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Frontera DigitalBajezas humanas

Bajezas humanas


Quien detenta poder, ya sea político, económico, social o religioso, se siente a veces como la persona más incomprendida y solitaria del mundo. De ahí que contrarreste esa circunstancia con la arbitrariedad, el abuso y hasta la crueldad. Consciente o inconscientemente. Se observa desnudo frente al espejo y piensa que sus actos son correctos hasta el extremo de animarse con el pensamiento de que sus acciones de él, o ella, que en esto es oportuno recurrir al lenguaje inclusivo, redundan con su comportamiento en beneficio de todos y naturalmente también de él o ella.

Rara vez admite el error. Considera que son los demás quienes lo cometen por negligencia, irresponsabilidad, malicia o simplemente inepcia. Que de todo hay en la viña del Señor. Yo, que no he tenido el privilegio o la desgracia de tener poder, me digo cada mañana que me equivoco a cada instante, con torpezas, malentendidos o tozudeces hasta el extremo de que en ocasiones estoy tentado en romper el espejo para que mi otro yo no sea tan brutal, guarde la crítica para mejor ocasión y no sea tan despiadado con mi pobre ser.

En mi breve pero intensa experiencia trabajando con personas de poder, de poder político quiero decir, observé que en la corta distancia eran tan humanos como yo, exudaban inseguridad y buscaban como cualquier otro individuo el afecto. Pero cuidado con confundir su imagen y actuar con condescendencia, porque uno moría despellejado emocionalmente. Tal debilidad la traslucían sobre todo cuando realizabas un viaje con ellos. Cuanto más lejos mejor pues así se sentían más libres después de una soporífera reunión en la que no se alcanzaba ningún acuerdo. Es en esos momentos cuando se quitaban la chaqueta, se desanudaban la corbata, se tomaban un whisky en su suite, te comentaban que no tenían tiempo para leer un buen libro o ir al cine, pasiones, me aseguraban, que por falta de tiempo no podían disfrutar. Lo que más querían en ese momento, fuese en Río, Estocolmo o Stuttgart, era ir a un restaurante sencillo con un pobre mortal como yo donde nadie nos reconociera y pudiéramos hablar de su otra gran afición clandestina: el fútbol.

Toda esta absurda reflexión me ha surgido a raíz de la crisis de gobierno que anunció el pasado sábado de manera imprevista Pedro Sánchez y sobre todo de la destitución de su hombre de confianza y director de gabinete, Iván Redondo. Ya estoy fantaseando al sospechar que más de una vez habrán visto una serie juntos con una cerveza y unas patatas como únicos acompañantes. Redondo comentó con cierta chulería en una reciente comparecencia en el Congreso que un asesor debe estar dispuesto a tirarse por el barranco si así lo ordena su jefe. Amante de lo americano y de las series, el gurú monclovita había parafraseado con esas palabras al brazo derecho del presidente Bartlet en House of Cards. Pues bien, todo parece indicar a juzgar por los cronistas mejor informados que Sánchez le dijo antes de esta crisis que había llegado el momento de arrojarse al vacío, aunque fuera en paracaídas. Vendrán tiempos mejores, o no vendrán en lo público, para el joven y ambicioso colaborador del primer ministro. Uno, tal vez habrá lamentado Redondo, se deja la piel, los ojos, el cerebro y se olvida hasta de la familia para terminar finalmente despeñado sin siquiera recibir públicamente el agradecimiento por las labores prestadas. Sánchez no lo hizo con Redondo al anunciar la lista del nuevo gobierno.

Redondo, y quién sabe si también el propio Sánchez, creyó que en el fondo su superior buscaba la comprensión, la complicidad y la amistad recíprocas, por otra parte lógico en todos los actos de la vida humana. Y en eso poco cambian en general nuestros comportamientos tanto en lo público como en lo privado. Richard Nixon, por ejemplo, erró en el escándalo del Watergate al pensar que podía hacer lo que le viniera en gana y grabar todas las conversaciones que tenía con sus huéspedes en la Casa Blanca en flagrante delito, pero se sentía seguro con el apoyo de sus ayudantes. Al principio no era siquiera consciente de su paranoia y abusó de su poder. Medio siglo después un ministro del Interior español hizo lo mismo pero no dimitió. Debieron creer que no era ilícito grabar conversaciones y que lo hacían por el bien común cuando lo que en realidad reflejaban era una desconfianza, una trampa, un desprecio a los demás y, en definitiva, una violación de la ley.

Todos nos equivocamos pero nos cuesta mucho reconocerlo. Y cuando lo hacemos siempre encontramos un argumento, por pequeño que sea, una justificación para acusar a los demás de haber actuado de mala fe o simplemente no haber prestado atención a nuestras explicaciones. Y si admitimos sin tapujos el error quizá hasta nos tilden de ingenuos, timoratos, estúpidos o buenistas. En España son muy raros, en el caso de la política, los casos de individuos que presenten una dimisión voluntariamente. Abunda más el cese, el despido desabrido aun cuando luego quiera disfrazarse con elogios para el destituido. Si se le elogia tanto, ¿por qué se le destituye?

Hace unas semanas vi una película francesa, Envidia sana, Le bonheur des uns, en su título en francés, del realizador y director teatral Daniel Cohen. No es una cinta grandiosa pero me hizo reflexionar y hasta irritarme muchísimo con una de las protagonistas. Tal vez porque me había afectado esa tarde el fallo garrafal del portero de la selección española metiéndose un gol en propia meta. Apagué el televisor y me fui al cine presagiando la tragedia futbolera, que luego se incumplió. En sí la traducción en español me incomodaba. Me parecía un oximoron. La envidia sana no existe. Es un eufemismo. Siempre es insana.

El argumento describe la supuesta estrecha amistad de dos amigas desde tiempos escolares. Digo supuesta porque una de ellas, de nombre Karine, refleja lo peor de nuestra esencia humana: la miseria de la envidia. La bajeza. Su compañera, Léa, empleada en una tienda de ropa tiene afición por la escritura hasta el punto de que su primera novela constituye un golpe literario enorme y un gran éxito de ventas. Karine no se lo cree cuando su amiga inicia sus primeros pasos en la escritura, quiere imitarla y está convencida de que ella escribe mejor pues le rebasa en imaginación. En definitiva, decide ponerse a la faena. ¿Resultado? Un fracaso estrepitoso, jamás aceptado. Salí de la sala despreciando y odiando a la tal Karine con la esperanza, por otra parte, de que el fútbol calmara mi ira cuando volviera a casa y viera el partido en diferido como así sucedió.

Son tiempos revueltos, inciertos y confusos. “Di algo de izquierdas”, le decía el protagonista de la satírica película Aprile del realizador italiano Nanni Moretti al entonces líder comunista Massimo D´Alema en la segunda mitad de los años noventa. ¿Qué habrá sido de él? Hoy en día, al menos aquí, en España, quienquiera que se precie tener mente abierta se autodefine sin pestañear progresista y de izquierda. Al resto se le mete en el paquete de derecha y no pocos hasta con inclinaciones fascistas. No hay término medio y quien pretende situarse en el liberalismo se le tacha de derechista disfrazado. El pensamiento liberal no está bien visto pese a que en mi opinión se hace más necesario que nunca pues ayuda a dudar, a reflexionar y a tratar de eliminar dogmas y automatismos de uno u otro signo. Como afirma con ironía en una entrevista el historiador mexicano Enrique Krauze, “nadie sale con carteles a defender la democracia liberal, es más sexy ser revolucionario. Pero es ignorar la historia”.

Siempre concluyo diciéndome lo mismo: “Voy a releer a Montaigne.”. Espero que me tranquilice y calme mi angustia en una tarde de asfixiante calor en mi ciudad accidental.

 

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