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Aute, las diosas nunca se van

Luis Eduardo Aute, 2016. Foto: Agencia de Noticias ANDES. Fuente: Wikipedia. Este archivo se encuentra bajo la licencia Creative Commons Genérica de Atribución/Compartir-Igual 2.0

El malecón tenía pintado un niño que miraba al mar. Una compañía de tabacos en Filipinas era el regusto amargo de lo que el reino de España un día fue. Y naciste allí, fruto de un catalán y una mujer con orígenes de ultramar. La Gran Guerra hacía su trabajo y a la catástrofe oponías la búsqueda de belleza en todos los rincones posibles de otra contienda más. 1943 no albergaba buenos presagios y, aún así, te crearon para regresar más tarde a un Madrid al que le faltaban varias décadas aún para saberse díscolo y aprender de ti qué significaba una palabra tan inmensa como giraluna o libertad. Era 1954 y aún se perpetuaba en las calles pedregosas el miedo que habían sembrado las cunetas del alba: todos los girasoles orientaban su cara al sol. Era un rugido de silencio que pariría estallidos fluorescentes tiempo después. El descubrimiento de la vida tantas veces censurada se plagaría a partir del 75 de canciones que gritaban sus protestas en radiocasettes viejos y enojados tras años que parecieron siglos. Y, sin embargo, vos nunca dejaste que los sapos y las culebras ensuciaran tu boca: vos no componías en contra, no, vos lo hacías a favor. Entre la destrucción o el amor, siempre el amor. A una manada de jóvenes totalmente analfabetos en cuestiones sentimentales no sólo les enseñaste que gozar de sus cuerpos era posible, sino que coleccionar instantes de ternura y filosofía al calor de la intimidad más nimia era incluso mejor. Sacralizaste el cuerpo de la mujer hasta tal punto que tu música podría ser aún hoy la mejor pedagogía para evitar crímenes infames. Pero entonces, quién era ese niño al que debemos tanto, quién era ese poeta que le hacía confesiones a las olas, quién ese artista total que se preguntó hasta la extenuación el porqué de los monstruos que albergábamos desde la medida misma de la compleja humanidad. Y, sobre todo, por qué, Aute, se te ocurrió desaparecer ahora que la belleza se ha retraído hasta un horizonte oceánico que no logramos siquiera imaginar.

Qué paradoja. Nos enseñaste que nada hay más poderoso que la unión entre cuerpos que bailan sometidos al azar de la luna y su reflejo de mar. Cuerpos que sabiéndose vulnerables se olvidan a sí mismos a merced del goce de otros cuerpos. Su éxtasis sucede en una confianza en la que no sólo es posible transpirar hambrientos hasta desfallecer, sino que es evidente y necesario hacerlo con todo el rigor que permitan el fuego y los labios. Y así sucede. El conocimiento de la realidad se evapora y nos instala en medio de una suspensión letal de apenas unos segundos de ternura que, sin embargo, se extienden en el tiempo como flores abiertas que nunca antes precisamos más. Qué paradoja. Allí quisiéramos instalarnos ahora. Nada necesitaríamos más que dejarnos abatir de nuevo por la humedad. Qué paradoja. Nos han ordenado alejarnos y extender una capa aséptica entre nuestro deseo de comulgar con la carne de los dioses terrenos. Casi lo entiendo: te fuiste en un escenario obsceno para la razón de tu existencia. Justo ahora que una amenaza invisible nos está pidiendo evitar el único fusil que opusiste como respuesta infalible a toda clase de barbarie: el amor como absoluto y el sexo como refugio total. Qué paradoja. No podemos escondernos en ninguna cueva del milagro ni libar la miel de ninguna marea. Lo último que haríamos hoy sería confiar en el sudor y el sabor del otro y desmontar así todos nuestros argumentos en la respiración ambigua de un estallido de salvia y saliva. El miedo nos ha penetrado hasta el punto de atenazar nuestras pupilas y ya somos apenas cíclopes que reman contra una noche que insiste en desdibujar su esperanza.

Sopla el viento y no se lleva otra cosa que números a cuestas, engullendo un calvario inesperado que la tierra desmerece. Las cifras no demoran su percutida masacre en estos días plomizos. Nos levantamos por una inercia inexplicable. Y justo ahora decidiste huir entre el batallón del sacrificio. Hacía tiempo que venías rengueando tu presencia en nuestro mundo y, sin embargo, fue en medio de este banquete de pánico y pulcra desazón que tu obstinación dijo basta. Cómo detenerte. Ya engrosarás el palmarés de esta infame catarata de civiles derrotados, ya serás tal vez uno más de los muertos que se apilan en morgues improvisadas en ese Madrid que ahora más que nunca podría llegar a ser una ciudad de más de un millón de cadáveres. Todos y cada uno de esos cuerpos que antes eran capaces de amar y ser amados desaparecen hoy en la más despiadada soledad, sin que nadie recuerde siquiera su risa enlatada, que es la música habitual de cualquier velorio ríspido. No conocemos exactamente de qué forma se marchan ahora esos soldados anónimos. Intuimos que apenas tratan de enfilar la oscuridad después de ser asfixiados por esta pandemia aérea. Luego se demoran allá, en un limbo sin adioses ni más augurio que lágrimas aisladas en la lejanía de muros macilentos.

Resulta que te convertiste en toda la luz que ahora celebra su histórico apagón. Es rigurosamente cierto: vivimos tiempos de maleza. Aún así, lo hiciste muy bien, tanto que incluso la otra noche, la del sábado que cargaba a sus espaldas de nuevo casi un millar de muertos, ese niño que fuiste observando el malecón se volvió eterno. Apareciste en pantallas insólitas con esa camisa blanca partida en medio del pecho, con esa elegancia frugal que transmitía tu mirada, tu sonrisa tímida y tus manos de mujer con las que no sólo compusiste la educación sentimental de una generación que renacía de cuarenta años de penumbra, sino que pintaste en lienzos esenciales la perpetuidad del único fusil de asalto que poseemos en realidad: elegir el amor, amar. Andá tranquilo si querés, no nos importa porque señor, las diosas, nunca se van.

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Este texto apareció originalmente en la publicación argentina Página 12. Muchas gracias.

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