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Bajo la tormenta negra

 

Tras 30 años de Revolución Islámica, algo se mueve en Irán. Una parte significativa de la sociedad desea cambios en el férreo régimen de los ayatolás.                 

 

s noche cerrada y camino por una avenida desierta. Teherán parece sólo para mí. Me detengo ante un mural con cinco fantasmas dibujados que salen de las tinieblas, son mártires que van hacia la muerte o vuelven de ella, con sus barbas desaliñadas, Kaláshnikov al hombro y cintas en el pelo con palabras de Dios. Tardo en comprender que al otro lado de la tapia está la antigua embajada de Estados Unidos, el lugar donde estudiantes islamistas mantuvieron como rehenes a 52 norteamericanos durante 444 días. El secuestro terminó el 20 de enero de 1981 y enterró las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos e Irán. La cueva del espionaje –así fue renombrado el edificio– es uno de los decorados más logrados de la Revolución Islámica, con sus pintadas de propaganda, tan de postal.

         Pero Teherán no es un teatro; parece, más bien, la obra de un huracán de cemento, acero y asfalto que hubiera arrasado con la llanura tras coronar los más de 4.000 metros de los montes Alborz. En medio de tal caos, siete millones de habitantes y dos millones de coches se disputan el ecosistema de manera desigual: más de 5.000 personas mueren cada año por culpa de la polución que flota sobre la ciudad. El omnipresente Paykan, diminuto vehículo de formas soviéticas que ha dejado de fabricarse, contamina 15 veces más que los límites permitidos en Europa y sus dueños rara vez apagan el motor, ni siquiera cuando llenan el depósito por siete céntimos de euro el litro. Cuando uno escarba en la superficie de Irán, siempre se mancha las manos de petróleo. “Desde su descubrimiento, ha sido como una enfermedad para nuestra economía”, explica Amir Esmaeil Kazemi, redactor jefe del diario económico JahaaneEqtesaad.

         El país ha obtenido 209.000 millones de euros –dejó de usar el dólar para sus transacciones en 2007– en los últimos cuatro años gracias a sus exportaciones petrolíferas, que suponen el 80% de los ingresos de Irán. “Ojalá nunca hubiéramos tenido petróleo. No obstante, nuestra situación estratégica puede facilitar la revolución económica que necesitamos en los próximos veinte años: reducir la dependencia del petróleo por debajo del 20% y exportar otros productos como el cobre o el zinc. Nunca hemos prestado atención a otras alternativas porque el dinero ha venido fácil”, añade Kazemi. Las subvenciones estatales hacen que, por ejemplo, a partir de un número de litros consumidos, los conductores dispongan de combustible gratuito hasta final de año.

         Todo empezó en 1908, cuando Irán apareció, de repente, en los mapas de los despachos del poder mundial. El geólogo George Reynolds, a sueldo del multimillonario inglés William Knox d’Arcy, se despertó en su campamento al oeste del país bajo una lluvia de líquido negro y gritos de sus trabajadores. Irán tenía petróleo, pero la concesión de explotación ya había sido vendida, a precio de saldo, por el Sha –rey, en farsi–de turno. Más tarde vendrían la fundación de la Anglo–Persian Oil Company –origen de la actual British Petroleum–, la compra de la compañía por parte del Gobierno británico, el expolio sostenido y, finalmente, el hartazgo de la población, que vio en la figura de un apasionado parlamentario y doctor en derecho, llamado Mohammed Mossadegh, al hombre que acabaría con la injusticia y devolvería la inmensa riqueza de Irán a sus habitantes.

         Y así fue. El primer ministro Mossadegh se convirtió en el artífice de la nacionalización del petróleo y ésa fue su tumba política y la de la joven democracia iraní. El 19 de agosto de 1953, el plan orquestado por el agente de la CIA Kermit Roosevelt –nieto del presidente norteamericano–, con el apoyo de los servicios secretos británicos, acabó con Mossadegh detenido y la vuelta del sha Reza Pahlevi al poder. El oro negro volvió a ser controlado por manos extranjeras.

         En el palacio de verano del Sha, en las faldas del monte Tochal, uno puede observar el lujo absurdo que gastaba el soberano y la sala de billar –con las bolas dispuestas para una partida nunca empezada–, en la que Roosevelt y Reza Pahlevi decidían el futuro del país. El golpe de Estado de 1953, el primogénito de otros que Estados Unidos iba a parir en el siglo, destruyó toda confianza de los iraníes en un país al que consideraban amigo y ejemplo de libertad, y precipitó la unión de movimientos sociales, políticos y religiosos contra el Sha. Tendrían que pasar 26 años y muchos muertos y torturados por la policía política del monarca, la SAVAK, para que Irán viviera un nuevo capítulo en su particular historia de sobresaltos.

        Tengo una lista en mi libreta con los lugares emblemáticos de la Revolución. La repaso una y otra vez, añado y quito nombres, escribo anotaciones; es profesional y rigurosa. Esa lista es mi coartada, la explicación de bolsillo de por qué estoy aquí y, aún más importante, el torpe andamiaje de un relato lógico –porque así será exigido– de una realidad inexpugnable que acabará destruida en palabras. La lista me redime a los ojos de los demás, a pesar de la evidencia insoportable de que lo ocurrido en Irán en 1979 no está en los murales propagandísticos de la antigua embajada norteamericana, ni bajo la tierra del cementerio de Behesht-e-Zara, donde sí están los esqueletos de los hombres, mujeres y niños que se esfumaron por una causa o en ausencia de ella; ni en el lujo del palacio de verano del Sha, ni en el mausoleo con pinta de centro comercial donde descansa Jomeini, ni tan siquiera en el laberinto de mezquitas y madrazas de Qom, donde todo se decide.

            Motivos, edificios, corrientes, muros, facciones y lápidas pueblan mi lista; yo sólo la esgrimo como un predicador enloquecido y derrotado por la verdadera Revolución, que se exhibe en cada mirada huidiza de las mujeres tapadas y deprimidas, en el aburrimiento o el cortejo nervioso que se intercambian los grupos de adolescentes por las calles, en la desesperanza de los estudiantes universitarios que dan patadas al aire en lugar de pasos, en los hombres de negocios que fuman acuclillados a plena luz del día para romper impunemente con el Ramadán, en el escaparate de las tiendas de ropa femenina con un solo vestido de un solo color, repetido en decenas de variaciones igualmente marciales y ajustadas a la ley, en los atascos asfixiantes donde cada centímetro es disputado por el metal, y el oxígeno, apenas una anécdota, en las dos niñas que se acurrucan bajo los brazos de un viejo, para que la noche al raso pase rápido o de la manera más tierna.

La mujer dispone cuidadosamente unas flores sobre la lápida de su hermano, en el cementerio de Behesht-e-Zara donde están enterrados los mártires de la lucha contra el Sha y muchos de los muertos de la guerra contra el Irak de Sadam Hussein (1980-1988). Las proporciones del recinto hacen innecesario imaginar cuántos estadios de fútbol ocuparían las 500.000 personas que Irán perdió en la contienda.

         “Venimos cada semana; cada día, cuando es posible”, dice la hermana de Mojtabaa Talebi, un chico de 20 años de cuya muerte, en un frente iraquí hace 25 años, me acaban de informar. “¿Qué siente de aquella guerra?”, le pregunto al hermano de Mojtabaa, también presente y con los dientes podridos por las armas químicas. “Me hace feliz haber participado en ella. Irak nos traicionó”. La guerra impuesta, como es conocida aquí, está muy presente en la vida cotidiana de Irán y parió un odio más perfeccionado contra Estados Unidos, gracias al apoyo militar que Washington brindó a Sadam Hussein en su aventura por conquistar una región fronteriza rica en petróleo.

         Enfilo hacia el mausoleo del imán Jomeini por una de las interminables calles del cementerio, escoltado por las lápidas con fotografía de los que, como Mojtabaa, dieron su vida por el nuevo régimen islámico. Ruhollah Jomeini, el Líder Supremo, el hombre que incendió los ánimos contra el Sha con sus discursos llegados en cintas de casete de contrabando desde su exilio en Nayaf (Irak) y que, más tarde, recaló en el pueblito parisino de Neauphle-le-Château, quiso ser enterrado cerca de sus soldados y, por eso, un gigantesco hangar metálico con minaretes, con sus tiendas de comida y recuerdos en la planta baja –todo en permanente remodelación–, se yergue en mitad de la estepa iraní.

         Dentro del edificio, después de dejar el calzado en la puerta y pasar un tímido control de seguridad, una austera jaula metálica es todo lo que el visitante ha venido a ver. Miles de billetes y monedas arropan una tumba y un retrato de Jomeini, uno más de los cientos de miles que decoran las tiendas, taxis, estaciones, comisarías, escuelas y bancos de este país. El peregrino Ibrahim y su hija pequeña miran por entre los barrotes de la jaula. Han venido en autobús desde Kabul a honrar al gran hombre que inspiró la Revolución Islámica y sentó las bases, con puño de hierro, de la teocracia iraní.

         John Simpson, un periodista de la BBC que viajaba en el avión que trajo a Jomeini de su exilio francés, el 1 de febrero de 1979, cuenta que, durante el vuelo, alguien le preguntó al ayatolá qué sentía al volver a Irán. “Nada”, respondió. Esa actitud implacable y áspera, ajena a toda  sentimentalidad, sigue siendo, treinta años después, una de las maneras que exhibe la República Islámica.

         Desde que en 2005 el actual presidente, Mahmud Ahmadineyad, ganó sus primeras elecciones, 26 de las 32 ejecuciones de menores conocidas en el mundo se han producido en Irán. En 2007, ejecutaron a 317 personas –cifra sólo superada por China– y, sólo en un día, el 27 de julio de 2008, 29 hombres fueron ahorcados en público en Teherán, condenados por ser homosexuales o por pequeños robos. En un breve del periódico en inglés Iran News del 23 de septiembre de 2008, en pleno Ramadán, leo: “50 personas detenidas por comer a plena luz del día. ‘ Serán castigadas en público’, dijo el fiscal general de Tabriz, Yahya Mirza Mohamadi”.

         Unas cicatrices de látigo parecen un castigo menor comparado con otros, como, por ejemplo, los que sufre la minoría baluchi –entre un 1 y un 3% de los 70 millones de iraníes–, que tiene prohibido el acceso a la educación, la sanidad y el comercio, y ha sufrido periódicos pogromos y reasentamientos forzados. Shirin Ebadi, Nobel de la Paz en 2003 y la primera jueza en la historia de Irán –expulsada del cargo tras la Revolución–, defiende algunos casos de los baluchis. Su activismo en este y otros temas incómodos para el Gobierno parece casi un milagro. La agencia de noticias estatal IRNA difundió, en agosto del año pasado, el rumor de que una de sus dos hijas se había convertido a la fe bahaí, una religión que se originó en el chiismo pero que es independiente del islam. Matar a un apóstata en Irán no está penalizado.

         A pesar de todas estas sombras, la economía es, aquí también, el centro de todo debate. En Irán, donde el 20% de la población controla el 80% de la riqueza, la inflación alcanzó en 2008 un 26% y el desempleo, según cifras del propio gobierno iraní, se sitúa en el 12,1%. El país ocupa el puesto 131 –de un total de 179– en la lista de percepción de la corrupción elaborada por Transparencia Internacional.

         En The Musicman, una película prohibida que uno puede comprar en algunos puestos de la calle o ver en los autobuses de largo recorrido, el protagonista, un artista maldito enganchado a la heroína –verdadero problema nacional–, grita su desesperación por una juventud a la que ni las élites religiosas ni las económicas dan tregua. El 70% de los iraníes nació bajo la República Islámica, es decir, tiene menos de 30 años. Alí Lariyani, portavoz del Maylis –Parlamento–, afirma que “la juventud conoce los ideales de la Revolución. La gente puede pensar libremente y ver que el Gobierno no está bajo la influencia de fuerzas extranjeras”.

         Paseo con Saíd por el centro de Teherán. Es estudiante de filosofía y dramaturgo, aunque la escena teatral se haya venido abajo desde que llegó Ahmadineyad y no pueda invitarme a ninguna de sus obras. Quiere estudiar en la Sorbona, pero no tiene pasaporte y para obtenerlo tiene que hacer un servicio militar de 21 meses, al que está empezando a odiar. Su padre estudió de joven en Estados Unidos, en el Massachussets Institute of Technology (MIT), y su madre murió de cáncer cuando él era un niño. Fuma un cigarrillo detrás de otro. “La gente está deprimida y sale a caminar sin rumbo por las calles. No hay otra cosa que hacer”.

        Puedo escribir una historia de este lugar saltando de negro a negro, como un caballo de ajedrez. El petróleo que todo ha dado y quitado. El turbante de Jomeini cuando volvió de París y que designa a los sayyid o descendientes directos de Mahoma –en Qom son legión–. El vestido más ortodoxo de las mujeres, sombras andantes. Las banderas de las milicias islamistas. El verso del poeta nacional Ferdosi: “¡Ay, Irán! […] desde la fecha en que los bárbaros, salvajes, toscos árabes beduinos vendieron a la hija de tu rey en el mercado callejero de ganado, no has visto un día luminoso, y has yacido sumido en la oscuridad”. Los ojos de los persas que sólo saben arrojar preguntas. Los trajes de los ministros que despedían al Sha y el propio traje de Reza Pahlevi rumbo al exilio. Las multitudes de hombres que se congregan en las mezquitas a llorar la muerte de Alí o a escuchar al Líder Supremo o a rezar, y que parecen un disciplinado ejército de la noche. El negro como celebración del sufrimiento, de la fe, de la muerte, de la rabia, del destino. El negro que engulle todas las luces y agujerea el encuadre de cada mirada. La tormenta negra que cayó sobre Irán en 1979 y que no amaina, ni perdona, ni olvida.

        Esperando a Godot. ¿La conoces?”, me preguntó Saíd cuando nos conocimos, antes de intercambiar nuestros nombres. “Este país es como la obra de Beckett. Todo el mundo  esperando algo que nadie ha visto”. Saíd se refería a la leyenda del Mahdi o imán oculto, un mesías que, según los chiitas, ha de llegar algún día; pero luego me enseñó cómo la metáfora encajaba en otros muchos asuntos. El que no reza y espera al Mahdi, piensa en la democracia o en beber una cerveza sin ser castigado. El que no aguarda el amanecer de un Irán nuclear, teme una invasión de Estados Unidos o un bombardeo de Israel. Otros buscan cartas, becas, pasaportes para salir de aquí o permisos para abrir un nuevo negocio. Una situación general de espera que lo tensa todo y deja suspendida en el aire la promesa, siempre aplazada, de que algo va a cambiar de un momento a otro.

         Ciro, un médico nacido en Adarbir, me cuenta en perfecto inglés que se pasó un año y medio de trámites para obtener la ciudadanía canadiense. Ahora está de visita en Irán. “He viajado por 45 países”, me dice orgulloso ante la mirada un tanto pasmada de los que nos rodean en el salón de un hotel de Shiraz, la capital económica del sur. Entre 1981 y el año 2000, 266.000 iraníes emigraron a Estados Unidos, 91.000 a Alemania y 62.000 a Canadá. El diario Iran Times publicó que, justo después del triunfo de la Revolución, cerca de 5.000 médicos y dentistas iraníes –muy considerados en todo el mundo– se marcharon del país y estimó que la riqueza que se fue con el conjunto de emigrados fue de entre 30.000 y 40.000 millones de dólares.

         La teocracia dejó escapar a muchos trabajadores cualificados, pero con el tiempo formó a otros nuevos –el sistema médico asistencial iraní es alabado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) en uno de sus últimos informes– y cuando necesitó de conocimientos precisos, no dudó en importarlos. En 1988, después de la guerra contra Irak, el entonces portavoz del Maylis y más tarde presidente de la República, Alí Rafsanyaní, dijo que la contienda les había enseñado que “los acuerdos internacionales son sólo papel mojado” y apostó por conseguir armamento nuclear y biológico para hacerse respetar. Acababa de empezar una carrera científica y militar, más o menos encubierta, que llega hasta nuestros días y que se conoce con el ambiguo nombre de programa nuclear iraní.

         El padre de la bomba atómica pakistaní, Abdul Qadir Jan, fue señalado por los servicios secretos norteamericanos como el jefe de una red de venta de secretos nucleares a terceros países. Jan confesó que Irán era uno de los clientes de una lista en la que también aparecían Libia y Corea del Norte. Desde entonces, las suspicacias sobre el plan oficial de Irán para generar energía nuclear con fines pacíficos no han parado de crecer.

         El Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA), dirigido por Mohammed El Baradei, publicó una nota el 19 de febrero de 2009 en la que anunciaba que “a menos que Irán aplique las medidas de transparencia antes indicadas [suspensión del programa de enriquecimiento de uranio, entre otras], de conformidad con lo pedido por el Consejo de Seguridad, el Organismo no estará en condiciones de ofrecer garantías creíbles sobre la ausencia de materiales y actividades nucleares no declarados en el país”. Es decir, el gobierno de Ahmadineyad sigue jugando al gato y al ratón con el OIEA, encargado de supervisar el cumplimiento del Tratado de No Proliferación Nuclear, del que Irán es firmante. El asunto nuclear es enrevesado, ya que, precisamente por ser firmante, Irán tiene derecho a disponer de energía nuclear y de asistencia para obtenerla.

         El asunto es una de las prioridades en política exterior de Barack Obama y de su secretaria de Estado, Hillary Clinton, que ya se han pronunciado sobre la cuestión, aunque de una manera más conciliadora que sus predecesores republicanos. Según un reportaje del periodista Seymour Hersh, publicado en The New Yorker, “el Congreso [de Estados Unidos] accedió a una petición del presidente Bush para dotar de más fondos a las operaciones encubiertas contra Irán […] Estas operaciones, a las que el presidente destinó 400 millones de dólares, […] están pensadas para desestabilizar el liderazgo religioso del país […], así como para recolectar información de inteligencia sobre el supuesto programa de armamento atómico”.

         Las dos centrales nucleares más importantes de Irán se encuentran en la provincia de Isfahán. La primera está escondida bajo tierra en Natanz y alberga las centrifugadoras de uranio necesarias para enriquecerlo –el proceso clave para conseguir energía nuclear–. A 160 kilómetros al sur se encuentra la de Isfahán. Me es imposible acceder a ninguna de las dos y tengo que conformarme con pasear por la plaza de Naqsh-e-Jahan, una de las más grandes del mundo, o dar una vuelta por el bazar de antigüedades, una verdadera maravilla. Isfahán es la joya de Irán o, por lo menos, el tesoro preferido por el Gobierno, que ve en sus mezquitas de cúpulas multicolores y en la tranquilidad de sus calles la postal perfecta que llevarse a casa.

         Todavía más al sur, está Shiraz. La temperatura aumenta en la ciudad que vio nacer al poeta Ferdosi y donde dicen que brotó la primera cepa de la famosa uva a la que dio nombre –otros creen que fue en Grecia–. Ciro el Grande y Darío I cabalgaron por las estepas interminables que la rodean y las convirtieron en el centro del mundo, como atestiguan Persépolis y las tumbas reales de Naqhs-e-Rostam. La presencia de un pasado pre-islámico es fuerte y motivo de orgullo. En pleno furor jomeinista, el clérigo y magistrado Sadeq Jaljali –también conocido como el juez de la horca– fue echado de Persépolis por los lugareños, cuando llegó con bulldozers para arrasar con lo poco que Alejandro Magno dejó en pie en el 330 a.C. En uno de sus libros, Jaljali acusó a Ciro el Grande, muerto hace más de 2.500 años, de ser “un tirano, un mentiroso y un homosexual”.

         En la ciudad, algunos restaurantes ponen una lona en la puerta, para que los clientes coman durante el día sin ser vistos. Es Ramadán y en una pequeña tienda de alimentación, dos chicos engullen, beben y fuman todo lo que pueden, en el menor tiempo posible, como en una de esas competiciones de perritos calientes. No han podido esperar al atardecer de este día abrasador.

            Cinco de la tarde en mi habitación, en un hotel de Shiraz. Ando concentrado en la televisión, en unas imágenes muy crudas de bombardeos israelíes, palizas a palestinos y demás atrocidades. Siento alivio –dura muy poco– cuando empieza un programa infantil, con dibujos animados. Miles de oscuros soldados, aviones y tanques se extienden como una plaga – ¿Ejército de Israel?– por una ciudad donde la gente detiene sus risas, paseos y cantos – ¿Palestina?–. Empiezan las torturas, los asesinatos, el dolor y la sangre. Cuando todo ha sido arrasado quedan un niño y su padre, escondidos detrás de un barril. El niño muere tiroteado y, entonces, un caballo blanco – ¿Irán?, ¿el islam?– lo lleva al cielo en su lomo, donde el crío resucita y se reúne con otros niños – ¿asesinados y resucitados?, es decir, mártires–. Fin.

            El asesinato real dio la vuelta al mundo en el 2000. Mohamed Al-Durrah, de 12 años, tiroteado a sangre fría por soldados israelíes. Me pregunto qué efecto pueden tener en el cerebro de un niño unas imágenes, un argumento y una deformación de la realidad tan intencionados. Luego me di cuenta de que era el Día de Jerusalén, efemérides inventada por Irán para reclamar la propiedad palestina de la Ciudad Santa, en el que los más convencidos salen a la calle a gritar “Abajo con Estados Unidos” o “Muerte a Israel”, y pensé que, con un poco de suerte, los niños de Irán sólo sufren semejante maltrato psicológico una vez al año.

        Hoy, el mundo espera nuestras decisiones y se adapta a ellas. Desde Qom exportaremos la Revolución a otros países”, afirma el mulá Elahi, al que he abordado a la salida del rezo en una plaza de Qom, donde reina la paz más absoluta, sólo al alcance de los lugares con un mandato infalible. Elahi quiso ser astrónomo, físico y matemático, pero “al ver a Jomeini y al resto de mártires, entendí el gran potencial del islam”. Habla de “un futuro brillante para Irán y para el mundo”, un porvenir a imagen y semejanza de este verdadero núcleo de poder del Irán oficial, cuna de ayatolás, santuario del chiismo, donde una calle aparece pavimentada con una bandera de Israel para que los coches la pisen y las librerías sólo venden discursos, en DVD y papel, de los mulás más respetados.

         El rumor dice que Muqtada Al-Sáder, el líder chiita que controla uno de los barrios más problemáticos de Bagdad y que trae de cabeza a las fuerzas de ocupación norteamericanas, está escondido aquí. Es una quimera comprobarlo en este laberinto de mezquitas y madrazas, donde uno se cruza con estudiantes del islam de Sudán o Indonesia, becados por el Gobierno para profundizar en la verdad del Profeta. En una tienda cercana a la dorada mezquita de Fátima, venden un kit del peregrino consistente en una brújula –para orientarse hacia La Meca–, un comboloy –pulsera de cuentas parecida a un rosario–, y una piedra de arena –a ser posible de Karbala–  para posar la frente sobre tierra limpia y pura durante el rezo.

         Los chiitas constituyen aproximadamente un 15% de los más de 1.300 millones de musulmanes  en el mundo y sólo en Irán, Irak, Azerbaiyán y Bahréin son mayoría con respecto a los sunitas, la rama principal del islam. La historia de los chiitas está marcada por la tragedia, el ostracismo y la persecución desde que Alí, el yerno de Mahoma, fuera primero apartado y luego asesinado en la disputa por el Califato. Como escribió Ryszard Kapuściński en El Sha o la desmesura del poder, “el chiita es, ante todo, un opositor implacable”.

         La casa donde vivió Jomeini está en obras. La van a reconvertir en un museo. Es austera y cuenta, como único lujo, con un patio y una fuente seca que debían ser una delicia cuando el sol cae a plomo sobre la ciudad. Muchos ojos y oídos se dirigían hacia este lugar cuando Reza Pahlevi cometía uno más de sus atropellos. Trato de imaginar a la multitud apiñada frente a la entrada, jaleando al imán, pero el asfalto con el que han recubierto la plaza Ruhollah Jomeini no me devuelve nada.

         Vuelvo a Teherán por una magnífica autopista de cuatro carriles. La Policía nos para y multa al taxista por exceso de velocidad. Acto seguido, con el acelerador de nuevo a fondo, el papel es arrugado con desprecio y lanzado a un parabrisas lleno de multas. ¿Quién se atreve a detenernos en esta llanura rodeada de lagos de sal?, ¿a quién le importa que cada 19 minutos una persona muera en Irán en accidente de tráfico –la magia de las estadísticas– hasta llegar a 28.000 muertos anuales?

         El paraguas negro de la contaminación se anuncia al fondo. Estamos entrando en el Gran Teherán, conectado con el centro por una red de metro modernísima, a la que le faltan estaciones para competir con el tráfico tradicional. Es mi última noche en Irán y estoy invitado a una obra de teatro. Un grupo de jóvenes actores va a representar Yerma de Federico García Lorca, y M., una actriz ya veterana que estudiaba en Berlín cuando estalló la Revolución, me espera en la puerta del Teatro de la Ciudad. M. viste el hiyab al límite de la incorrección y es abrazada y besada por amigos que se acercan a nuestra mesa en la cafetería. M. no volvió a Teherán hasta que el reformista Mohamed Jatamí llegó a la Presidencia en 1997 y ahora no encuentra palabras para decirme qué va a pasar con su profesión y con su país.

         Entramos a la pequeña sala, los asientos se llenan enseguida y los últimos en llegar se despliegan alrededor del escenario, a ras de suelo y sin decorado. Empieza la obra y los actores pronuncian en farsi las palabras que un poeta escribió en un país lejano. Me detengo, una a una, en sus caras y en las caras del público. Las chicas no se quitan el hiyab y el vestuario de las actrices lo lleva incorporado de una manera muy sutil. En un solo día he viajado del Irán de Qom al Irán de un grupo de jóvenes haciendo y viendo teatro. Se acerca el final. Yerma es maniatada a una viga y el resto de actrices le lanzan tomates. Es una imagen insoportable y valiente.

         Me despido de M. y de los actores. Les ha hecho gracia que sea español. Salgo a la atestada avenida Vali Asr y pienso en la Revolución, en Saíd, en esta ciudad impensable que nunca se acaba y que no me deja conocer su secreto, en qué pasará con todas las personas que he conocido cuando Irán sea atacado o revolucionado o reprimido de nuevo y, entonces,  vuelva a poner los pies aquí.  No llego a ninguna conclusión, es imposible hacer pronósticos. Pase lo que pase, siempre podré decir que se me aparecieron fantasmas de la guerra y vi morir a Yerma en el teatro nocturno de las calles de Teherán.

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