta que la primera vez que Patti Smith escuchó Light my fire (The Doors) tuvo queparar el coche. No podía atender a dos mundos a la vez, no podía escuchar aquello y seguir con el pensamiento calculador que exige la rutina de conducir (una estudiante, después de asistir a una exposición sobre las emociones de Bill Viola, dice: «no entiendo la calle»). El arte interrumpe nuestro hábito de la circulación, crea una «vacuola de no comunicación» (Deleuze) desde la que se reinician las cosas porque se ha sentido de otro modo, por un momento interminable, se ha vivido de otro modo.

 

Generando un instante sin tiempo dentro de la cronología habitual, la belleza divide el tiempo. Junta el tiempo en un punto y lo vuelve a reiniciar. Por eso, como se ha dicho del amor, la belleza «te llama por tu nombre» (L. Cohen). No es extraño así que, por un momento, nos detenga e impida seguir con las rutinas cotidianas. Todos nosotros pondremos en aquel acontecimiento un antes y un después.

 

Se ha dicho así que subsisten dos tipos de imágenes en de las mil pantallas que nos envuelven. De un lado, los iconos publicitarios, encadenados unos a otros y rodeándonos con una pared protectora. Tales imágenes, que suelen darse en la publicidad y la información, se presentan siempre (aunque sea implícitamente) subtituladas, cargadas de un significado útil, espectacular y público. Colgadas en la cronología social, estas imágenes medias nos ayudan a seguir con la velocidad del intercambio, a interactuar y deslizarnos en la comunicación. En resumen, esos iconos son parte del poder del deslizamiento (surf), de la coherencia social que produce la interactividad incesante. La sustancia de todas esas imágenes es, en el fondo, la seguridad del desplazamiento continuo. La velocidad espectacular, que se ha convertido en la idea fija del capitalismo, suelda el aislamiento del individuo en una socialización interactiva y forzosa. Vista así, la imagen está al servicio de la masificación personalizada.

 

De otro lado, creando la comunidad de un encuentro repentino, existen imágenes y sonidos que nos detienen, permitiendo «desconectar» de la circulación y abrirnos a una relación primaria con lo real, con sus sombras. En tales obras de arte lo desconocido se hace habitable otra vez, pues se concentra en un momento la fluidez y el misterio del tiempo. Éste se hace así experimentable en estado puro, en su enigma y su flexibilidad. Es lo que Baudrillard ha llamado «la operación poética de la forma»; en música, pintura o fotografía, tal poética hace un poco banal lo que llamamos socialmente información.

 

Todo arte, en este aspecto, tiene algo de primitivo y está bastante alejado del orden de conexiones encadenadas, complementario de la economía, que llamamos «oferta cultural», que nos entretiene y organiza nuestro ocio. Al entender que el arte obra para darle forma a la materia prima de la inmediatez, interrumpiendo la circulación, Baudrillard bromea: «Todo lo malo que le pase a esta cultura me parece bien». Pero es evidente que la maquinaria cultural media ha de intentar conjurar la aparición de un aura que rasga nuestro protector antropocentrismo. Justamente el aura ocurre cuando el artista se convierte en medium de fuerzas exteriores y maltrata su propio cliché, y a sus propios fans, para abrirse a otra constelación (Benjamin) de una sombra que no cesa. 

 

Un silencio que no duerme, dice Clarice Lispector. Pero, dado que ninguna sociedad puede vivir sin protegerse, el aura del objeto ha pasado entre nosotros al aura del sujeto. Nuestra cultura, por eso odiamos al exterior atrasado, es cada vez más antropocéntrica. El dominio de lo social, incluso en ámbitos antes reservados al secreto, también es indicativo de este giro antropomorfo. El aura huye «como un hurón» (Barthes) del objeto al sujeto. El sujeto-estrella tapa por doquier el brillo espectral de cualquier posible presencia real. Hay mil ejemplos de esto, desde lo cool a lo hortera. Hay muy honrosas excepciones (Boyhood o Youth son ejemplos gloriosos en el caso del cine) pero la media aritmética de nuestro desplazamiento informativo es hoy furiosamente anti-benjaminiana.

 

Por debajo de nuestra costra pública, intraducible a ella, el aura sin embargo no cesa. A diferencia de la industria, que conserva las cosas añadiendo una sustancia que altera el original, el arte conserva las cosas dejándolas caer en su imperfección y extrayendo de ahí el aura de un pequeño milagro. El arte deja ser a las cosas, las salva desde su «perdición». Recordemos que en la naturaleza ocurre algo parecido. El vuelo de las aves, la danza en los humanos, es posible gracias a un juego con la gravedad, con el peso y la resistencia del aire. La música acepta la finitud, el paso del tiempo, por eso puede detenerlo en un momento. Tal vez por esta razón, el compositor de de jazz LeRoy Jones comenta un día: «La música de John Coltrane es una de las cosas en este mundo que hacen del suicidio una idea aburrida». Como si al escuchar esa música (parece decir Jones) fuera más apasionante y peligroso, más emocionante y mortal, vivir que morir.

 

Se ha dicho que el arte no conoce el tiempo, siendo casi indiferente al paso de las épocas. Ciertamente, podemos fechar con bastante precisión un cuadro o una partitura, pero eso es ajeno a su valor artístico, a la fuerza atemporal con la que nos retiene un cuadro o un tema musical. Si ese pequeño acontecimiento de lo atemporal ocurre, una obra de hace tres siglos puede ser más actual que algo de hace tres días. Como la obra de arte ha extraído una eternidad de la finitud, algo inmortal que coexiste con la más breve duración, no tiene nada que temer del paso del tiempo. Por eso el poeta británico J. Keats puede decir: «Una obra de arte es una eterna alegría». Su aura no tiene ya nada que temer, pues ha asumido, en la tensión de una forma, la noche que nos daba miedo.

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