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AcordeónBajo la máscara. Patología y concepto en el sistema filosófico

Bajo la máscara. Patología y concepto en el sistema filosófico

 

A y no de otra manera. El cómo de una puesta escena, de cualquier enunciación, es fundamental en este mundo codificado de parte a parte. El diablo está en los detalles, dicen los ingleses. Manera, modo de ser, estilo, carácter. Agamben llega a hablar de una manera manantial. Por ejemplo, la manera en que cierto inolvidable profesor fijaba la mirada, a mitad de su reflexión, en un punto abstracto del techo. O la manera en que un escritor dejaba caer la mano para llamar al camarero y pagar la cuenta. Nos resolvemos en una danza de los gestos. Si la persona resuena en un encuentro de universal y singular, por eso mismo —a diferencia de las cosas, solemos decir— no tiene equivalencia. Ciertamente, de ese espesor de lo personal proviene el infierno en que se pueden convertir los otros.

 

Se encontrará en estas líneas poco de la pretendida muerte del autor, si es que alguna vez creímos en ella. A pesar de poder ser usados de manera harto dudosa, los detalles de una biografía, el carácter y las formas, incluso el narcisismo personal, son los pasajes necesarios para que cualquier revelación común se muestre. Y esto vale tanto para Rilke como para el medio anónimo Tiqqun y sus descendientes invisibles. Sólo el puritanismo de filiación norteña, o nuestra pasión estructural, pueden obviar que una institución es el eco del paso de un hombre. En otras palabras, olvidar esa sabiduría barroca y expresionista —Ribera, Leibniz, El Greco, Nolde— según la cual lo universal vive sólo en la deformación y los pliegues de cada ser.

 

No hay más “universal” que el que vibra en los seres de un día, efímeros. ¿Qué sabe de esto la filosofía? Poco, menos que la música. Y sin embargo, la filosofía no sería nada sin estas emanaciones impersonales de lo individual.

 

Si intelectual es quien permanece fuera de la protección colectiva para atender a los signos que surgen por fuera, no vemos cómo podría renunciar a ese arrojo personal la filosofía, al menos cuando pretende ser algo más que una reordenación de la doxa ciudadana. Lo que no quita para que de cierta ascética, de un rodeo salvaje sobre sí mismo provenga la dificultad legendaria del filósofo para estabilizar su vida afectiva según el canon vigente. De Nietzsche a Zambrano, de Benjamin a Foucault son conocidas las dificultades del filósofo para mantener un partenaire con el que fundar una familia “decente” y no dar lugar a habladurías. Solamente el hegelianismo generalizado que nos invade, ese bonito sueño de la Aufhebung, ha podido alimentar una y otra vez la ilusión de casar una ontología del afuera con la seguridad doméstica de nuestros infinitos interiores.

 

No olvidemos además que la mujer de Hegel llegó a comentar que él era un hombre que no creía en nada. Si se cree, en algo más que nada, ¿cómo dejar de ser fiel a un lugar —aunque no tenga sitio—, a una obsesión particular, a una herencia? “Si se tiene carácter se tiene también una vivencia típica y propia que retorna siempre” (Nietzsche). Todo ello con su consiguiente marea de gestos y tics personales. Al fin y al cabo, este es el horizonte inconfesado de nuestra mítica libertad: hacerse cargo del ser de una fatalidad natal, darle forma. Hacer de la caducidad algo incorruptible. 

 

¿Qué significa que Rousseau, el pensador del contrato social y la educación no represiva, haya podido ser al mismo tiempo, al decir de Hume, uno de los seres humanos más chocantes del mundo? Las miserias personales de Kant caricaturizadas por De Quincey, las de Heidegger destripadas por Bernhard, confirman que lo común es una visión de la particularidad; un halo de su imperfección, atravesada. De ahí que diga nada en contra de un autor clásico y la “universalidad” de su obra que aquél sea un payaso visto por su ayudante de cámara. La única pregunta es: ¿a qué guión obedece ese hombre, ese ser inevitablemente patético?

 

Un arjé explica el contexto, no lo contrario, de acuerdo. Aún así, la norma es que la filosofía sea algo propio de intrusos, gente que no pertenece al gremio académico, mucho menos a esa organización del aburrimiento —“hábitos de investigación”, se dice— llamada Universidad. Si pensar es hacerse cargo de la irregularidad que surge, ¿cómo va a dedicarse a ello una institución obsesionada con la normalización del saber? No debería ser hoy ningún secreto que los ejemplos de Kant y Hegel, en su serena y equívoca silueta, son sólo un momento excepcional en la historia del pensamiento. Lo propio es que la filosofía de una época sea apuntada por pensadores que no pertenecen en absoluto a una institución especialmente facultada para pensar. El mismo Descartes era más viajero que profesor; es más, sólo puede hacer su obra cuando pone entre paréntesis su formación escolar. Por no hablar otra vez del genial Leibniz: cuando nos creíamos en puerto, recuerda, una y otra vez fuimos arrojados a alta mar. Ni Sócrates ni Spinoza, ni San Agustín ni Nietzsche, ni Karl Schmitt ni Jacques Lacan han pertenecido de cuerpo y alma a ninguna sacrosanta institución que garantice mantener a raya los avatares de la existencia, con todo lo que esto implica de pasiones y patología en primer plano.

 

Bien pensado, no es tan extraño que quien se ocupa del ser de la presencia sea a su vez un poco impresentable. Esta relevancia de la alteración personal, con su cohorte de miserias, no deja de expresar en carne y hueso la persistencia de un mito que siempre vuelve, punteando el texto de la transparencia racional. Si pensar es “una relación de irracionalidades”, como decía Unamuno, es lógico que entre la cosecha del sistema reaparezca la hierba. Kuhn ha mostrado incluso algo parecido para la ciencia.

 

Si atendemos a la manera insidiosa en que Martin Heidegger nos ha ocultado a tantos pensadores, podríamos concluir con Deleuze que la Filosofía profesional ha tenido precisamente un papel notable a la hora de reprimir el pensamiento, que siempre surge de los accidentes de una biografía, del tormento de una silueta personal, de esa oscilación neurótica entre la euforia y la depresión que caracteriza al escritor. Es la deformación la que nos forma, una torsión del vivir que no puede curarse en las estanterías ordenadas de ninguna escuela.

 

Difícilmente el personaje del filósofo, o del artista, iba así a resultar inesencial para la importancia de su obra. Otra vez la hipótesis barroca: la eternidad es algo que coexiste con la más frágil duración, esa soledad ardiente de los seres. Es más, el creador que no maltrata su propio cliché intelectual, atendiendo a las variaciones de su vida, envejece mal. Es el caso de Stockhausen frente a Cage, quien hasta el final conservó la frescura juvenil de intentar captar los sonidos del mundo antes de que sean un estúpido código.

 

Bajo la costra de los sistemas, nuestros amados clásicos también tartamudean en una lengua menor hecha de avatares inconfesables que sólo después son llevados al sentido. En los ejemplos de Chéjov, Pasolini, Pessoa, Berger, Handke o Gary Snyder, la literatura siguen mostrando que pensar es un accidente que le ocurre a cualquiera, cualquier existencia que no esté invadida por la religión socioestatal de la cobertura, esta normalización que marca el norte de Occidente. A pesar de ella, siguiendo el rastro inestable de los escritores, el perfil tragicómico del filósofo indica que ninguna sociedad conseguirá integrar esa vacilante lejanía que constituye el suelo del hombre.

 

Las reservas de la filosofía escolar en relación con la literatura son solamente un síntoma de oscurantismo ilustrado, paralelo al que Occidente mantiene con la sabiduría de las culturas exteriores. Como si, en virtud de no se sabe qué inmaculado Logos, Lao Tsé hubiera pensado menos que Heráclito. En este punto es justo recordar que la crítica parcial que ejerce la Filosofía ha sido demasiadas veces la coartada para acabar santificando el conjunto de lo intocable: el Progreso, la Modernidad, la Historia, la Filosofía, la Ciencia, la Sociedad, etcétera. El caso de Marx es uno de los más escandalosos en esta dirección, con su empeño inquisitorial en liquidar la economía del capitalismo para salvar su cultura: en otras palabras, con su empeño en proclamarse hijo de la Ilustración para no aceptar ser un hijo más de la tierra.

 

Benditos sean pues Stirner, Simmel, Simone Weil y otras figuras un poco excéntricas, extrañamente vestidas, que poco tienen que ver con el racionalismo o la dialéctica europeos. Con frecuencia torpes en lo mundano y neuróticos hasta la saciedad, estas figuras se empeñan en mantener un discurso conceptual difícilmente homologable con la ciencia y el tribunal de la Razón. Hasta en Kant, tan puritano en sus costumbres, hay una atención a la irregularidad más loca de lo que se reconoce.

 

Sobre el síndrome de la inestabilidad que impone la dedicación a la ontología, con su correlato de cómica incapacidad para someterse a los imperativos de la división del trabajo, en el personaje filosófico se suma además el oficio de una venerable tradición que ha intentado pensar las raíces de la experiencia humana y los límites del mundo. Esto otorga ese rasgo de complejidad un poco melancólica, fácilmente ridiculizable, que hace mella en el hombre de carne y hueso que se dedica a la disciplina mental de los griegos.

 

Dicho esto, es preciso recordar que pocas veces se encuentran diferencias personales más acusadas que en el mundo de la filosofía. El heideggeriano se sentirá a disgusto en presencia del seguidor de Adorno. El orteguiano tenderá a ridiculizar a los admiradores de Unamuno. Por no hablar de Marx y sus implacables diatribas contra la filosofía; de Schopenhauer, Nietzsche y sus geniales y duras catalogaciones de los sistemas de los otros. De Bataille y su cruel caricatura del estilo de Sartre. De Badiou y sus reservas ante Derrida. Sólo algunos santos varones, Cristos de la filosofía como Spinoza, Kant o Deleuze, se han sentido alejados de esta neurosis narcisista de la diferenciación constante.

 

A pesar de algunas apariencias, el ejemplo tal vez máximo de este sectarismo intrafilosófico es la miseria conceptual y la dureza de corazón con la que nuestro admirado Martin Heidegger ha tratado a todos sus potenciales competidores modernos. Y no hay que pensar tanto en Jaspers, Jünger, Benjamin o Sartre como, ante todo, en las figuras de Kierkegaard y Nietzsche, infinitamente más pensadores que el profesor que tuvo una cabaña en Todtnauberg.

 

Tampoco está muy claro que Rorty no desprecie en el fondo a Emerson o a Thoreau. La sectarización infinita parece ser la norma en este campo que se ocupa del “ser en tanto que ser”. ¿Qué hay entonces de común denominador personal bajo este terreno cuarteado? Digamos que la incapacidad, al ocuparse de la raíz común, de ser una más de las especialidades modernas. De ahí esa pintoresca oscilación entre el éxito social y la incomprensión, la dicotomía entre admiración y marginalidad que siempre amenaza al halo del filósofo. Es posible que sólo encontremos en el personaje del arquitecto —tal vez del músico— una mezcla semejante de omnipotencia e impotencia. Ahora bien, a estos dos últimos ejemplares les suele salvar la posible aplicación inmediata de sus elucubraciones. Mientras que el filósofo se encuentra condenado, en el mejor de los casos, a tejer profundos libros que sólo después, mucho después, saldrán del círculo restringido de los seguidores de Platón o Erígena.

 

En resumen, la negación tal vez más radical de esa idea positivista según la cual la filosofía no tiene una sustantividad propia, sino sólo la de rumiar los problemas que deja irresueltos la ciencia, está en la persistencia de la figura del filósofo. Sea a la manera de Wittgenstein o de Agamben, de Benjamin o de Didi-Huberman, el pensador sigue manteniendo una terca relación personal con lo que todo el mundo sabe que es crucial y, sin embargo, nadie acaba de formular. Sin duda, este mundo parcelado por una minuciosa organización del tiempo requiere brujos esotéricos. De ahí que, cerca del poeta o el artista, con sus respectivos pathos de distancia, habite el filósofo y esa maldición de tener que comenzar continuamente desde cero, desde un destierro que tienta continuamente a la especie.

 

Después nos encontramos a veces esa grandilocuencia vacía, una tendencia a la erudición que pontifica y entiende de todo. Es innegable reconocer que, junto a una eventual y elegante distancia ante el aplauso fácil, existe una extraña tendencia del filósofo a arrimarse a las ascuas del Estado. Y no sólo a éste, sino también a una función de edificante normalización social que, francamente, no siempre parece muy digna. Al menos, no lo parece si tenemos en cuenta ese imperativo kantiano de pensar “en cada caso” desde una inaudible interioridad nouménica, como si la Sociedad no tuviera nunca la última palabra. Pero esta función penosamente edificante que achacamos al filósofo se debe, en parte, al hecho de atender a ejemplos secundarios. También algunos poetas, igual que Fichte o Hegel, han jugado un papel dudoso en la reafirmación de los más rancios valores públicos. Y esto no debe llevarnos a olvidar la relación con lo anómalo, el exterior de toda función social, que la poesía se trae entre manos.

 

Tal vez deberíamos releer la figura del filósofo a contrapelo de las pulsiones gremiales, así como reinterpretar la historia de la filosofía desde la heterodoxia de ejemplos personales aparentemente menores y más próximos a la literatura. Es posible, en definitiva, que Jünger haya pensado tanto o más que Heidegger; que Unamuno sea más actual y moderno que Ortega; que incluso haya que entender a Kant en el vientre de Nietzsche. Esto por no hablar de una compleja Edad Media en la que algún día habrá que entrar sin el habitual prejuicio moderno. Todo ello precisamente para restituir el aliento de los “sistemas” filosóficos a una búsqueda sin aliento que con frecuencia se encuentra más en el deseo y en el semblante despeinado del pensador que en los productos supuestamente acabados que entrega… interpretados después por discípulos de segunda fila. En este punto son particularmente llamativas las falsificaciones y los equívocos que rodean a Leibniz.

 

Mientras tanto, y por volver a un asunto de filiación socrática, es posible que para entender al personaje que todavía se encarna en el filósofo, por encima incluso de la imagen que éste quiere dar de sí mismo, sea conveniente atender a la vacilante interrogación que deja caer al final, cuando parece que ya todo estaba ordenado. Es probable también que este registro mudo del pensamiento explique mejor las vergonzosas anomalías de la persona. No sólo es comprensible en el filósofo cierto aire de despiste en lo cotidiano, una divertida incompetencia en la pragmática moderna, incluso un modo de ser rancio derivado de su pasión por un pasado venerable. También es frecuente, como decía Nietzsche de ciertos pensadores y su distancia zarina con el presente, una cierta miopía y fragilidad en la cercanía, una aniñada indefensión en lo diario. Esto se debe a que, en contra de lo que diga en público, el filósofo sabe que jamás podremos abandonar una inconfesable minoría de edad, cierta vacilación adolescente que puebla el umbral de cualquier decisión. Y finalmente, el concepto es también una decisión, tan dudosa como cualquier otra.

 

 

 

Ignacio Castro Rey es filósofo y crítico de arte, autor de libros como Votos de riqueza (A. Machado Libros) y Roxe de sebes (Noitarenga). En FronteraD ha publicado, entre otros, ¿Una segunda transición?, Si esto es amor y De Jaren. Un viaje a Holanda y algunas preguntas. Escribe el blog www.ignaciocastrorey.com

 

 


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