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Bailando con Alain Moïse Arbib, que llegó a la fotografía por casualidad

 

Alain para algunos, otros lo llamamos Moïse. Fotógrafo. Protagonista de la vida. Acudo a su casa paseando. Comienzo a caminar allí donde la calle Oberkamf se transforma en Menilmontant, que cierra el barrio de Belleville por el sur. El repecho me conduce inevitablemente por la banda sonora que escribió Trenet poco antes de la ocupación París. Sin embargo, al subir la suave pendiente no dejo de tararear otra de sus canciones, no menos famosa, objeto de tantas y tantas versiones, una de las más recientes por el viejo lobo de mar Gino Paoli: “Que reste-t-il de nos amours… Bonheur fané, cheveux au vent, baisers volés, rêves mouvants, que reste-t-il de tout cela, dites-le-moi”. El barrio nada tiene que ver con las imágenes en blanco y negro de calles empedradas y esos callejones retorcidos que aparecen en la película homónima de Dimitri Kirsanoff. Conserva sin embargo el espíritu popular que siempre cultivaron los pobres de Belleville y ahora los pobres de medio mundo, como en todos los barrios populares de las grandes ciudades, donde se mezclan melodías, olores y colores.

 

Eso es lo que me gusta de mi barrio, me dice Moïse, y lo que me incordia de la municipalidad en su empeño por limpiar y conducir la ciudad hacia una tarjeta postal aséptica, como ha ocurrido con otros distritos. Convivimos sin problemas, me dice, chinos, negros, árabes, judíos y aborígenes.

 

Desde lo alto de Belleville se domina la ciudad. París es un archipiélago de jorobas. Dejo Menilmontant y serpenteo hacia la calle Belleville. Compongo el código de la puerta que Moïse me ha dado previamente, una idiosincrasia francesa incomprensible por incordio y perfectamente inútil en términos de seguridad. Una escalera estrecha, de madera y empinada me conduce a casa de Moïse, donde han tenido lugar buena parte de sus fotografías en los últimos diez años, un lugar tranquilo, luminoso y razonablemente espacioso. El sentido de la hospitalidad de Moïse es exquisito. Prepara té sin prisas. Nos sentamos sin palabras. Esperamos, una vez más, a que el silencio nos de permiso.

 

Recuerdo ahora uno de sus trabajos en vídeo que más me conmueven: Pequeño fragmento de tarde de otoño (2006), donde filma su encuentro con Jimmy Fox, el que fuera editor gráfico de la agencia Magnum. Lo sienta en un butacón de cuero desgastado que sigue ahí. Jimmy Fox habla, pregunta, se inquieta. Cómo estás grabando, quiere saber. Con la cámara del ordenador, explica. Moïse responde de forma escueta pero con amabilidad, concentrado en emplazar la cámara de placas. Calcula a ojo la luminosidad. Coloca un espejo a modo de paraguas para compensar luces. Jimmy Fox pregunta dónde tiene que mirar. Parece incómodo. Todo está listo. Moïse da la espalda al modelo, se arrodilla, y de repente nos mira fijamente a los ojos, a nosotros, a los espectadores, y luego inclina la cabeza en señal de recogimiento al tiempo que abre el obturador. Parece estar rezando por unos segundos. Se hace muy largo el tiempo cuando se ha de posar ante una cámara rudimentaria como esa. Nuestro tiempo se estira y el tiempo nos traspasa. Y al final dos retratos de Jimmy Fox densos. De una materia visual espesa.

 

Vamos a empezar por el principio, le propongo. Reímos juntos. ¿El principio? Alain Moïse Arbib nace en Túnez en 1970. El antisemitismo se hace sentir de forma creciente. El niño se pelea. Sus padres decidan enviar a Moïse con catorce años a casa de sus tíos en Roma, a la espera de que toda la familia pueda trasladarse a Francia. En Roma el adolescente Alain comienza a buscar a Moïse. En 1986 toda la familia se establece en Niza. Su padre, orfebre y creador de joyas en Túnez, no supera la pérdida del negocio y muere al poco tiempo. Me sentía muy unido a mi padre, confiesa. Para un artista, un creador, fue insoportable resignarse y someterse a un trabajo pecuniario que lo humillaba y reducía a un simple operario en una cadena. Al principio intentó compatibilizar ambos países, seis meses aquí, seis meses en Túnez, pero no pudo ser. Durante los años de Niza sobrevive vendiendo helados en Juan les Pins y entra en contacto por primera vez con el mundo del teatro.

 

Tras la venta de helados y hamburguesas en la Costa Azul, la vida lo lleva hasta orillas del Garona. ¿La vida?, pregunto. Me enamoré perdidamente, aclara. Siempre te enamoras perdidamente, le digo para chinchar. Y volvemos a reír. Hablando de hamburguesas y helados se me ha despertado el apetito. ¿Preparo algo de comer? Y Moïse sigue hablando mientras cocina un cuscús con verduras, dátiles y ciruelas pasas.

 

En Toulouse tienen lugar cuatro acontecimientos importantes en mi vida, explica: comienzo a psicoanalizarme, viajo a Auschwitz, me someto al tratamiento del oído eléctrico de Tomatis… Pongo una cara que no necesita pedir explicaciones, me las da de inmediato. Consiste en la reproducción y escucha de los sonidos percibidos por el feto con el objeto de llevar a cabo una regresión pre-natal, y también descubro la fotografía, concluye. ¿Cómo llegas a la fotografía? Por casualidad, vi el carnet de viaje de un amigo de mi entonces pareja que contenía fotografías y pensé, eso quiero hacer yo. Acudí un día a su estudio, me dio cuatro nociones, y empecé a practicar por mi cuenta con una cámara prestada.

 

De vuelta de Auschwitz, un viaje lleno de peripecias, decide dejar siempre abierta la puerta de su casa, y ahí nace su primera serie, Los retratos del 34, haciendo alusión al número 34 de la calle Colombette donde vive en Toulouse, y en la que fotografía a todos los amigos que pasan por su casa. Son retratos cargados de intensidad debido a las largas exposiciones a las que se prestan los modelos, fotografiados con una cámara de gran formato y negativo en papel. Tras los retratos vendrán sus Metacabezas en 1999 y Nacimientos poco después. Como su propio nombre indica, en sus metacabezas se propone ir un paso más allá del retrato y Alain Moïse Arbib pide a sus pomelos concentrarse en el pensamiento más dichoso que puedan recordar para, a continuación, pensar y transmitir el sentimiento más negativo que hayan podido experimentar jamás. La superposición de ambos, como en aquellos retratos de Arthur Batut que pretendían encontrar la esencia genealógica de una familia, Alain Moïse Arbib reúne Caín y Abel en un mismo rostro, lo mejor y lo peor de cada individuo en un mismo retrato.

 

En Nacimientos (2001-2002) el fotógrafo propone a sus modelos posar durante un largo tiempo con los ojos cerrados hasta que deciden abrirlos a la vida de forma simbólica. También los hay que deciden no abrirlos nunca. Algunas de las fotografías que componen esta serie formarán parte del libro Têtes-de-lune (2002), junto con poemas de Dominique Ponce, en una bellísima publicación de Le Grand Os de Toulouse, a manos de su editor Aurelio Diaz-Ronda. En 2003 y 2004, su serie Emergencias profundiza en esta idea de nacimiento pidiendo a sus modelos sumergir la cabeza en el agua hasta el límite del ahogamiento, momento en el que el individuo irrumpe a la vida y a la luz del retrato.

 

En 2008 aparece Testamento, un libro de la colección Cuarto Oscuro publicado por Prensas Universitarias de Zaragoza, obra sintética que, tomando como referencia todos sus trabajos anteriores, articula un argumento formal coherente y unitario que se propone narrar una historia. El autor inventa un personaje que va dando cuenta de su relación con el mundo en un tono entre ingenuo e inquietante. La narración se sirve de ambos lenguajes, el fotográfico y el verbal, para abrirnos las puertas de ese personaje sutil y desgarrador que mira y se deja mirar por el mundo.

 

Su trabajo más estrictamente fotográfico verá un paréntesis dando protagonismo al vídeo como soporte produciendo diferentes documentales para el mundo del teatro. Esos años trabaja en una prisión impartiendo talleres de fotografía a presos y a aspirantes a vigilantes. ¿Todos juntos?, pregunto sorprendido. Primero los unos y después los otros, aclara con retranca. ¿Te apetece dar una vuelta?, propone.

 

Salimos a dar un paseo por la butte Chaumont, ese parque construido sobre viejas canteras que sirvieron para construir el París del XIX. Lo inauguró en 1860 el fetichista Napoleón III, y me pregunto si la condesa de Castiglione, que le tenía muy bien pillado el punto, asistió dejándose ver sin ser vista, como era su especialidad. Un grupo de chinos practican tai-chi, nos adelantan algunos corredores, Moïse se pone a sudar con sólo mirarlos. Durante esos años rueda y concluye una de sus obras más potentes: Autorretrato de mi madre. A partir de 1996 y cada siete años, Alain Moïse Arbib viaja a Niza y pasa unos días con su madre filmándola e interrogándola sobre sus recuerdos familiares y su relación con sus hijos en un ejercicio de introspección feroz, divertida, en ocasiones cruel en las relaciones materno filiales. Concluido en 2009 se proyecta con éxito en el festival de cine documental Punto de vista que tiene lugar en Pamplona y dos años más tarde en el festival Xcèntric de Barcelona.

 

Aquel año hacía un frío terrible, había caído una nevada espectacular, y acudí a Pamplona para reunirme con Moïse, que apareció en el hall del hotel en playeras blancas y una cazadora ligerita, como para ir a dar un paseo por la playa. Al parecer nadie le había informado que en España también hace frío de narices. Caminó sobre la nieve en playeras con mucha dignidad.

 

Entramos en un café muy divertido en el boulevard de la Villette, esos lugares que tienen las grandes ciudades donde el tiempo se resiste a pasar. En los barrios de París todavía se encuentran muchos de esos cafés, refugio de nostálgicos y recalcitrantes de todo pelaje. ¿Qué estás haciendo ahora? En el último año he comenzado una nueva serie fotográfica titulada Extimidad, el reverso de intimidad, que consiste en la proyección de estudios de anatomía sobre cuerpos y rostros de personajes, buscando desde el interior de texturas y formas corporales. Y ahora mismo estoy trabajando en un nuevo documental sobre mi madre titulado Siete días con ella. La cosa promete, le digo con complicidad, porque la relación de Moïse con su madre es compleja, por llamarla de alguna manera.

 

A los cuatro grandes acontecimientos que supusieron un punto de inflexión en la trayectoria vital y artística de Moïse, hay que añadir un quinto acontecido en los últimos años: el tango. Alain Moïse Arbib se ha convertido en un feroz y devoto bailarín. Siento mi cuerpo como si fuera la tierra, me explica, con sus árboles y sus raíces, con sus ríos, sus montañas, su mar. Bailo tango como una madre, acogiendo en mis brazos a mi pareja, sea hombre o mujer. Y apostillo yo, a modo de recordatorio, que el tango lo inventaron y se bailaba entre hombres en los arrabales del río de la plata. Con sus 105 kilos de gracia rioplatense conoce y frecuenta todas las milongas de París. Aquí arranca el último work in progress de Moïse, un trabajo sobre el sentido del baile y cómo la experiencia del tango transforma la vida de los que lo bailan. Dale no más.

 

 

 

 

Antonio Ansón (Villanueva de Huerva, Zaragoza, 1960) es autor de las obras de narrativa Llamando a las puertas del cielo (Artemisa 2007, premio Cálamo 2008), El limpiabotas de Daguerre (Puertas de Castilla, 2007) o El arte de la fuga (Eclipsados 2009). Entre sus libros de poemas señalar Pantys mortels (Le Grand Os, 2007, con dibujos de Pepe Cerdá), y entre sus ensayos El ruido y la lira (Eclipsados, 2012) y Novelas como álbumes (Mestizo, 2000, seleccionado entre los finalistas del XXVII premio Anagrama de ensayo). En FronteraD ha publicado Todo en ordenBernard Plossu, el último beatnick.

 

 

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