No soy, gracias diosito, crítico literario, ni aspiro a serlo.
Cuando tengo ganas de escribir y estoy en condiciones —anímicas y hasta físicas— de hacerlo, lo único que intento es eso, precisamente, escribir, siempre con la única y la muy endeble certeza de que se trata de algo que uno hace desdoblándose, cuando menos en tres personalidades: primero, se levanta una especie de navegante extraviado a media mar sin los necesarios instrumentos y bártulos para cruzar ya sea un océano, ya sea la esquina recién encharcada por efecto del último aguacero de la temporada; segundo, aparece un tipo que soy y no soy yo, que insiste en alejarse de mí a toda costa (escribo, dice el poeta Orlando González Esteva, para burlar/ el asedio riguroso/ del extraño por quien poso/ y ahora ocupa mi lugar.); y último, hace acto de presencia un paracaidista de dudosos saberes para apurar el no muy prudente “salto al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo”, célebre sumersión atribuida a Monsieur Baudelaire.
Valga este decurso para comenzar lo imposible a la hora de escribir: ir al grano.
No sé en qué literatura(s) vivo —esto es pura retórica, claro que lo sé—, pero tampoco es lo mío seguir ni crítica ni acríticamente a las seis promesas de la narrativa que surgen cada semana, y cuyas novelas parecen, al menos para mi gusto, tratados sociológicos de la realidad mexicana: la hecatombe que nos espera —como si ésta no llevara al menos 20 años bien instalada en el país—, la nueva novela en la senda de Ibargüengoitia, pero sin el humor del guanajuatense, que retrata, todo es retrato estos días, ya superamos a Émile Zola en nuestro costumbrismo, la descomposición de un rincón de México en el que no se paran ni las moscas; o bien la gran creación, esto lo leí en un blurb el otro día, que afirma acerca de cierta novela que estamos ante una obra “de una violencia verdadera. Como el artista [sic] que es, encuentra heridas que no sabíamos que teníamos y luego arroja en ellas un puño de sal.”
Si quiero enterarme de mis heridas y padecimientos, procuro hacer cita con un facultativo, no con un artista. Diabético tipo 1 insulino-dependiente desde 2015 y depresivo crónico al igual que otros 264 millones de cabezas de ganado según reporte de la OMS, año 2020 —asunto con el cual un par de seres algo confundidos y con mucho garbo de artistas [sic] me han estigmatizado en días recientes—, de lo contrario a estas alturas ya estaría fuera de circulación.
Al punto, pues, que se hace tarde.
Por razones de salud, me mantengo alejado del circuito de las novedades de cada semana, pero la otra tarde me encontré con el libro —no voy a decir de crónicas, de textos autobiográficos ni nada semejante: simple y complejamente el libro— más reciente de Daniel Saldaña Paris, Aviones sobrevolando un monstruo. No me voy a referir a las novelas de Daniel, no es el propósito: valga decir que no se presentan como heridas sociales, ni frescos de la gran descomposición que aqueja al mundo —de nuevo, nada de eso, bendito sea dios.
Yo soy un viejo, pero comparto con Daniel Saldaña Paris (né 1984) lecturas como las del gran matusalén de la poesía estadounidense Robert Creely, que ya ni los gringos pelan. Pequeño apunte autobiográfico: tuve la oportunidad de convivir con Daniel cuando él ya escuchaba con claridad los últimos estertores de una revista de risa en la que llevaba apenas un par de años trabajando y en la cual, yo, ingenuo colaborador con más de diez años en el cartel, seguía sin saber siquiera dónde estaba parado:
Editar cada número era como bailar con hienas. Escritores afines al poder político repartiéndose un prestigio imaginario y macerándose en la mediocridad de una prosa que, como mucho, aspiraba a una pálida eficiencia. No eran los únicos, pero sí la mayoría.
En el mismo ¿ensayo?, Daniel suelta lo que ninguno de las y los trepas, lo mismo de su generación que de los rucos, se atrevería ya no a decir sino siquiera a pensar:
Esos escritores mayores [Daniel les llama, con tino, la generación senior] son, salvo excepciones, personas que no tienen otro mérito que haber envejecido. La literatura en México es una gerontocracia. Los viejos son celebrados por cumplir años.
Pero lo peor es cuando los jóvenes y no tan jóvenes se comportan como vejetes senior, jubilados juiciosos y resentidos montados en sus carts de golf a la Trump, a pesar de que las piernas, al contrario del seso, todavía les responden, y publican en las redes —ese teibol galáctico, free for all de autores con ínfulas de simpáticos clowns y cultivados influencers— un tuit, por ejemplo, que muestra en mosaico los demasiados e imprescindibles títulos que han publicado, o bien la imagen de la laptop con una humeante taza de café proclamando, sin saber una palabra de francés: lista, amiguis, la traducción al idioma galo. Ello para publicitar el nuevo adefesio, otra vez un retrato inédito de la violencia que asola al país. Qué más va a ser.
Por eso celebro los textos, llámenles como quieran, de Daniel Saldaña Paris en Aviones sobrevolando un monstruo. No pueden ser más ajenos a esas taras.
Porque Daniel es ajeno a la puta preocupación y ansiedades y patéticos palenques celebratorios del medio literario mexicano, porque no tiene empacho en hablar de sus propias adicciones, y porque se caga en la pestilente seniority mexicana de la literatura, dudo mucho que atiendan su libro lo mismo en la revista del liberal excelso, que en la de la esquina contraria y sus tristes satélites, nidos de gerontócratas víctimas de la histeria política, que no de la creación literaria.
Repase el lector los nueve textos que componen Aviones sobrevolando un monstruo, que no estoy yo aquí para agriarle la lectura a nadie. Todos y cada uno valen la pena. “La orgía nefasta” propone un estilo que es un sentido del humor, en estos tiempos de Ibargüengoitias instantáneos y auto-declarados, que me remite a un asunto más allá del humor mismo: el registro puntual, non fiction, de un autor que no pierde el tiempo atendiendo bagatelas, o bien haciendo de éstas pequeña literatura: más bien, se trata de la escritura amalgamándose en las experiencias, algunas límite, de quien las escribe. O viceversa. Habría que ver qué dicen los críticos.
Mención aparte merecen los dos textos que Daniel dedica a una ciudad que conozco demasiado bien. Me refiero a Montreal, provincia de Quebec, Canadá, en los cuales emprende un recorrido que va desde su infructuosa búsqueda del misterioso Réjean Ducharme, sus incursiones en los sótanos donde se reúnen los cabrones que viven al límite de las adicciones, hasta sus visitas a la imponente biblioteca principal de Montreal, con sus 9 o los pisos que sean y en donde los sans-abri de la glácida ciudad encuentran abrigo mientras afuera hiela a -35 grados centígrados y los clochards buscan conectar la chute.
A esta hora, francamente prefiero leer y releer —es un libro de apenas 154 paginitas— las legítimas, directas, no-bullshit stories de un tipo auténtico que tiene todo el derecho de decirme: oye tú, ya calla, vejete.