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ArpaAvenue de Camoëns. El París de mi juventud

Avenue de Camoëns. El París de mi juventud

Cerca de Trocadéro, la Avenue de Camoëns, con sus escaleras de balaustres, parece un decorado de opereta que llevara décadas abandonado.

Cuando era niño, a veces mi padre me llevaba a visitar al príncipe Vinh Hong, que vivía en esta avenida, en un entresuelo tan oscuro como espacioso.

El príncipe, un amigo de infancia de mi padre, era corpulento y llevaba gafas ahumadas. Había ocupado cargos importantes en el Gobierno del emperador Bao Đai. Cuando este abandonó el país, el príncipe se instaló en París, donde llevaba, o así me lo parecía, una vida ociosa.

Mi padre lo ayudó a decorar su apartamento, repleto de una hermosa colección de objetos de Extremo Oriente.

Los dos hombres se arrellanaban en confortables sillones y comenzaban una interminable conversación en una lengua de sonoridades melodiosas que yo no comprendía.

De carácter más bien pasivo y taciturno, yo no me aburría y aprovechaba para admirar las colecciones del príncipe. Jades arcaicos, porcelanas Ming, retratos de dignatarios…, todo aquello me recordaba al museo Guimet, adonde arrastraba a veces a mi niñera, a la que solo le gustaba el museo Grévin.

Sentía una predilección especial por una imponente mesa de bronce. Mi padre me explicó que era un tambor de lluvia procedente de Laos. Imaginaba entonces, en aquel lejano país que yo no conocía, hileras de tambores de bronce sobre los que la lluvia componía una música exquisita.

Las escaleras de la Avenue de Camoëns

Pasaron los años. El príncipe decidió marcharse de la Avenue de Camoëns y quería venderlo todo. En aquella época yo me dedicaba a ratos al comercio de antigüedades. Me pidió algunos consejos, que le di con mucho gusto.

Me telefoneó unos meses más tarde para darme las gracias por mi modestísima ayuda. Quería hacerme un pequeño regalo.

Acudí a la Avenue de Camoëns, adonde no había regresado desde que era niño. Aquel inmenso apartamento estaba casi vacío. Nunca lo pintaron, y los cuadros vendidos habían dejado marcas. Solo quedaban las enormes arañas que mi padre había mandado hacer en Venecia.

Vinh Hong me recibió con el traje que llevó en el entierro del rey Jorge VI. Nos instalamos en el despacho, presidido por un busto suyo de yeso dorado. Los únicos adornos eran una foto dedicada del emperador y otra del príncipe en compañía del papa Juan XXIII. Este último retrato era el que quería regalarme. Escribió: “Para Pitou –así me llamaban mis padres–, afectuosamente. Vinh Hong”.

A veces miro esta extraña foto y pienso en el príncipe, con aquel aspecto de Buda, en su apartamento vacío; de fondo, la música de las gotas de agua cayendo sobre los tambores de lluvia.

Este fragmento corresponde al libro El París de mi juventud, de Pierre Le-Tan que, con prólogo de Patrick Modiano y traducción de Lola Bermúdez Medina, ha publicado Cabaret Voltaire.

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