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¡Bájense del escenario!

 

Ahora que, rememorando la voz del inolvidable Constantino Romero en la célebre cita olímpica de Barcelona 92, nos han dicho aquello de: “¡Bájense del escenario!”, es momento de hablar de los tiempos brillantes en los que Madrid resplandeció por encima de todas las ciudades del mundo gracias a la llegada providencial de un artista irrepetible. La feliz aparición nos dejó también una lección moral e incluso un oportuno manual de gestión de la res publica, hoy tan necesario, que desenterramos de las páginas de un manuscrito de nuestro acervo bibliográfico (no logro desprenderme de esta expresión, que aparece, inevitable, en todos mis posts).

 

Carlo Broschi, originario del sur de Italia y conocido como Farinelli y en ocasiones Farinelo, el más sublime de los castrati, llegó a España en 1737 llamado por la desesperada reina Isabel de Farnesio. La voz de Farinelli, capaz de alcanzar con soltura dos octavas y media –según afirmó Barbieri–, gozaba de enorme fama en los escenarios de toda Europa, que había recorrido en una sucesión de éxitos. El rey Felipe V estaba sumido en una depresión y angustia que traía de cabeza a sus allegados: encerrado en palacio, vagaba en paños menores por las noches dando aullidos, autolesionándose y queriendo montar los caballos de los tapices.

 

Farinelli se apostó en una habitación contigua y entonó un aria maravillosa, y luego otra y otra, hasta que el rey salió de su cámara y de su postración y ofreció lo que quisiese a aquel joven imberbe y atildado, dotado de una técnica respiratoria excepcional y de una dulce voz de soprano. Instruido por la reina, el divo le pidió que se aseara, tomara alimento y se ocupara de la multitud de asuntos pendientes del gobierno. El rey recobró la compostura y su lugar en el trono y Farinelli no volvió a pisar un escenario reservando sus interpretaciones para los oídos de los monarcas, que le colmaron de honores y lisonjas. Al parecer Felipe V le pedía cada noche, invariable, las mismas piezas.

 

Aunque algunos biógrafos se empeñan en hurgar en su homosexualidad, lo más probable es que Farinelli, castrado de niño (una práctica ilegal pero común en Italia), fuera un ser asexuado, lo cual, si bien se mira, da ocasión para cultivar placeres y emprender proyectos que el común de los mortales desperdicia persiguiendo sus instintos. Jamás participó de intrigas palaciegas y disfrutó a sus anchas de la munificencia real. Tuvo fama de incorruptible e incluso propició –y financió– el regreso a España de un valioso breviario iluminado que Felipe IV había regalado al cardenal Triulzi y hoy se guarda en la biblioteca del Palacio Real (RB II/Tesoro; hay reproducción digital).

 

Con la llegada al trono de Fernando VI en 1746, la estrella de Farinelli, lejos de extinguirse, resplandeció aún más y fue nombrado director de las óperas y espectáculos reales. El nuevo monarca hacía sus pinitos en la interpretación e incluso en la composición, y la reina, Bárbara de Braganza, se trajo de Portugal a virtuosos de la talla de Domenico Scarlatti. El incendio del Alcázar en 1734 había trasladado la residencia de los reyes al Palacio del Buen Retiro, que se dotó de un teatro con un escenario que permitía audaces trucos y fastuosas escenografías. Farinelli se aplicó a la tarea y contrató a virtuosos, músicos, tramoyistas, sastres, libretistas y pintores. En una ocasión se iluminó la sala con doscientas arañas, en otra corrieron ocho fuentes durante la representación y para otra se construyó un templo todo de cristal. “Sin exageración alguna se puede muy bien asegurar que en Europa no hay teatro que iguale al de la Corte de España por su riqueza y abundancia del escenario y vestuario”, escribe Farinelli.

 

En Aranjuez puso en marcha la célebre Escuadra del Tajo, compuesta de quince naves barrocamente ornamentadas para solaz de la comitiva regia, que escuchaba al atardecer la voz angelical capaz de curar la melancolía. Cuando entendió que su tiempo se acababa, quiso rendir cuentas y redactó una Descripción del estado actual del Real Teatro del Buen Retiro seguida de una relación de las diversiones llevadas a cabo en Aranjuez, que elevó a los monarcas en 1758, según muestra la primera de las preciosas láminas a la aguada que ilustran el ejemplar (también se reproduce la escuadra de Aranjuez al completo).

 

Se trata de un bello manuscrito de gran folio en papel de hilo, encuadernado por Antonio de Sancha en piel de becerro teñido de rojo, que conserva la biblioteca del Palacio Real (RB II/1412; el Consorcio ‘Madrid, Capital Europea de la Cultura, 1992’ publicó una cuidada edición facsimilar de 1.000 ejemplares). Además de la más precisa descripción del mundo de la escena y de las fiestas reales del siglo XVIII, con profusas relaciones de obras, intérpretes y sueldos, Farinelli nos legó una reflexión que hoy se revela imprescindible y urgente (actualizo la grafía y conservo las mayúsculas y minúsculas en esta cita necesariamente larga, pero jugosa):

 

«Aunque desde el ingreso del Rey nuestro señor a la Corona de esta Monarquía, se dignó S.M. horrándome poner a mi cuidado la Dirección de las funciones de óperas y serenatas que se han ejecutado en el Real coliseo del Buen Retiro, y en el Real Sitio de Aranjuez; y procurando yo el desempeño de esta confianza, celando con el mayor esmero que en los gastos, que era forzoso hacer, se procediese con aquella pureza y atención que pide su delicado manejo evitando lo superfluo, y ejecutando únicamente lo preciso e indispensable, poniendo la distribución de los caudales en personas fidedignas y limpias, que con honor mirasen esta entidad; siempre tuve en mi idea la de poner por escrito las medidas y reglas de que me he servido, según mi inteligencia para el más propio gobierno de este prolijo encargo, y hasta tanto se me ha cumplido este deseo, no he podido serenar el espíritu, porque creía mi desvelo no haber completamente desempeñado las obligaciones en que me han constituido las particulares distinciones y confianza con que me ha singularizado S.M. en todo, y con mayor autoridad y facultades en este escabroso encargo, no porque lo conciba así en cuanto a la dirección del Teatro; pero lo he juzgado siempre grande por la absoluta distribución de caudales en que he entendido: pues aunque en el manejo de ellos no he tenido otra parte que la de regular (como no se ignora) y prescribir las cantidades que habían de satisfacer por la persona que corría con la Tesorería, tengo la gloria y la satisfacción de que he procedido en todo sin abuso y con aquellas regularidad y pulso que pedía la ocasión y la precisión atendiendo al indispensable gasto, con reflexión a que el único que la hacía era el Real Erario de S.M. cuyo decoro ha sido mi espejo en todos los encargos que han corrido por mi mano, como sin lisonjearme lo ha acreditado la experiencia, y así no he hecho libramiento ni se ha ejecutado pago alguno de los caudales de la Tesorería del Coliseo, que no haya firmado su Recibo el sujeto que lo ha percibido en confirmación de su legitimidad, especificando en ellos los motivos que precedían, como distintamente consta en las Cuentas que se han presentado desde el principio de mi comisión, de que he obtenido siempre la Real aprobación».

 

Un año más tarde, en 1759, Carlos III accedió al trono. Poco afecto a la música, despidió al castrato con un famoso improperio: “Los capones son buenos sólo para la mesa”. Farinelli, previsor, había ido ahorrando y construyéndose una agradable mansión en Bolonia, donde se retiró después de veintidós años en España. Otros tantos vivió allí, rodeado de sus tesoros más queridos –las partituras de las sonatas de Scarlatti, un Stradivarius y un autorretrato de Velázquez– y recibiendo a visitantes ilustres, como Gluck y Mozart, a los que obsequiaba con un aria acompañándose del clavicémbalo.

 

(Lascia ch’io pianga, de G.F. Händel. De la película Farinelli, il castrato, dirigida por Gérard Corbiau (1994). Para recrear la voz de Farinelli se grabaron por separado y se mezclaron las interpretaciones de la soprano de origen polaco Ewa Malas-Godlewska y del tenor estadounidense Derek Lee Ragin).

 

Farinelli presentando su informe a los reyes Fernando VI y Bárbara de Braganza.

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