Estoy terminando de transcribir unas 40 horas de entrevistas con la protagonista de un perfil que espero haber finalizado antes de marzo. La historia transcurre en mi país, El Salvador, y contará sobre la madre de un marero, un integrante de la pandilla Mara Salvatrucha-13 condenado por varios homicidios, un asesino. Comencé a reunirme con ella en abril de 2012, y lo he estado haciendo en distintos lugares y ambientes hasta hace apenas unos días, con la idea de lograr la intimidad y la confianza que me permitan retratar cómo una madre vive el hecho de que el fruto de su vientre sea engullido por el fenómeno de las maras.
Los días previos al parto de una crónica de largo aliento son siempre de vértigo y ansias desmedidas, y en esta ocasión además se suma una inquietud: ¿merece la pena invertir diez meses para contar la historia de un personaje así, miserablemente anónimo, del que ni siquiera podré decir su nombre ni dar datos que faciliten su identificación porque sería condenarla a muerte? ¿En verdad merece la pena esa inversión?
Quiero creer que sí.
Lo escribió Martín Caparrós hace un puñado de años: “El periodismo de actualidad mira al poder. El que no es rico o famoso o rico y famoso o tetona o futbolista tiene, para salir en los papeles, la única opción de la catástrofe: distintas formas de la muerte. Sin desastre, la mayoría de la población no puede –no debe– ser noticia. (…) La crónica se rebela contra eso cuando intenta mostrar, en sus historias, las vidas de todos, la de cualquiera”.
Tetonas y futbolistas –y políticos– son también materia prima para la crónica, pero de alguna manera los cronistas (sobre todo en América Latina, España en este tema viaja en vagón de cola) nos hemos esforzado en dar la razón a Caparrós. La pobreza, la excentricidad, la violencia y la marginalidad han sido durante la última década los puntos cardinales del género. Hay voces y plumas respetadas que van por libre, pero en términos generales el periodista-cronista latinoamericano sigue prefiriendo a sicarios, migrantes, antihéroes, desahuciados, pandilleros, viejas glorias del deporte hundidas en el anonimato, niños desnutridos, supervivientes… Eso sí: es algo más complejo que solo elegir. El resultado variará en función de cómo es nuestro acercamiento.
Una clave para el éxito la propuso el siempre polémico maestro Ryszard Kapuściński: “Es un error escribir sobre alguien con quien no se ha compartido al menos un tramo de su vida”. Y es que no son pocos los periodistas que incursionan en lo que con cariño yo he convenido en llamar el bajomundo, pero la mayoría de las veces son visitas cuasi turísticas, incursiones para edulcorar nomás la información generada en los despachos –de un ministro o de una oenegé– y tranquilizar tantito la conciencia.
Soy de los que cree que no hay temáticas buenas ni malas per se, que escribir sobre las condiciones de vida de los sepultureros es tan digno como hacerlo sobre un caso de corrupción que involucre a la realeza. Lo realmente importante, sobre todo en esta época de turbulencias para el gremio, siempre será aferrarse a las esencias, que en el caso que nos ocupa –la crónica– son el reporteo exhaustivo hasta la exasperación, apoyado en buenas técnicas para exprimir escenas y personajes, y rebuscarse luego por hallar la manera más brillante para ordenar, dar coherencia y narrar lo reporteado.
Para eso se necesita tiempo y un medio que te comprenda, pero más importante aún es el deseo de no dejarse atrapar por las devastadoras dinámicas del sistema.
Yo me sé un afortunado. En los últimos dos años he tenido la suerte de trabajar para Sala Negra, un proyecto periodístico de un modesto periódico digital salvadoreño llamado El Faro. Con la crónica como herramienta de trabajo, hemos tratado de abordar el fenómeno de la violencia en la región más violenta del mundo, Centroamérica, quizá también la más desigual. Esto es lo que me llevó a interesarme por la abnegada madre de un pandillero encarcelado, y antes por un muchacho torturado por dos agentes de la Policía, y más antes por una joven violada por una veintena de mareros.
Creo que lo que me mueve es que nos conozcamos un poco mejor.
La salvadoreña es una sociedad fracturada y desigual: hay una amplia mayoría de desarraigados que se limitan a subsistir; hay una franja en torno al 20-30% de la población que podríamos llamar la clase media (con acceso a internet, a la sanidad y a la educación privadas, con vacaciones); y hay una elite con un poder adquisitivo superior al que pueda tener un alemán promedio, coronada por una casta de oligarcas. Esos tres grupos apenas se conocen.
La información honesta parece un buen antídoto contra el clasismo que todos respiramos, y para ello se me antoja imprescindible que los descensos al bajomundo los periodistas los hagamos despojados de prejuicios e impregnados de humildad, con un interés genuino. Escuchar a nuestras fuentes, a la víctima y al victimario; no usarlas, no juzgarlas.
Me gustó la entrevista que hace unos días el diario argentino La Nación hizo a Jon Lee Anderson. El maestro, curtido en escenarios de crudeza indescriptible, se esforzaba por hacernos entender la dificultad que supone retratar en su complejidad a las víctimas, por las reacciones de misericordia que despiertan en el periodista, acentuadas –agrego yo– cuando el cronista desciende al bajomundo como turista.
“Hay que conocer la calle –dice Jon Lee–, porque hay muchos chicos que salen de familias bien, estudian Ciencias de la Comunicación y terminan en el periodismo, pero no han tenido mucha calle y jamás tuvieron la posibilidad de traspasar los límites impuestos por su clase social. Lograr eso es algo fundamental. No espero que un crítico de cine tenga calle, aunque no le vendría nada mal, pero en el caso del periodista es muy importante, porque solo así aprende a sentirse en el pellejo de los otros”.
Puede decirse más alto, pero dudo que más claro. Me late además que ese interés genuino por el desarraigado, por sus historias, se sale de los límites del periodismo y termina convirtiéndose en filosofía de vida. Me convencen las palabras de Kapuściński, aquellas que dicen que para ser buen periodista, primero hay que ser buena persona.