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Sociedad del espectáculoLetrasAutobiografía apócrifa de Gabino-Alejandro Carriedo. Dentro de la poesía comprometida

Autobiografía apócrifa de Gabino-Alejandro Carriedo. Dentro de la poesía comprometida

La promoción del realismo en España fue realizado por la editorial Seix-Barral, y por Carlos Barral y Jaime Salinas principalmente, con quienes concordaba José María Castellet y otros poetas del grupo catalán, entre ellos Jaime Gil de Biedma, con un poder de decisión asombroso y de quien, en el segundo tomo de sus memorias Los años sin excusa, publicado, naturalmente, en la editorial de su nombre en 1978, cuenta Barral que Jaime Gil decidió la exclusión de Alfonso Costafreda en la antología de Castellet Veinte años de poesía española (luego ampliada y reeditada bajo el título de Un cuarto de siglo de poesía española), con el insistente y fogoso desacuerdo de Barral y Goytisolo y la complacencia de Salinas. Barral escribe que “Gil confesaría muchos años más tarde, a raíz de la muerte del poeta, en un artículo de homenaje, que le movía la venganza, que no había perdonado a Costafreda una torpeza más bien social a propósito de alguno de sus textos”. Costafreda luego sería incluido en la nómina de poetas del libro de García Hortelano El grupo poético de los años 50, salido de las prensas de Taurus, también en el 78. Ese pródigo lanzamiento no sólo acogió a la poesía realista sino también a la novela. Desde que en febrero de 1959 el célebre homenaje ofrendado en Colliure ante la tumba de Machado tuviese, como escribe Barral, el “padrinazgo comunista”, el P.C. quiso seguir apadrinando las iniciativas del realismo comprometido, un realismo empeñado en un carácter materialista o marxista, del que la mayoría de los poetas, la verdad, no hizo mucho caso. Barral, testigo de excepción, relata que el PCE, “colaborador imprescindible, se hacía cargo de la ‘operación realismo’ en lo concerniente a los novelistas, al mantenimiento de su cohesión como grupo y a la vigilancia de su dedicación. Los poetas quedábamos libres bajo las alas del antólogo y crítico José María Castellet”. A pesar de su favorable coyuntura, este grupo catalán se sentía marginado por los cenáculos de Madrid, aunque los componentes de esos cenáculos despreciativamente quedasen definidos, en palabras de Barral, como “la inercia de los profesores y de los bebedores de café con leche en la capital”. Todos esos nombres, catalanes y no catalanes –conformarían un poco más tarde el renombrado Grupo de los 50– iban a estar representados en Madrid a través de la revista Poesía de España, que Ángel Crespo y yo fundamos en 1960 y que perviviría hasta 1963 a lo largo de nueve números. El papel que nos tocó jugar a ambos sería, en el transcurso de la poesía española, el de auténticos mediadores entre estéticas.

 

En junio de 1962 tuvo lugar esa reunión europeísta llamada despectivamente por el régimen “Contubernio de Múnich” y que correctamente se denominó IV Congreso del Movimiento Europeo, auspiciado, y pagados los gastos, por Estados Unidos. A las reuniones españolas asistieron más de cien personas, exiliados e individuos que formaban parte de la oposición al régimen en el interior (monárquicos, republicanos, socialistas, nacionalistas, democristianos…), salvo los del Partido Comunista, vetados por radicales. Nuestro amigo Ignacio Aldecoa asistió llevado por Dionisio Ridruejo. Alojados en el muniqués Hotel Regina y abanderados de algún modo por Salvador de Madariaga, se llegó a proclamar que en esos momentos había concluido la hasta entonces inevitable secuela de la guerra civil, anhelándose, ilusamente, superada en virtud de los planteamientos expresados en ese congreso. Esta reunión le sentó como un tiro a Franco. A pesar de que el gobierno español, temerariamente, había solicitado su ingreso en la Comunidad Económica Europea. Se reprimió duramente a los asistentes que habían viajado a Múnich desde España. Hubo sanciones, destierros, torturas. Se llegó a suspender el artículo 14 del Fuero de los Españoles, que daba libertad de residencia. Y se expandió la terrible consigna: “¡Los de Múnich, a la horca!”. El anteriormente no muy demócrata Gil-Robles, asistente al “contubernio”, llegó a escribir que “para Franco no hay mayor peligro que la debilitación del recuerdo de la Guerra Civil”. Y el diario Informaciones se expresaba así en su editorial de 13 de junio: “No se puede plantear hoy ninguna cuestión trascendente de la política española, obviando que el régimen es el resultado de una guerra que ganó un bando y perdió otro”.    

 

Mas sigamos hablando de la revista Poesía de España. A la que yo quise ponerle el nombre de Frente de poesía, quitándome la idea, muy sensatamente, mi querido socio y amigo Ángel Crespo. No sólo la censura iría a prohibir nombre tan belicista como éste, que tanto sonaba al “degenerado” Frente Popular, sino que también puso trabas a una denominación tan limpia, desprovista denotativamente (más, ¡ajá!, no connotativamente) de inclinaciones ideológicas como Poesía de España. Tuvo que intervenir, ayudándonos, Federico Muelas, acodado en humildes pero “aprovechables” pupitres del poder. Los cuatro primeros números aparecieron en 1960, los dos siguientes en el 61, otros dos en el 62 y en el 63 el último. Tirábamos quinientos ejemplares, los pliegos se ofrecían inconsútiles, el papel era recio, artesanal y su aspecto general, con un bonito grabado de Zarco de distinto color para cada número, evocaba a los antiguos pliegos de cordel. Por descontado que nosotros dos costeábamos los gastos de publicación y envíos. El precio del ejemplar era de 15 pesetas, 25 para el extranjero, y como hicimos tantos contactos, la revista se distribuía en varias ciudades de España, tanto como en Europa, África y América.

 

En la última página de los dos primeros números incluimos una sección que titulamos “Poesía del Mundo”, donde Goytisolo, en el primero, tradujo dos poemas de Pavese; Crespo, en el segundo, ofreció sendas versiones de dos poemas de Mário Dionísio y de otros dos de Egito Gonçalves. A partir del tercer número esta sección se convirtió en un encarte de cuatro páginas, iluminado por la atractiva cabecera que reproducía una grácil viñeta de Nanda Papiri, ilustrado interiormente por otras de diversos artistas: Ferrant, Julio Resende, Martie Adams, Rómulo Maccio y otros. Los poetas traducidos fueron muchos: Pessoa, Ramos Rosa, Cabral de Melo, Jean Pelegri, Jorge de Sena, Pierre Seghers, Kennet Patchen, Stephen Spender, Paul Rodenko, Votorrio Dodini, Brecht, Quasimodo y un largo etcétera. Por tanto, el número de traductores abundó: Ory, Aquilino Duque, Gil de Biedma, Francisco Carrasquer… Aunque también traduje a portugueses y brasileños, Ángel Crespo se reservaba importantes nombres de la poesía en lengua portuguesa, mientras yo di bastantes versiones de autores en francés. En el último número de Poesía de España el suplemento “Poesía del Mundo” estuvo dedicado enteramente a Paul Eluard y compilamos ocho poemas del maestro francés, traducidos por Caballero Bonald, Robert Marrast, Crespo, François López, Jorge Urrutia (el estudioso hijo de Leopoldo de Luis) y yo. Los poemas de autores hispanoamericanos figuraban en el suplemento. Los poemas en catalán, sin traducir,  cubrieron un buen porcentaje en la revista; iban firmados por Francesc Vallverdú, Salvador Espríu, Josep Maria Andreu, Joaquim Horta y Miquel Bauça; en gallego, y en la portada del número 5, insertamos dos poemas de Celso Emilio Ferreiro. Pese a las pocas páginas de la revista (ocho más las cuatro de “Poesía del Mundo”), equilibramos al máximo la variedad del espacio. Como había ocurrido en otras revistas nuestras, dimos gran importancia a las ilustraciones intercaladas entre los poemas, dedicando cada número en exclusiva a dos ilustradores, uno para las páginas principales y el otro para las del suplemento. Entre los primeros figuraron Palacios Tardez, Zamorano, Francisco Mateos y Saura. Dedicamos siempre las páginas centrales monográficamente a un poeta, y así los nueve afortunados fueron Celaya, Gloria Fuertes, Leopoldo de Luis, Crémer, Ramón de Garciasol, Espriu, Eugenio de Nora, Caballero Bonald y Goytisolo. La generación poética última tuvo mucha presencia en Poesía de España, como también la precedente (Chicharro, Ángela Figuera, Celaya, Muelas, etcétera) y la más anterior, representada nada menos que por siete poetas del 27: Vicente Aleixandre, Miguel Valdivieso, Dámaso Alonso, Rafael Alberti, Emilio Prados, Jorge Guillén y Max Aub. Se le dedicó un número a Miguel Hernández y por mediación de Robert Marrast se publicó un poema de Machado, si no inédito sí de muy difícil acceso, ya que se había publicado por primera y única vez en la revista La Lectura, en 1916, y no había sido recogido en libro. La temática social y comprometida era, lógicamente, muy frecuentada, el lenguaje realista primaba, pero en todo momento se exigió calidad poética y no contenido panfletario. A decir verdad, algún texto que no hubiese superado la prueba se nos coló, como el poema “Rebato”, publicado en el último número y firmado por un tal Vidal de Nicolás, nacido en Portugalete, un acérrimo antifranquista que escribió en esos años el libro de extraño título From Burgos jail, en colaboración con Marcos Ana (¡otro que tal baila!) y cuya obra está incluida en la antología Poesía castellana de cárcel, de José María Balcells, publicada por la editorial Dirosa en 1976; he aquí las lindezas de “Rebato”: “Desatracad los marineros / la esperanza; / poned los campesinos / los relojes / en hora con los trigos / y los campos; / subid con los mineros / los filones, / las venas minerales / oxidadas, / venid los leñadores / arbolando / olorosas maderas / en las manos, / manchadas / de resina y primavera, / venid los profesores / a enseñarnos / la popular caligrafía / de las cosas; / llegad los escultores, / los poetas, / con palabras y huecos / perfilados; / llegad obreros, / campesinos, / artistas, / albañiles. / El hombre / está en peligro. / Hay que salvarlo”. A este le debía pasar como a Neruda cuando escribió los delgados poemas de minúsculos versos de los tres densos volúmenes de sus odas elementales; a Vidal de Nicolás le debía pagar el Partido Comunista no globalmente por poema sino por verso. La calidad media de las colaboraciones de Poesía de España, centradas en la estética realista que demandaba la coyuntura literario socio-política, creo que está muy correctamente representada por el poema “Primera meditación”, de José Corredor-Matheos, que se publicó en la última página del número 4: “Cuando llega la muerte, el método no sirve, es evidente. / Y es que, entonces, no tiene ya mérito alguno todo eso de los pies. / Pero a pesar de todo, el problema subsiste. / ¿Cómo arreglárselas entonces? Intentaré explicarme. / Debo advertiros antes de que no tengo pruebas en que pueda apoyarme, / y no cuento tampoco con tradición alguna. / Sólo me baso en propias teorías, que podéis rechazar, / como yo habré de hacerlo algún día. / Lo que puede decirse de la muerte es, por fortuna, tan inconcreto…”. Corredor Matheos ahora ya no escribe así, con este tono tan directamente apelativo y esa estructurada descripción en el discurso del poema que lo transforma en una pieza metalingüística. La envoltura formal de su poesía se ha constreñido y el fondo se sitúa en un económico mensaje basado en modos orientales, entre los que destaca la orientación zen. Tuve mucho trato con este afable personaje durante mi etapa de dirección de la revista Nueva Forma, encargándole algunos trabajos, pues Pepe Corredor es un fecundo crítico de arte y un especialista en mundos espaciales, como el de la artesanía, el diseño decorativo, el urbanismo, especificaciones de las que daba mucha cuenta la temática de esa revista.

 

Crespo me leyó una carta que le envío a Caballero Bonald, que entonces se encontraba en Bogotá, a quien le comunica que su poema “Plaza Mayor” acababa de salir en el número 3, concretándole: “Como ves, todos insistimos sobre la poesía realista. Creo que Poesía de España representa esta posición y sin duda los críticos empiezan a darse cuenta y los poetas también”. El poeta jerezano se incorporó al equipo directivo de la revista en el último número. Tanto Crespo como yo queríamos, y nuestro criterio era implacable, que los poemas orientados por los presupuestos de la estética marxista no fueran los únicos ejemplos a seguir. La revista era tan excelente en su coherencia, y su saldo cualitativo mostraba tanta altura de miras, riqueza y brillantez, que el Partido Comunista quiso subvencionar la publicación ejerciendo, claro, el control ideológico de lo publicado. Crespo y yo nos negamos, pues tal concesión hubiese supuesto perder nuestra independencia y renunciar a nuestra soberana capacidad de decisión. Toda la nómina “canónica” del Grupo de los 50, menos Francisco Brines y Claudio Rodríguez, aún no incorporados al grupo (es decir: González, Caballero Bonald, Costafreda, Barral, Goytisolo, Gil de Biedma y Valente) colaboró en las páginas de Poesía de España. Que a Crespo, que gozaba entonces de un papel de primera categoría en el panorama poético español, y al que se le incluía en las importantes antologías que iban apareciendo, que a Crespo, digo, se le excluyese de la lista de aquel grupo generacional sin duda se debió a nuestra fundamentada intransigencia oponiéndonos a las directrices que el Partido Comunista quería imponer a Poesía de España. Una burda venganza de García Hortelano.

 

Cuando Juan García Hortelano publicó en 1978, en Taurus, la antología El grupo poético de los años 50, lo que el lector primero aprecia, nada más abrir este volumen  con sus ávidas manos, es que el antólogo tiene la pretensión de presentar ese grupo como una generación canónica en toda regla; pero incurrió en equivocación, pues al intentar cabalmente configurar un grupo generacional, que no es lo mismo que una generación, englobándolo en unos presupuestos estéticos y trayectoria artístico-vivencial comunes (todo ello resumido en una filiación realista y testimonial), García Hortelano debería haber suprimido, claramente, al menos a tres poetas incluidos en su selección: a José María Valverde, a Francisco Brines y a Claudio Rodríguez, pues los tres participan de otros postulados poéticos diferentes a los del resto, integrado por Ángel González, José Manuel Caballero Bonald, Alfonso Costafreda, Carlos Barral, José Agustín Goytisolo, Jaime Gil de Biedma y José Ángel Valente, y además tendría que haber incluido, necesariamente, a otros dos poetas, a Ángel Crespo y a mí; si se quiere, puede que se me pudiera haber excluido, pero a Crespo de ningún modo, injusta exclusión por la que, según sé, protestó con insistencia Caballero Bonald ante el autor de esta antología. A todos los poetas que incorporó García Hortelano en su libro los había agrupado José María Castellet en sus antologías Veinte años de poesía española y Un cuarto de siglo de poesía española, y en estas dos cruciales entregas, imprescindibles para entender el histórico proceso poético español, queda inserto Ángel Crespo en la nómina establecida por Castellet y no hay otro perteneciente a este periodo incluido por Castellet que fuese posteriormente excluido por García Hortelano. ¿Entonces? ¿Por qué García Hortelano no consideró la relevancia de Crespo, que había aparecido en las antologías de Castellet, y en la decisiva, anterior, 20 poetas españoles de Rafael Millán, y por supuesto en la antología de la poesía social de Leopoldo de Luis? Crespo ya había publicado en Seix Barral, en 1971, la compacta y reveladora recopilación de su poesía en el útil y difundido volumen En medio del camino y, lo más importante, su poesía participaba totalmente de la tendencia unificadora que García Hortelano quiere mostrar desde los planteamientos de su libro. Líneas arriba ya aventuré una hipótesis sobre una acérrima y absurda actitud vengativa por parte de García Hortelano que contribuye a despejar estas interrogaciones.

 

Ya sabemos que el embrión que originó este grupo poético surgido en los años 50, y aquilatado en los 60, se gestó en Cataluña en torno a la productiva distribución comercial por parte de la editorial de Carlos Barral, pero hay que tener también en cuenta que su consolidación se debió a una realidad existencial y un desarrollo en el ejercicio de una fecunda camaradería en la que insoslayablemente intervinieron otros poetas, además de los catalanes Barral, Goytisolo y Gil de Biedma: González, Caballero, Valente, Crespo y yo, integración propiciada, como he dicho, por la revista Poesía de España. Los catalanes no hubiesen podido afianzar en solitario la conformación de este grupo poético tan proyectado, habiendo de necesitar un asentamiento, como así fue, en el territorio de Madrid. Una antología que cumple en este sentido con una exactitud representativa se publicó en Argentina en 1965, por las ediciones Dead Weight de Buenos Aires a cargo del buen impulsor cultural argentino Rubén Vela, que ya en los años 50 había antologado la nueva poesía de su país. Del 59 al 61 Vela residió en Valencia, pronunciando conferencias e incluso siendo reconocida su labor por la oficialidad valenciana concediéndosele alguna medalla y rotulando una de las calles de la ciudad del Turia con su nombre. Este personaje ha residido en ciudades de medio mundo, Camberra, Brasilia, Viena, Berlín. Ahora creo que vive en Buenos Aires, pero no tardará mucho en mover otra vez su inquieto culo. Es un intelectual muy activo y los proyectos que ha llevado a cabo siempre han sido interesantes. El título que Rubén Vela puso a su antología fue el de Ocho poetas españoles. Generación del realismo social. Realismo social es la base estética genuinamente diseñada de este grupo poético. La selección del libro de Rubén contenía esta lista: Barral, Caballero, Crespo, Gil de Biedma, González, Goytisolo, Valente y yo. Pudiera, por qué no, haber agregado algún poeta más, sin quitar a ninguno de los anteriores, pero lo cierto es que Vela generó la relación más ecuánime de ese conjunto aunado en una realización lo más equilibrada posible en pro de una corriente que representó unos años muy decisivos (superando el pasado y aclarando el futuro) de la historia poética española.

 

 

En esa década, y aunada a nuestro testimonio poético, nuestra actuación de compromiso político en contra del régimen franquista fue intensa. Y arriesgada, claro. En 1961 tuvieron lugar agitaciones huelguísticas en Vascongadas y en los Altos Hornos de Sagunto. Al año siguiente, continuaron las huelgas en Guipúzcoa y los estudiantes universitarios se manifestaron contundentemente en Madrid y Barcelona. Los paros se extendieron a la zona minera asturiana y se propagaron de inmediato a Puertollano, Río Tinto, El Ferrol y otros muchos enclaves. Para colmo, sectores católicos contestatarios metieron baza en el asunto hasta el punto de que el ministro Ullastres lanzó una demoledora proclama contra esos cristianos protestones. A final de ese año fue detenido Julián Grimau y en abril del siguiente fusilado. Por medio, el malintencionadamente apodado “Contubernio de Múnich”, que he mencionado un poco más arriba. Incendiarias declaraciones a favor de la oposición realizó el abad de Monserrat, Aureli Mª Escarré, a José Antonio Novais, corresponsal en España del diario francés Le Monde, lo que le obligó a exiliarse al poco tiempo. En 1965 el gobierno destituyó de sus cátedras a los prestigiosos profesores Enrique Tierno Galván, Agustín García Calvo y José Luis Aranguren. Para colmo, un avión militar norteamericano soltó, pensemos que sin querer, un par de bombas atómicas, que afortunadamente no explotaron, en la costa de Almería. Para tranquilizar al común, el Nodo difundió la imagen de un Fraga con unos calzonazos inmensos dándose un chapuzón donde habían caído las bombas. El gobierno, nervioso, cerró la Universidad de Barcelona, mas de inmediato jóvenes sacerdotes asimismo descontentos se manifestaron en la capital catalana. Mientras tanto, el sindicato comunista Comisiones Obreras continuó sagazmente infiltrándose, con la eficacia propia de los modos de organización del comunismo, en los sindicatos verticales, si bien Marcelino Camacho fue apresado. En abril del 67 se declaró el estado de excepción en el País Vasco; se detuvo a mucha gente y entre los detenidos se encontraban veinte sacerdotes vascos. Al final de la década murió el carpetovetónico cardenal Plá y Deniel, al que dos fortachones curas misacantanos, o aún mocetones seminaristas, paseaban en silla gestatoria por las callejas empinadas de Toledo, siendo sustituido, ¡menos mal!, por Tarancón como Primado. Así estaba el patio.    

 

Por esos años, y en los primeros viajes que Ángel Crespo realizó a Italia, atravesando Francia, sabiendo que estaba fichado tuvo la precaución de entrar por la frontera separado de Pilar Gómez Bedate, para que ella pudiese comunicar pronta y libremente el contratiempo en el muy posible caso de que Ángel fuese detenido. Con fecha de 4 de julio de 1963, un numeroso grupo remitimos una carta a Manuel Fraga, entonces ministro de Información y Turismo, protestando por la muerte del escritor jerezano Manuel Moreno Barranco, acaecida en extrañas circunstancias, por supuesto violentas, fruto de los impunes abusos generalizados, dentro de la cárcel de Jerez. Moreno Barranco había publicado una especie de novela titulada Arcadia Feliz, que daba detallada cuenta de la severa propaganda oficial que incidía infaustamente en la sociología del país. Manuel Moreno trabajaba en una entidad bancaria de ese importante pueblo andaluz tan próximo a la capital gaditana. Hizo viajes por Inglaterra y Francia y se adscribió al Partido Comunista de España. Lo detuvieron, le dieron una soberana paliza en la comisaría, mandándolo de inmediato a la cárcel para así poder los esbirros maquillar su salvaje agresión. Estaba tan mal, reventado por dentro, que decidieron soltarlo, y frente a la misma fachada de la prisión jerezana falleció. El régimen informó impunemente de que tal sujeto se había suicidado en un descuido de sus guardianes lanzándose al patio de la cárcel desde el corredor donde estaba situada su celda. Tras nuestra protesta, Fraga, el 15 de julio, nos escribió esta carta circular a cada uno de los firmantes:

 

 

Muy señor mío:

       En compañía de otras personas, me ha dirigido usted una carta fechada el día 4 del corriente y relacionada con el suicidio de Manuel Moreno Barranco que se encontraba detenido en la cárcel de Jerez de la Frontera por orden y a disposición de la autoridad correspondiente.

       Sobre este particular, puedo comunicarle que, cuando el celador abrió normalmente la celda que ocupaba el señor Moreno Barranco, a las ocho de la mañana del día 22 de febrero, el detenido se arrojó de cabeza por encima de la barandilla del corredor sito delante de su celda y cayó al patio fracturándose la base del cráneo, a consecuencia de lo cual falleció alrededor de las cuatro y cuarto de la tarde del mismo día y en el hospital de la misma ciudad al que había sido trasladado inmediatamente. El cadáver pasó después a su domicilio en la calle Levante número 3 de Jerez de la Frontera.

       La información que le transmito es absolutamente verídica, sin que exista ninguna circunstancia que permita emitir otras conjeturas sobre tan lamentable suceso. El hecho fue ya publicado por los periódicos interesados, es decir, por la prensa local y provincial de aquella zona; le remito a la lectura del “Diario de Cádiz” del 23 de Febrero de 1963, y a la del diario “Ayer” de Jerez de la Frontera de la misma fecha donde, inclusive, se precisa el dato del traslado del cadáver a su domicilio y las señas del mismo. Otros periódicos españoles han publicado también noticias sobre un suceso triste pero desprovisto de interés general.

       Por ello, me parece que ha cometido usted una ligereza al firmar un escrito en el que falsamente se alude a la falta de una información pública adecuada, y se añade que el señor Moreno Barranco “ha muerto violentamente en un local de la policía española”. Ni el detenido se encontraba en un local de la policía ni existen indicios de malos tratos como los que usted atribuye gratuitamente a nuestras instituciones de seguridad, cuya ejemplar conducta respeta escrupulosamente los procedimientos legales.

       En todos los países las cárceles alojan a personas que han entrado en conflicto con la sociedad o que llevan pesadas responsabilidades sobre su conciencia; por ello, son lugares propicios a que se produzcan estados de depresión que pueden conducir a decisiones como la adoptada por el señor Moreno Barranco. Sin embargo, en las prisiones españolas se concede a los detenidos un margen muy amplio para su libre actividad y su trabajo, la proporción de suicidios es verdaderamente mínima como lo es el porcentaje de la población penal en relación con el número de sus habitantes, siendo por el contrario muy positivo el balance de la conducta de los reclusos que refleja la normalidad en sus condiciones de vida.

       Mucho más grave y más impertinente es la generalización por usted firmada de que “parece probado que en los locales de la policía se producen violencias y malos tratos”. Estas cosas no pueden, señor mío, “parecer probadas”, y si usted poseyese tales pruebas le rogaría que me las enviara: si solamente “se lo parece”, he de considerar como injuriosa y calumniosa una hipótesis tan ligeramente manifestada sobre la conducta de funcionarios honorables y leales a su misión de defensa de la Ley dentro de nuestra comunidad nacional.

       El mismo concepto me merecen otras inaceptables frases de su escrito. Se refiere usted, por ejemplo a ese “caso semejante en Vizcaya” que desconozco y que usted tampoco parece poder describir con precisión. Respecto al que usted denomina “affaire Grimau”, la sola utilización de este galicismo para hablar de un proceso tan claro en su desarrollo me hace pensar que la actitud mental de los firmantes de la carta a que contesto está muy próxima a la de quienes montaron cínicamente el affaire de una hipócrita campaña comunista contra España, al socaire de una condena que ellos mismos habían provocado mediante el envío a Madrid de un agitador dotado de los peores antecedentes penales. Sólo desde el punto de vista de los explotadores de esa propaganda puede hablarse, en un argot poco escrupuloso, del “affaire Grimau”. Le adjunto un par de publicaciones que pueden ilustrarle mejor sobre este punto, lamentando encontrarle entre los firmantes de un escrito que en nada honra al sentido de responsabilidad de sus redactores y que por cierto, ha sido textualmente difundido el pasado día 13 por una emisora comunista que procura inútilmente fomentar la subversión en España.

       Le saluda atentamente

(firmado Manuel Fraga Iribarne)

 

El cinismo de Fraga llegó a tales extremos que parecía que el demócrata era él y los dictatoriales nosotros, justificando en el último párrafo, de un modo tan desvergonzado, el fatal desenlace del proceso contra Julián Grimau por culpa, según este taimado gallego de Villalba, no de la dictadura sino de la subversiva cúpula comunista. En los tantísimos juicios con idéntico aspecto del que padeció el pobre de Grimau –a quien también en una comisaría se le defenestró, para después ejecutarlo, proclamando asimismo, como en el caso de Moreno Barranco, que fue un intento de suicidio por parte del reo–, había bedeles en las salas de audiencia que proferían esta frase como broma macabra: “Que pase la viuda del acusado”. En esta ocasión Fraga se dirigió a unos firmantes de un modo sibilinamente amable, pero en otras ocasiones estuvo iracundamente dispuesto a procesar a todo un grueso de muchas personas relevantes que normalmente suscribían estos escritos de protesta.

 

Porque ésta no fue la única misiva que le dirigimos al ministro. En otra ocasión algo posterior, el motivo fue la represión llevada a cabo por el régimen a raíz de las huelgas mineras en Asturias entre abril y junio de 1962. Esa “Carta de los intelectuales al ministro de Información y Turismo” se conoció abreviadamente como la “Carta de los 102”, por el número, es obvio, de firmas estampadas. Le fue remitida al Sr. Fraga el 30 de septiembre de 1963, detallándole las muertes, torturas y vejaciones infligidas a los mineros y sus familias a consecuencia de justas reivindicaciones laborales (que en una democracia se hubiesen producido con normalidad), incomprensiblemente causantes de los trágicos sucesos. Lo cierto es que un capitán de la Guardia Civil y su sargento se ensañaron bien con los huelguistas y sus mujeres, hasta el punto de que, si bien como paripé, cumplieron arresto disciplinario en un castillo militar. Fue Pepe Esteban y Ricardo Doménech quienes iban de acá para allá visitándonos con el pliego. Allí había tantas firmas…: Bergamín, Aleixandre, Tierno Galván, Celaya, Buero, García Hortelano, Crespo, Millares, Saura, Sastre, los Goytisolo, Rabal, Fernán-Gómez, Castellet, Aranguren, Barral, Roman Gubern…, y así hasta 102; Crespo y yo, naturalmente, figurábamos como poetas. El ministro contestó el 3 de octubre sólo a José Bergamín, que encabezaba la misiva, comenzando su carta de respuesta con esta cláusula: “Mi profundo respeto a la función intelectual me obliga a contestar cumplidamente al escrito que me dirige, firmado, en primer lugar, por usted, encabezando a un grupo de personas (algunas de las cuales ya han hecho saber que, en realidad, no conocían la verdadera intención del documento), en torno a unos hechos que dicen conocer, según ‘el testimonio de espontáneos corresponsales’ que se dirigen a ustedes ‘en su calidad pública y visible de intelectuales’”. Acto seguido se dedica, como era el tic, a cargar implacablemente contra los comunistas. Hubo al mes otra carta más dirigida a Fraga, esta vez suscrita por el doble de firmantes. Y hasta un grupo de falangistas de izquierda se nos adhirieron. El Centro de Documentación de Estudios en París, cuyo presidente era Salvador de Madariaga, en su Boletín Informativo nº 19, de noviembre de 1963, daba cumplida cuenta de la protesta –a la que se sumó, ya desde fuera de España, mucha más gente (Alberti, Max Aub, Tuñón de Lara, Arrabal, etcétera) – en 36 páginas ciclostiladas, encabezadas por el texto “Buscando claridad”, que firmaba, con su eficaz y aromática prosa, Dionisio Ridruejo. En estos bien trabados párrafos justificativos, Ridruejo reitera que “El partido comunista tiene en España presencia y acción reforzados por un respaldo internacional que, entre otras cosas, le permite tener apuntada sobre su campo de expansión la única radio que desmiente a la emisora del Estado”. Pero advierte asimismo que “en España hay también otra clase de oposición que, sin propósito de definición ideológica, podríamos llamar liberal, en cuanto su aspiración consiste en acercar el régimen político de la España futura a los modelos del mundo libre”. Dionisio deja claro que “cuando en el país pasa algo que tiene interés público pero cuya divulgación no interesa al Gobierno, los españoles tienen que resignarse a estar informados por el rumor, que es la forma borrosa, casi siempre fundada y con frecuencia deforme, de una noticia que no puede confirmarse por referencia a sus fuentes”. En otro texto de este boletín, previo a la publicación de la “Carta de los 102” y rubricado por Antonio Sanz, se dice que “Las huelgas de Asturias eran pues un conflicto obrero que no tenía, para el Régimen de Franco, otra solución que la violencia”. Y el silencio. Porque “A mediados de verano, el Ministro de la Gobernación, general Alonso Vega, pide carta blanca en el asunto. Días después, brigadas ‘especiales’ de la Guardia Civil comienzan a llegar a Asturias. Y, desde entonces, silencio. Ni una noticia en los periódicos. Ningún comentario. Un documento firmado por los sacerdotes de las cuencas mineras protesta contra este cerco de silencio, del que sólo de cuando en cuando en cuando salen algunas noticias lacónicas, amañadas como siempre. Todo indica que la represión en serio ha comenzado y que se la está ocultando meticulosamente”. Con suma exactitud y valentía, Antonio Sanz concluye: “No deben pues los intelectuales españoles que han firmado este honroso documento extrañarse de que se les amenace, se les calumnie y se les injurie por ello. Han dado en el blanco, simplemente: han destapado lo que se ocultaba tras el silencio impuesto sobre Asturias”.

 

También, por otra parte, existían las cochinadas del “otro lado”. Ángel Crespo, que firmó muchos manifiestos, se negó en una ocasión a suscribir uno de ellos, espetándole al que se lo presentó que no era necesario que firmasen más que la escasa docena siempre citada por la prensa internacional y que por ello se mantenían a cubierto, pues los demás, sin la protección de la propaganda exterior, siempre figuraban, expuestos por igual frente a los ojos de los censores, bajo la desvaída denominación de otros.

 

 

Mi aportación a la poesía comprometida fueron mis dos libros El corazón en un puño, publicado en 1961 en la colección santanderina “La isla de los ratones”, Política agraria, aparecido en 1963 en la colección de libros subsidiaria de la revista Poesía de España y la reedición, en clave social-realista, que hice de mi primera publicación, de cuño romántico-tremendista, Poema de la condenación de Castilla, impreso en Edigraf en 1964. Aparte de mi participación en las publicaciones francesas de Ruedo Ibérico y Promesse, cantando a Cuba y homenajeando a Machado y Hernández, peticiones tan frecuentemente requeridas epistolarmente por Antonio Pérez desde París. También en Francia, en Honfleur, ciudad normanda, del departamento de Calvados y cuna del contestatario y máximo genio de la música Erik Satie, amparada en el sello Pierre Jean Oswald Éditeur, se publicó en 1966 y se puso a la venta por cinco francos nuevos (el ancien franc, de valor paupérrimo, perduró hasta 1960) la antología La poésie ibérique de combat, preparada y traducida por François Lopez y Robert Marrast, agrupando ciento veinte poemas de cuarenta poetas españoles y portugueses e ilustrada en portada y contraportada con viñetas del artista comprometido Pepe Ortega, un destacado comunista, amigo de Picasso y Carrillo. Residiendo a caballo entre Italia y Francia durante la dictadura, cuando pudo volver a España Pepe Ortega llegó a ser candidato en nuestras primeras elecciones democráticas, figurando en las listas del PCE por la provincia de Ciudad Real, ya que Ortega es natural de Arroba de los Montes. Se incluyeron en este manejable libro de bolsillo tres de mis poemas, entre ellos “Théorie de la peur”, que traduce mi “Teoría del miedo”, poema inserto en El corazón en un puño: “Je ne suis pas en sécurité, je ne peux l’être, / personne ne peut l’être. / Tous regardent autour d’eux / quand ils parlent, qu’ils murmurent, qu’ils pensent, / tous regardent vers la porte quand quelqu’un entre, / tous grimacent un sourire, se méfient, se mettent à trembler”. (“No estoy seguro, no lo puedo estar, / no hay quien esté seguro. / Todos miran en derredor / cuando hablan, cuando susurran, cuando piensan, / todos miran hacia la puerta cuando entra alguien, / todos sonríen, todos desconfían, todos se echan a temblar”).

 

Como ya dije, participé en la antología de Poesía social de Leopoldo de Luis, en la que aparezco retratado con un buen bigotillo y asiendo el libro de Eric J. Hobsbawm Las revoluciones burguesas. En la “Poética” que antecede a mis poemas hago una tajante declaración reprochando el transcurso de la fallida senda por la que había transitado la poesía española hasta entonces: “La poesía social arriba como una exigencia de armonizar la poesía con la conciencia humana en circunstancias históricas de excepción. Surge contra un idealismo en quiebra que no era sino la máscara de una sociedad divorciada con el progreso de la conciencia. La poesía se había convertido en una ficción insoportable, en una falsificación que no correspondía ya a ninguno de los intereses reales del hombre, precisamente porque la ‘belleza’ se había identificado con valores que habían dejado de tener un contenido real”. Más adelante afirmaba que “el poeta que no siente la realidad en que vive, que no se integre en esa realidad del mundo que le rodea, de lo que ocurre en su torno, ése tendrá cegadas las fuentes de la poesía, sin más camino ni andaduras que el retroceso. Pero sin olvidar que no hay arte –poesía– sin técnica renovada. “Donde no hay obra de creación –decía Eliot– no hay obra de arte’”. Al final concluía con esta reconvención: “Se impone, pues, la autocrítica, el examen de conciencia. El bien que ha hecho la poesía social es indiscutible, pero el daño que han hecho algunos poetas sociales españoles que han dado en caracterizarse como ‘pontifex maximus’ de la poesía social es –como ya empieza a advertirse– incalculable”.

 

A pesar de la pesarosa situación circundante, no quisimos mostrar en nuestros versos demasiada amargura, sino elegante serenidad, empleando, como sana reacción, un desenfado discursivo que convertimos en recurso muy eficaz. En este sentido, quiero citar ahora una opinión, quizá algo corrediza, expresada por Orwell en su Homenaje a Cataluña, redactado en plena contienda: “Conservo muchos malos recuerdos de España, pero muy pocos de los españoles; creo haberme enfadado seriamente con un español sólo en dos ocasiones, y en ambas, cuando miro atrás, creo que fui yo quien tuvo la culpa. Es indudable que poseen una generosidad, una especie de nobleza que no es propia del siglo XX. Es esto lo que permite pensar que incluso el fascismo adoptaría allí una forma relativamente flexible y soportable”. Hay un poema de Política agraria, uno de los más citados y reproducidos no sólo de este libro sino de toda mi obra poética, de mensaje directo pero enormemente sarcástico, que no me explico bien cómo lo admitió la censura, estando este poema revestido de un estatuto tan comunistoide que semeja, distendidamente, el programa de los planes quinquenales soviéticos. Es este poema

 

 

 

PARTE DE GUERRA PARA LA PAZ

 

 

En la mañana de hoy se rompió el frente
por diez puntos en Almería.
Treinta niveladoras avanzaron
entre el fuego graneado de los rayos de sol.
Apoyados por los tractores
los campesinos establecieron
una cabeza de puente
entre Níjar y Lucainena
logrando convertir en regadío
cuarenta mil hectáreas de secano.

 

 

Más arriba, en las Hurdes,
nuestras tropas (el pueblo) hormigonaron
tres presas de gravedad.
Acequias y canales se extendieron
por Jerte, Hervás y Granadilla.
¡Era un gusto en el valle
ver brotar la hortaliza, el algodón!

 

 

Mientras tanto en Monegros
y por los campos de Valladolid
cosechadoras y gavilladoras
cruzaban sus disparos
con el granizo y la sequía.
El enemigo se repliega
hacia los Bancos suizos y las islas Bermudas.

 

 

(Se lamenta la pérdida segura
de un dalle y una hoz
y dos traíllas probables.)
También la aviación
pasando en vuelo raso
fumigó los viñedos, naranjos y olivares
de Valencia, de Cuenca y de Jaén.
Los señores, dejando sus pertrechos,
huyen en dirección de la frontera.

 

 

Y en el mar, finalmente, la Marina
de gloria se cubrió cuando en las redes
la plata viva suma toneladas
de sardina y bocarte,
hundiendo, al paso, en aguas de Mallorca
dos yates de recreo
con orquesta y con zánganas.

 

 

La batalla prosigue. El arañuelo
ofrece aún resistencia
junto al escarabajo
de la patata y la langosta.

 

 

También la helada hostiga
por la noche. No obstante,
nuestro estado mayor espera pronto
darles la tierra a quienes la trabajan.

 

Envié Política agraria a todo quisque, como he hecho cada vez que han ido apareciendo mis libros, recibiendo bastantes acuses de recibo no sólo agradeciendo el envío sino comentándolo, aun someramente. El eximio José María Pemán, del que el régimen franquista nos decía que estaba seriamente propuesto para el premio Nobel y que la concesión sería inminente, manifestaba en su carta una opinión muy sencilla pero que contiene un argumento correcto y palmario cuando define mi libro como un “ensayo muy considerable de poesía objetiva y social”. Carlos Bousoño me escribió relatando que leyó los poemas del libro en compañía de Dámaso Alonso, divirtiéndoles y resultándoles muy ameno el, como él entrecomilla, poema de la “guerra agrícola”, confesando que les pareció pieza extraordinaria. Gabriel Celaya, con quien mantuve durante unos años una estrecha amistad, hasta el punto de vernos a diario, me comentaba globalmente el libro sin salirse, muy en su línea, para nada de la linde ceñudamente prescrita: “Me gusta tu amor a la técnica, y a la construcción, y a cuanto en la lucha hay de positivo. Y me gusta doblemente porque en tu poesía como en nuestra vida, están también latiendo el caos y el horror. Sin este trasfondo, todo degeneraría en un barato optimismo. Pero tu poesía es dialéctica, y eso es lo bueno. Sin luz y sombra, no hay relieve”. José Figuerola, hijo del destacado peronista, poeta y biógrafo de su padre, desde Bruselas me escribía opinando que mi verbo, “agua en busca de cauces viejos con odres nuevos, es rotundo, es lapidario”, aunque se sinceraba expresando este reparo hacia el poema “Capítulo medieval”, que da un varapalo a la historia de las corporaciones dominantes, poniéndome esta pega: “Debo confesarle que no comparto su ‘Capítulo Medieval’. No lo comparto espiritualmente. Siempre he admirado las corporaciones de oficios, por ejemplo y no le oculto a Vd. que muchos monjes españoles, han significado para la historia mucho, según creo”. Mi buen colega Ramón de Garciasol me escribió una larga carta elogiando el libro en el sentido de que era poseedor de una “temática verdadera y un gozoso idioma manriqueño”, prefiriendo de entre todo el conjunto el poema “El mundo está cambiando” y asombrándole el sintagma coloquial, en él inserto, “me dijo padre”, aunque Ramón, a la vez, me recrimina que puntúo poco, aconsejándome que puntúe más en favor de la claridad comunicativa, aunque yo creo que todos los poemas están suficientemente puntuados, y si falta algún signo de este tipo, el contexto de la disposición de los versos no enturbia, es más, lo aclara de nítido modo, el correcto entendimiento.

 

Nadie alberga ninguna duda, cuando le llega alguna carta de Leopoldo de Luis, de que este amable interlocutor ha leído concienzudamente el libro que se le ha enviado. Con fecha de 11 de julio de 1961 Leopoldo de Luis me acusaba recibo del envío de El corazón en un puño y en su misiva, tan minuciosa y de esmerada caligrafía, como siempre son sus epístolas, me declaraba que al leer mi reciente entrega poética le parecía que yo había renunciado, en parte, a una modalidad poética muy mía; pienso que él la alude pensando en esa fuerte impresión imaginativa que irradiaba mi libro anterior Del mal el menos, claro exponente del realismo mágico con tantos resabios aún del Postismo, aseverando el ecuánime Leopoldo que tal variación de estilo actuaba “a favor de una poesía más directa y mucho más clarificada”. En este sentido, al recibir mi Política agraria me contestó opinando que apreciaba palpablemente que mi poesía había crecido. Para Leopoldo de Luis, los poemas realistas, y los de El corazón en un puño y Política agraria tienen ese cuño indudable, están plenamente poblados “de cosas, de materia, de acción, de vida”, dando Leopoldo, al definir la esencia realista bajo estos cuatro elementos decisorios, en el justo centro de la diana interpretativa. Y dejo ya de enumerar haciendo una penúltima alusión: las palabras de Juan Lechner, el hispanista holandés, haciendo gala de su fino olfato y desde luego de su profundo conocimiento de la poesía española de nuestro tiempo: “Yo he avanzado ya tanto en el terreno de la poesía contemporánea –y perdóname la petulancia– que reconozco tu voz: si me hubieran leído fragmentos del libro sin saber yo de quién era, habría dicho: Carriedo”. 

 

En su carta de contestación, Mario Ángel Marrodán, algunos años más joven que yo y “universal” poeta de Portugalete, exclamaba, entre signos de admiración, que mi libro Política Agraria era nada menos que España en verso; yo también voy a usar esos signos: ¡no está nada mal esta apreciación! Marrodán es un poeta singular y tuvo muy fecunda fama en el mundillo; ahora cada vez menos. Es quizá el poeta español más prolífico del presente. Le encanta publicar y con sorna se dice que Marrodán publica un libro cada semana. Lo cierto es que siempre se las ha ingeniado para publicar en toda revista. No siendo, por supuesto, de nuestra cuerda estética, logró meter un poema en la minoritaria revista El pájaro de paja, que gestamos al comienzo de los años 50 Federico Muelas, Ángel Crespo y yo. Hasta al exigente Crespo se la coló, figurando en la rigurosa Deucalión, que comandaba Crespo desde su Ciudad Real natal al mismo tiempo que salía El pájaro. De Marrodán se cuenta que escribe tanto que cuando va conduciendo su coche, un “seílla”, al detenerse en los semáforos en rojo agarra una ficha de un taco que siempre lleva en la guantera, escribe algún verso y lo adhiere con alfileres en el forro de fieltro del techo de su pequeño auto antes de que el semáforo vuelva de nuevo al verde; luego, claro, junta las fichas y enseguida salta la chispa de un “hágase un enésimo libro” de este voraz poeta. Circula un refrán que da la vuelta al clásico “Donde las dan las toman” y que se transforma en “Donde las dan… Marrodán”. Y una letrilla muy graciosa: “¡Qué horror, dijo el cartero, / tres libros de Marrodán / y estamos a dos de enero!”. Max Aub llega a tildarlo como “el de los sesenta títulos en menos que te canta un gallo”*. Simpático personaje. A Marrodán le interesa mucho escribir, claro, pero también poseer los libros dedicados de todos los demás poetas. Me consta. El contenido íntegro de una carta que me remite desde Portugalete el 21 de junio de 1973 es sólo una oración, con su proposición principal y la subordinada entre el encabezamiento y la despedida: “Mi querido amigo Carriedo: Te suplico el envío de tu nuevo libro poético ‘Los lados del cubo’, de la col. ‘Poesía de España’, que me interesa mucho y espero recibir de ti. Con mi mejor saludo” (y su firma).

 

En estos vastos ambientes de oposición había poetas un tanto acérrimos que no entendían que se aspirase, sobre todo, a una absoluta y saludable y libertad poética, sino al simple yugo expresivo de ciertas consignas –léase Gabriel Celaya, quien, por encima de estas debilidades, es un poeta de altura en casi todos sus momentos–, otros éramos ejemplo vivo del defensor de la inexcusable calidad literaria a exigir en todo texto de pretensión artística. Estoy con Fernando Quiñones cuando en unas líneas de su estudio antológico Últimos rumbos de la poesía española, publicado en Argentina en 1966, advierte al lector que “el caso poético de Celaya debe ser abordado con especial prudencia, sin dar en la exaltación o en el rechazo, igualmente descabellados e indebidos, con que su obra se ha considerado a veces”, apostillando con claridad: “No puede dudarse que es indispensable medir a un poeta por la perdurabilidad de sus aciertos, no por la ocasionalidad ni aun por la abundancia de sus fallos”, ejemplificando con lucidez este gaditano guasón que “Edgar Poe, Juan Ramón Jiménez, Louis Aragon, son tres diáfanas recomendaciones para no proceder de otro modo”. Pero el caso más descarado de ese descuido llevado a cabo por buena parte de la llamada poesía social es Carlos Álvarez, un jerezano muy ensalzado en su momento por ciertos círculos mas autor de unos versos ostensiblemente pedestres. Varios de sus libros llevan títulos disparatados: Aullido de licántropo y Dios te salve, María… y algunas oraciones laicas son dos de ellos. Álvarez se creía que con largar encendidos panfletos de modulación testimonial y reivindicativa y ser cuanto más “rojo” mejor, la inclusión en la nómina de poetas sociales estaba más que de sobra justificada. Carlos Álvarez ha estado encarcelado varias veces, sometido a juicio por el siniestro Tribunal de Orden Público, el célebre T.O.P., por fin abolido por Decreto Ley el 4 de enero de 1977 y sustituido por la decente Audiencia Nacional. Cunden anécdotas sobre Carlos Álvarez, que quizá no pasen de ser sólo leyendas, y una de ellas relata que cuando salía de un juicio, condenado digamos a cuatro años de reclusión, y preguntaba cuántos le habían caído a algún otro camarada por el que se interesaba en ese momento y le respondían digamos que seis, él ponía una cara de circunstancias, adoptaba un semblante apenado, su faz transparentaba un fatigado pensamiento, pudiéndose deducir más o menos lo que anhelaba emitir su boca o emitía musitando: “¡Qué putada, coño, ‘me cachiendiez’, este es más rojo que yo!”. Quizá Fernando Quiñones piensa en Carlos Álvarez cuando en el apartado dedicado a la poesía social (como “difuso movimiento” la define), dentro su libro recién mencionado, escribe que “ser poeta social puede estar ya mucho más cerca de la brillantez o de la prosperidad que de la abnegación”, o también de que sea “un medio fácil de publicar y de producirse, o una hermosa manera de hacerse valorar y cundir lo que uno ha escrito, calidad al margen, por el número de detenciones sufridas o de manifiestos firmados”…

 

Además, fuera de la poesía, existían bastantes producciones artísticas, típicas de esta ola, que exhibían, pese a su éxito obtenido, un simbolismo de muy baja estofa, como por ejemplo la pieza teatral La camisa, de Lauro Olmo, a cuyo estreno asistí el 8 de marzo de 1962 en el madrileño teatro Goya llevada a escena por el grupo Dido, Pequeño Teatro, con dirección de Alberto González Vergel y escenografía de Manuel Mampaso. El reparto contaba con buenos actores, como Manuel Torremocha, María Paz Ballesteros, Joaquín Dicenta o la “rojísima” Tina Sáinz. Este estreno, concebido como una función de cámara, gozó de un lleno a rebosar, con gente de pie o sentada en escalones que había forzado la entrada desde la calle. Enseguida pasó al terreno comercial, representándose durante más de cien días por la tarde y por la noche. Pero a mí, el asistir a aquella fábula, aun en aquella enfervorizada circunstancia, me resultó un tanto peñazo. 

 

 

En definitiva, lo que queríamos conseguir los fundadores y simpatizantes de nuestra particular aventura (realista, sí, pero con reservas), era crear un poema-protesta, todos de acuerdo, fundamentado en nuestras intenciones contestatarias y sin embargo clara y totalmente autónomo en un puro espacio poético, avanzando corrientes que llegarían de inmediato y orillando a un segundo término la mera seca proclama de indignación frente al inicuo régimen político que nos había tocado, con tan mala suerte, vivir. Pretendíamos aunar ambas facetas, desacuerdo y coherencia literaria, con la mayor calidad literaria posible. Luego, esta orientación independiente, de inclinación vanguardista en la utilización de un léxico exótico, figuró, totalmente incrementada, en mi libro Los lados del cubo, publicado en 1973, donde yo organizaba las estrofas de algunos poemas a través de series numéricas que progresaban al modo de la lógica matemática; en esta ocasión me influí muchísimo por la poesía del brasileño João Cabral de Melo Neto, a quien he traducido generosamente. Incluso en poemas posteriores, marcados por el constructivismo, y el concretismo, subvertí no sólo los vocablos y construcciones típicamente poéticos, sino la configuración de los versos y los blancos en la página, como se puede comprobar en mis poemas “Tabla de valores” o “Castilla”, que abren la última sección de mi reciente antología Nuevo compuesto descompuesto viejo, publicada el año pasado en Hiperión y prologada por mi buen amiguete apodado cariñosamente El Moderno, alias afable que responde al verdadero nombre y apellidos de Antonio Martínez Sarrión.

 

 

 

 

Este texto corresponde al capítulo del libro La flor del humo (Autobiografía apócrifa de Gabino-Alejandro Carriedo), editado por Vitrubio.

 

 

 

 

Amador Palacios (Albacete, 1954) es poeta, ensayista y traductor. Como traductor ha puesto en español la poesía de Cesário Verde, Camilo Pesanha, Lêdo Ivo y Vinicius de Moraes, entre otros poetas portugueses y brasileños. Estudioso del movimiento vanguardista el Postismo, es biógrafo de Ángel Crespo y Gabino-Alejandro Carriedo. En la actualidad ultima una biografía del poeta Dionisio Cañas. Crítico y columnista del suplemento ‘Artes & Letras’ del diario ABC en su edición castellano-manchega, en la que Alfonso González-Calero publicó esta reseña de La flor del humo. Es miembro del consejo asesor de la Fundación Carlos Edmundo de Ory y académico de la Real Academia Conquense de Artes y Letras.

 


* En La gallina ciega, México, Joaquín Mortiz, 1971.

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