Debía correr el año 1986, con doce años casi recién cumplidos, cuando jugando en un patio a lo que parecía ser fútbol, me eché la nariz a la axila derecha sin más interés que, muy probablemente, vaciar alguno, si no los dos, orificios nasales que en ese instante debían estar repletos de mocos vírgenes. Hacía algo de fresco cuando que se nos cayera el larguero encima de la cabeza era harto imposible ya que la imaginación de todos dilucidaba cuál era el límite del gol en un patio donde ir a recoger la pelota a la era, cada vez que alguien se creía Chus Landáburu, por chutar con extrema potencia, era un auténtico poema. Siempre iba a buscar el balón el que tiraba con escasa destreza salvo que éste fuera el capo de la banda, o mejor dicho el mayor de todos.
Uno que veía el fútbol en la tele como si de somnífero para un loco se tratara se negaba a copiar hasta el límite a sus ídolos, a sonarse la nariz de manera animalesca, con dos dedos, y a lanzar cual aspersor sus mucosidades contra el suelo, que en el Emerson, y en esos libertinos años 80, fueron la primera secuencia pornográfica para las féminas y la comunidad gay recién salida del armario, que tenían a Roberto López Ufarte de sex-symbol y a Carmelo, del Cádiz, de coco diabólico.
Aquellas mucosidades previamente comentadas se quedaron esperando en la rampa de salida porque el descubrimiento fue mayúsculo: me olía el sobaco derecho. Y era la primera vez. De hecho el hedor aún no había desvirgado a su compadre, la axila izquierda, que por mucho que sudara, seguía apestando a niñez. Y como si hubiera estado a punto de romperme los ligamentos cruzados salí disparado a casa –fijaros qué incongruencia– dejando tirados a mis compañeros de fatigas, con la meta de investigar aquella novedad que no llegaba a comprender encerrado en un baño de casa que tomé como laboratorio íntimo. Lo primero que hice fue lavarme como los gatos –de niño, y sin la presión de tus padres, la ducha porque sí, y por segunda vez en el mismo día, es incomprensible– para descubrir que, del todo, aquella novedad no había desaparecido. Por lo que hurté el desodorante roll-on Brummel de mi padre el cual me arrastré por una axila derecha que desde aquel día dejó de ser pura. Como los cojos –que te huela una axila y no la otra te deja algo paralítico: lo juro– volví a la calle buscando a mis amigos para continuar el partido, apestando a desodorante de hombre maduro sólo en mi alerón derecho. Si en vez de un encuentro de infantes hubiera sido de señores hechos y derechos más de uno me habría tildado de maricón por haber dejado el partido para volver perfumado: el último grito que David Beckham puso en práctica en Inglaterra, en los noventa, cuando en las divisiones inferiores patrias se seguía bebiendo en la banda agarrado a un botijo.
Si hubiera tenido un mísero presentimiento de que algún día podría llegar a ser famoso habría enmarcado aquella camiseta sudada e histórica, que además era la sudadera del Estudiantes que compré meses antes por correo ordinario, equipo de baloncesto que en aquella década animaba a los soñadores, como yo, gracias al Oso Pinone y a un David Russell que era mucho más espectacular que efectivo. Aquella publicidad de altavoces Bose me hacía crecerme en las internadas por la banda de un patio repleto de tuberías, desagües y malas artes infantiles. Debieron tirarme de boca contra el suelo, al menos, doscientas veces, en aquella década que si en Madrid para otra generación fue La Movida para mí fue la de los descubrimientos básicos que en aquellos días creía únicos; insondables. Mi axila derecha había dado a luz y la izquierda seguía reticente, cuando con esta edad ya avanzada que ahora recorro habría sido de congreso médico mundial el que ambas no hubieran sido iguales. Luego llegó la primera paja, pero eso ya es harina de otro costal.
Los años pasan, los desodorantes mutan y las teorías crecen –a la par que el consumo de vino–, llevándome una de ellas a defender que la evolución física del hombre nos llevará, dentro de millones de años, a poseer dos nuevos agujeros de índole sexual: ambos alerones. Esta teoría, que ya he expuesto en numerosas ocasiones, a voz en grito o por escrito, se basa en una realidad: las axilas poseen una hermosa cavidad, están rodeadas de vello parecido al de las ingles, si nos las oxigenas huelen mal, y si en sesiones de sexo las acaricias suelen las otras personas reaccionar positivamente. A mí un día una mujer francesa accedió a acariciármelas y casi deliro. Devolví el aprendizaje, meses después, sobre una rusa que como se había afeitado ambos sobacos casi me afeita a mí el cutis porque aquello no era más que papel de lija. Lo dicho: cuando el cuerpo humano evolucione tendremos cuatro agujeros y ellas cinco. No sea que el final de la especie humana se produzca por el mal del colador, porque en tres trillones de años seamos como quesos de gruyere.
Esta texto sin dictado ni petición previa por parte de ningún editor nace en el mismo lugar donde se escribe: un bar-restaurante de Phnom Penh donde el dueño, además de darme la tabarra contándome su vida –espérate que le cuente yo mi teoría de las axilas–, me ha pasado la mano por el hombro en tres momentos de euforia gratuita y exagerada, dejándome, mientras comía una necia ensalada sin aceite de oliva, con un huevo duro y queso rallado que no era italiano, un tufo a sudor nada infantil: el francés debe tener cincuenta añazos y el calor y la humedad en Phnom Penh son altos, añadiendo que Clément, que así dice llamarse, bebe cerveza como la expulsa por todos los poros de su cuerpo, recalcando que en sus axilas o sale más cantidad de esa asquerosidad salina o es que se ha olvidado de arrimarse el Brummel.
Luego me puso, como obsequio, una copa de Coñac; porque los franceses son así de ultra nacionalistas.
Joaquín Campos, 21/11/14, Phnom Penh.