Dicen que Dios hizo el mundo en seis días y al séptimo descansó, pero yo, viendo aquello empeorar, tras seis días de penumbra mental con una gama de granos inauditos a mi vista que era sólo pasarles la yema del índice por encima y casi que me pongo a llorar, decidí volver a la semana exacta a la clínica SOS donde el mismo doctor, asustado, casi me obliga a hacerme un análisis de sangre.
—¡Podría ser sida!
—No me interesa saberlo.
—Es usted un irresponsable.
—No lo sabe usted bien.
—Debería analizarse la sangre, por su bien y por el del resto de personas.
—Aún no estoy preparado. Y por favor, que esto no es la Seguridad Social; ¿sabe usted qué es lo que tengo y cómo podría solucionarlo? Que me gasté doscientos dólares la semana pasada y esto ha ido a peor.
—Si pudiera analizarle la sangre mi dictamen sería más certero.
—Mire, imagínese que no puede y que su futuro laboral dependiera de arreglarme este problema. Sortee esa prueba. Salga adelante. Crezca, profesionalmente hablando. Además, no me gustan las agujas.
—De acuerdo. Vuelva a orinar en este bote. Y luego desnúdese de cintura para abajo. Le tendré que introducir un bastoncillo. Espero que no le moleste.
—Y hasta un bastón. Hágame lo que quiera. De todo menos sacarme sangre.
El bote quedó colmado a los cinco segundos de la meada. Por lo que en un movimiento de bombero experto en los peores incendios tracé un giro de muñeca espléndido que hizo que el resto de la orina cayera de manera elegante sobre el váter de aquella clínica de mis pesadillas, en donde a las salida del baño, se amontonaban grupúsculos de expatriados, que o con enfermedades sexuales o resfriados comunes, esperaban su turno para sangrar a su seguro médico, en venganza por las domiciliaciones cobradas. Yo, que no comulgo con la normalidad, llevo años ahorrándome el seguro médico, tan necesario en un tercer mundo donde cada consulta te sale por un ojo de la cara.
Esta vez me permitieron esperar en el mismo despacho del doctor, que mientras hacía pasatiempo aguardando los resultados jugaba al Tetris con su móvil, imagen que no terminó de tranquilizarme del todo. Por cierto, lo del bastoncillo horadando mi glande, una delicia: ni dolor ni miedo. Sólo la clásica pregunta que un tipo como yo podría realizar viendo como los diez centímetros de aquel utensilio se perdían en el interior de mi pene.
—Doctor, tenga cuidado, no fuera a ser que tocara el lugar equivocado y me quedara impotente.
—No caerá esa breva.
Y como en las elecciones generales, la tensa espera. Que si treinta escaños, que si cuatro diputados, que si una gonorrea. El doctor, patidifuso, se me acercó por la espalda, que aparte de mi posición su estrategia fue de los más traicionera, para agarrándome por el hombro izquierdo, cercano a hacerme caer de la silla, preguntarme de manera insolente sobre mi vida privada.
—¿Ha hecho usted el acto en esta semana que le dije era de reposo?
—Sí.
—¿Y por qué?
—Porque estoy en edad de merecer.
—Oiga, si una cándida y su tratamiento no es suficiente para detenerle en sus ansias sexuales le aconsejo que la próxima vez se ahorre mi consulta y se vaya a una farmacia a untarse con la primera crema que le aconsejen.
—No me trate usted así, doctor. Que sufro.
—Lo haría con condón, imagino.
—Casi todo el tiempo. Pero es que no me gusta.
—Niños vestidos de adultos: el mayor peligro de esta sociedad.
—Mire, recéteme bromuro y aquí paz y después gloria.
—Si fuera mi hijo lo ataba a la pata de esta mesa.
—No sea usted cruel, doctor.
Aunque la mayor crueldad la originó la de recepción, que sin ninguna titulación médica me hizo cascarle otros doscientos dólares que dejaron mi moral más minada que mi glande, ya de por sí destruido ante tanto fármaco incapaz de contener aquella alegoría de un adolescente embutido en montañas de acné.
Al llegar a casa, un lugar que casi siempre es citado en la historia de la vida más cuando regresas que cuando sales, un mensaje de texto en mi móvil volvía a dictar sentencia: “Hola, soy Judith. Ya ha pasado una semana”. A mí los mensajes directos me apasionan, aunque no tanto como la certeza del peligro radiante, y por qué no decirlo, radiactivo, que posee una mujer que supuestamente llevaba una semana esperándome, con los motores a punto de entrar en ebullición. Por lo que me convencí de que la paz alrededor de mí iría bien a mi cabeza deprimida y a mi entrepierna derruida. Me acosté y soñé despierto. O sea, recordé que lo de los granos rojos, que fluyeron en medio del tratamiento inicial, no fueron nacidos bajo la excusa de la mala suerte sino de las malas decisiones, cuando dos días antes, y tras olisquear la botella de Yamazaki 18 años –que es olisquearla y beberla, y de allí al fin de la noche– transité por lugares prohibidos para un convaleciente de enfermedad sexual. Por lo que a las cinco de la mañana, con mi cabeza entumecida por el alcohol, acepté a aquella austriaca que si tuvo la mala suerte de contagiarse estará ahora mismo mentando a todos mis muertos, del primero al último.
A la mañana siguiente noté cierta evolución. Por lo que salí a la calle algo más tranquilo e intentando memorizar todo el rato la palabra látex, una de las mayores desilusiones que ha generado la industria farmacéutica.
Joaquín Campos, 15/10/10, Phnom Penh.