Menos mal que no veo la televisión ni escucho la radio. Leo los periódicos, eso sí, porque todavía no tienen la misma capacidad de sorprenderme. A mí no me gustan los sustos. Si alguien me da un susto para divertirse me pongo de mal humor. Creo que, en la televisión, sobre todo, no hay más que sustos. Supongo que habrán oído hablar de los indultos. Pues bien. El indulto en la televisión por lo visto es mucho peor que un susto porque se prestan a dártelos (a concedérselos) individuos que en realidad no se prestan, pero se prestan. Cada vez hay menos periodistas y más vendedores y publicistas. La tendencia no es contar las cosas como suceden sino sostener y vender o publicitar las ideas de quien detenta los distintos poderes. El cuarto poder se difumina a una velocidad pasmosa. Tampoco es tan nueva la propaganda. Sólo tendrá unos cientos o miles de años. Lo que ocurre es que vivimos un repunte de malignidad. Este gobierno, con su líder a la cabeza, parece la corte del rey malvado de alguna película de la Edad Media de Robert Taylor, con todos sus malos y todos sus tontos a partes iguales. Y sus castillos y sus antorchas. Seguro que habrán oído hablar últimamente de magnanimidad y concordia. Yo me acuerdo de la magnanimidad y de la concordia, todo muy de la Edad Media, de los tales Jordis, risueños y subidos al techo de un coche saqueado de la Guardia Civil con sus zapatos de punta enroscada, por hablar sólo de una imagen, que lo peor es lo que está dentro de esos caletres, lo que en realidad va a ser el objeto del indulto. Llegados a este punto, como en esas películas de Robert Taylor, lo que hace falta es un líder proscrito por el buenismo (el malismo) para que devuelva la justicia a la tierra amenazada por los traidores. Yo escuchaba a Ayuso/Taylor/Ivanhoe estos últimos días y parecía que el paladín había llegado. Me imaginé despidiéndome de mi mujer y de mis hijos con el hatillo a la espalda, marchando a esa guerra más que ideológica contra el poder felón de nuestro Juan sin Tierra y sus sicarios, mayormente televisivos y radiofónicos, pero también tuiteros y plumillas entregados a la corriente bien pagada del poder, para que la justicia y la libertad, las que provienen de las leyes escritas y del individuo, prevalezcan sobre la perversidad y la estupidez de quienes quieren y de a quienes no les importa destruirlas.
Madrid, 19 de junio de 1194.