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Autorretrato de un escribidor


Al cumplirse hoy justo un año desde que mi
Gazeta de la melancolía
se empezara a publicar en
FronteraD (con un texto titulado Patria mía),
 he pensado que ya era hora de presentarme como es debido.

 

Que es escribidor, dice Víctor Colden. O escritor, no lo sabe muy bien.

¿Escritor? Colden tiene más de personaje de Azorín que de otra cosa. Así es como se siente, un “pequeño filósofo” o un “caballero inactual”. Sus ambiciones son mínimas, no aspira a un granché: en un cuartito pintado de blanco, y silencioso (ama Colden el silencio), una mesa de madera, un flexo y sus cuadernos, más un estante con libros.

En habitaciones parecidas a ese cuarto ideal, Víctor Colden ha escrito un libro pequeño. No por extensión, sino por convicción. (A veces teme que por incapacidad). Su Inventario del paraíso es, sí, una colección de menudencias: recuerdos de olores, sonidos, historias, momentos… de hace cuarenta años. ¿Valía la pena recopilarlos —se pregunta él mismo a veces—, ponerlos con tanto mimo por escrito? Siempre ahuyenta la cuestión a fuerza de más escritura.

Se dio cuenta hace ya tiempo Colden de andar por aquí sobre todo para producir prosa. Si buena, mala o peor esa prosa, eso ya es otra cosa. La cosa… es escribir (no tanto haber escrito). ¿Qué escribe Víctor Colden, cómo escribe? Tiende al género chico, no lo puede remediar: artículos, diarios, memorias; recuentos, listas o enumeraciones. No otra cosa era su relato Veinticinco de hace veinticinco, un combate a todos esos asaltos con el año 88. Y ahora se ha dado a la composición de unos textos de evocación y evagación: agrupados bajo el título de Gazeta de la melancolía, estarán condenados, sospecha el escribidor, a la misma invisibilidad que el Inventario.

En el museo de Málaga se exhibe el casco de bronce de un guerrero de hace más de dos milenios. La escritura de Colden es su casco corintio: herrumbroso, abollado, delicadamente roto en dos o tres pedazos. A la guerra de la vida va Víctor con ese casco lleno de costurones: son sus cuadernos, y la destilación de prosa que en ellos van dejando los días. Se aferrará a esa prosa. Para defenderse, pero también como arma ofensiva. Porque, lo quiera uno o no, siempre se escribe contra algo. ¿Contra qué escribe Colden? Contra la corriente del tiempo que pasa y contra el olvido. Contra el estruendo, el feísmo y la indiferencia. Contra todo lo que a veces parece conjurarse para evitar que escriba. (¡Ay, la manía persecutoria de los escribidores!). También contra su padre, y para él.

Tiene Víctor Colden un puñado de lectores. Cinco o seis amigos, más algunos conocidos y saludados. Piensa nuestro caballero inactual que tal vez haya por ahí otras personas, no muchas, a las que pudiera interesarles lo que escribe. ¿Acaso treinta o cuarenta? El problema es cómo encontrarlas.

No lo dice en voz muy alta —y siempre con el casco puesto—, pero afirma Colden ser escritor. Y quizá lo sea. De qué tipo, no se engaña, él lo sabe bien. Nostálgico, cínico, ególatra. Minúsculo, romántico, melancólico. Pedante, cansino, obsesivo. Secreto, solitario, sentimental. Descreído, desconcertado, desencantado. Emboscado o enriscado. Y probablemente malo.

Pero escritor. (¿O escribidor?).

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