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ArpaAzorín y la España vacía

Azorín y la España vacía

Azorín

El problema de la “España vacía” ya estaba hace cien años. Azorín lo señala en su libro Antonio Azorín. Que no es una novela, dicen los académicos con sus reglas, que no encaja en la clasificación. Pero qué delicia leerlo otra vez, fragmentario, libre y suelto. Sin someterlo todo a estructuras rígidas y mentales. Soltando con libertad sus impresiones y sus instantes, como les gusta criticar a los enemigos del impresionismo, soltando su espíritu que fluye.

Azorín sale de Alicante y camina por la provincia de Ciudad Real, está por Torrijos, por Villanueva de los Infantes. Lo ve todo desolado y con abandono. Habla de pereza en la gente del interior, de que prefieren gastar el dinero en placeres en lugar de renovar sus herramientas. De rutina y de abulia, contra el dinamismo de la gente de la costa.

Pero sobre todo habla de la ausencia. Los que dirigen las cosas están ausentes siempre.  Los funcionarios del gobierno están muy lejos, los propietarios de las grandes haciendas están lejos. Y lo miran todo desde lejos o no lo miran. Es el digitalismo de entonces. Todo el mundo está ausente, nadie quiere estar en los sitios en carne y hueso. Todo el mundo en cubículos mentales o en despachos en las ciudades.

Y ahora es el digitalismo, la ausencia generalizada. La gente no está en los pueblos porque quiere estar metida en cubículos con ordenador en las ciudades, porque prefiere la abstracción digital a la presencia en carne y hueso en la realidad. Prefiere los dígitos a los lugares. Se vuelve todo abstracto y lejano.

Y lo quieren resolver con más digitalización todavía. Es el papanatismo de la digitalización, la rutina de aceptar todos los tópicos sin discutir, sin cuestionar nada.

En realidad, toda la generación del 98, con su expresionismo espiritualista, se ocupó del problema. De una España muerta y decadente. Pero lo que faltaba era espíritu, no era lo que sobraba. Y personalidad propia. Y valoración de lo carnal y concreto.

Baroja habla de la rutina de siempre en los pueblos. Pero también habla de una modernidad rutinaria. En Zalacaín el aventurero dice que las fondas tradicionales están sucias y descuidadas, pero las modernas y asépticas parecen clínicas. Baroja se adelantó contra el diseño actual frío y aburrido y falto de personalidad.

Antonio Machado no se quejó de tener que vivir en los pueblos de España y no verlo todo desde Madrid. Y apreció los olmos y los ríos y las encinas y no solo las filosofías abstractas en los despachos. Y aprendió de todos esos lugares y sacó toda su poesía de ellos. Porque valoraba la vida como fluir en el sentido de Bergson, como creatividad en cada esquina, y no como fórmulas abstractas y mecánicas.

Valle-Inclán habló de una España bohemia y creativa e incontrolable (ahora se cumplen cien años de Luces de bohemia) contra la España oficial y acartonada. Y defendió el chafarrinón expresionista y el monigote grotesco contra la estética oficial. Y también dijo que “España es una deformación grotesca de la civilización europea”. Porque eso es lo que pasa cuando se copian mecánicamente modelos uniformes y abstractos. Cuando se copia otra cosa. Se genera una parodia y un esperpento. En el sentido de algo flojo y desmañado. Pero también el esperpento tiene su parte de vitalidad trágica y de originalidad.

Ganivet habló de abulia en los españoles, de falta de vida. Pero también se quedó a menudo en tópicos resecos. Para mí sus Cartas finlandesas, tan admiradas, son un montón de tópicos, del tradicionalismo más rancio, y se asusta de que en Finlandia las mujeres trabajen, y dice que con el frío se van las ideas. Como si el calor agobiante y la siesta favoreciesen las ideas.

Unamuno nos avisó contra el entregarlo todo a las máquinas. Defendió una España apasionada, es decir, vitalista, y concreta. Y que no reprodujese de manera rutinaria una Europa rutinaria y simplista. Defendió una España creativa y con personalidad. Y la recorrió con sus piernas concretas y aprendió lo que le decía cada rincón, desde las Hurdes en Extremadura hasta aldeas perdidas de Zamora.

Como escribió en Andanzas y visiones españolas y en Por tierras de Portugal y España. Porque un país se comprende pateándolo, no encerrándose en un cubículo con un ordenador. Como millones de personas que hacen exactamente lo mismo, cada una en su cubículo, sin mirar con sus propios ojos nada, solo abstraídos en sus dígitos.

Unamuno nos avisó contra la dependencia extrema de la tecnología y el papanatismo absoluto de la tecnología. Y ya hemos visto hace unos días a qué nos conduce eso. Nos volvemos todos paralíticos o muñecos sin cuerda. Lo entregamos todo a la tecnología y de repente la tecnología nos hunde.

Es un problema de mentalidad, de valoración. Si solo valoras lo masivo y lo estandarizado te quedarás en un cubículo en la ciudad haciendo lo mismo que todo el mundo. Si no valoras los abedules y las curvas de los ríos y el sonido del viento entre los bosques (como hacía Antonio Machado) te quedarás en tu cubículo en la ciudad como todo el mundo.

A la gente le gusta hacerlo todo en manada. Y ya sabemos lo terribles que pueden ser las manadas. En una violación, en el turismo, en las modas. Nadie quiere ver nada por sí mismo. Y lo simplifica todo y lo estandariza todo. Y entonces no ve el valor único que tiene cada rincón concreto de España.

Pero por otro lado a veces qué bien está algo de España vacía. Es como en Venecia, las masas se acumulan todas en la Plaza de San Marcos y sus aledaños. Todos a hacer la misma foto y a pagar el triple por cualquier cosa. Y entonces cómo agradece uno ir por los barrios solitarios, como Cannaregio o La Fiudecca , por las calles vacías donde se escucha el agua. Donde se siente fluir el tiempo y la vida.

La gente deja vacía una parte de España porque solo quiere ordenadores y dígitos en las ciudades. Porque solo quiere digitalismo. Y entonces como se agradece el viento en los abedules de un pueblo de Castilla, sin ruidos y sin consignas. Cada abedul único diciendo algo único y no frases machadas repetidas millones de veces.

La España vacía en algunos casos está encantadoramente vacía. El vacío es la plenitud, como dice un filósofo francés François Cheng. Que alegría escapar de tanto ruido y tanta multitud. Qué alegría comer todavía un plato sustancioso sin pedanterías y no una uva galáctica en el fondo de un plato. Qué alegría sentir todavía olores y reminiscencias y no solo el olor del amianto (o lo que sea) del ordenador.

Es el digitalismo, la ausencia, lo no presencial, lo que vacía España. Pero a veces está bien vacía, uno se cansa de tanto ruido y tanta masa. Y de tanta despersonalización y uniformidad obligadas. Y de tanta aldea global, que es la forma más pobre de aldeanismo.

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