¿Qué son doce años para un libro? Creo que Francisco Solano parte en Bajo las nubes de México de una vivencia de lo real que no cabe en los esquemas ilustrados en los que nos movemos los urbanitas europeos. Aunque hubiera conseguido un tono más moderado, el libro de Solano es violento porque ignora la cómoda dialéctica, entre polos previamente separados (hombre-mundo, humano-inhumano, conciencia-tierra), que se ha incrustado en nuestra cultura.
Desde una experiencia de los cielos, de la tierra y los hombres, muy próxima a un viaje alucinógeno, Solano revienta una ideología que es ya una mitología que nos frena. Usa muy bien, aunque no abuse, del privilegio del extranjero que no se va a quedar diez años para conocer una ciudad, para ser reconocido por ella. Ese “fervor desgarrado” de estar de paso permite entrar como sólo puede hacerlo quien viene de lejos y enseguida va a partir.
No conocer, ni simplemente mirar, sino ser atravesado. Lograr un impacto neuronal que impide al viajero que regresa ser el mismo que se fue.
Y después la escritura, dando testimonio de esa exterioridad latente, de un improbable viaje de la percepción que nos deforma, a veces trayectos in situ, sin apenas moverse. A años-luz de un turista que viaja para confirmar sus certezas cotidianas, la literatura es capaz de ritos iniciáticos sin moverse del sitio. Una especie de “ebriedad del vaso de agua”, que decía Deleuze.
Entonces México aparece en la magia de un presente perpetuo, un instante extendido que está también en los poemas de Octavio Paz. Seguir soñando el mundo, mantenerlo vivo. Y un silencio (en las cantinas, en las esquinas) que necesita a los bebedores para que se pueda oír. Bajo ese cielo mítico, existen evidentes dificultades para seleccionar imágenes. De ahí que este libro sea un poco torrencial, dotado de una intensidad más bien agotadora.
Solano desgrana razones. Nosotros necesitamos efectos especiales, drogas que potencien la relación con lo diabólico, algo fuerte que nos arranque de un cegador y diurno principio de realidad. Ellos encuentran en el peyote una comunión con la divinidad que ya está presentida en el aspecto del desierto, en ese “cuarto tiempo” del que sólo conocemos las vísperas. Bajo las nubes de México acaece un sueño incumplido, un sueño que todavía se está soñando con infinita postergación. Esa inmensidad geológica que Baudrillard encuentra en el desierto norteamericano, lejos de los campus universitarios y de los intelectuales, Solano la encuentra incluso en las ciudades.
Hasta los españoles se beneficiaron del sufrimiento mitológico de unas poblaciones indígenas que aún subsisten, un poco acosadas. No extraña que México sea una tierra tan distinta a Chile o Argentina. Esa mezcla de lo kitsch, lo onírico y lo destartalado no se da en todas partes.
Hay una batalla política que hoy se libra en el primer campo de la percepción, para ser libres de sentir. Por eso sólo en los viajes “accidentados”, curando el temor con el espanto, podemos liberarnos de la dictadura de los clichés. Lejos de ellos, Solano le da forma a una empatía total con esta tierra letárgica, imponente. México se presenta como un exterior sin narración donde el mito aún humea, no desactivado todavía por el lenguaje y la cultura. Solano articula el impacto de un grito, una alarido primordial que está en los cielos dementes y en el rumor de la cantina. En el silencio de las indias y en el de los machos que lloran solos, sin nadie que les aguante.
Murmura Paz: “Lo que pasó fue pero está siendo / y silenciosamente desemboca / en otro instante que se desvanece”. Con la orientación de este instante expandido, son preciosas las páginas dedicadas a la ingestión de hongos con Doña Julieta. Como también es significativo el miedo anterior del narrador, casi deseando que la sesión se interrumpa. Bajo las nubes de México relata muy bien un sentir respirar las cosas que convierte a la diaria realidad anterior en un exilio. Como una forma de convalecencia, después de asomarse a ese remoto universo velado.
“Un viajero, en cualquier caso, no es alguien que se desplaza”. Al viajar nos atraviesan paisajes, lugares. Se trata ciertamente de “una variación radical de los hábitos cotidianos, una incierta y acaso peligrosa inmersión en el asombro”. Si supiéramos lo que somos, no viajaríamos. O lo haríamos para confirmar nuestro inmovilismo sensitivo y mental. Como decía Beckett: “No viajamos por al placer de viajar. Somos imbéciles, pero no hasta ese punto”. Al viajar captamos signos exteriores, libres del inmenso andamiaje codificado que nos asegura mientras nos hace languidecer.
De ahí que este libro resalte desde el comienzo la percepción flotante de viajero. Debido a esa distancia del que viaja, es incansable la magia del lenguaje, la de una lengua que no habla en ningún idioma conocido: “zureo de sábanas colgadas”. O al describir a Alan, ese chavo cargado de decisión, inteligencia y dulzura. Y así continuamente, con la atención un poco alucinada que sólo puede tener un extranjero.
Tal vez nuestro vagar, el de algunos, apacigua la sensación que tenemos de ser extranjeros en todas partes. Esa extrañeza permite de cualquier modo un uso anómalo de la lengua “natal”, como si se la hiciera tartamudear desde una lengua interior, anterior, menor. Una lengua formada por ecos, rumores y sonidos quebrados.
Este libro confirma la confianza legendaria, y también la desconfianza, que se deposita en el extranjero. Él está de paso, sin compromisos con los pactos de la rutina, por eso es capaz (casi está obligado, para corresponder a la hospitalidad) de sostener una percepción nómada, como si no supiese nada de la costra de normalidad que tiende en todas partes a resecar las vidas. Es probable que el propio oriundo, ante el de fuera, haga esfuerzos para transmitir una imagen nueva, liberada de la inercia.
Bajo las nubes de México confirma la impresión de que México es un país explosivo en su mezcla, cargado de una profundidad anómala. Tal sincretismo entre la quietud indígena y los mitos de la revolución moderna no se da en cualquier lugar. Hasta el caos urbano protege allí contra el mal, el mal normalizado que es nuestra costumbre europea. Solano no repara en calificar de “taxidermia” al sensacionalismo informativo, ese enfático alarido que nos aleja más de lo real mexicano que algunas fotos silenciosas que se pueden mirar de reojo.
Las ironías sobre el turismo, “órdenes subrepticias sobre el ser de un país, como si fuera una ecuación resuelta”. Y después el homenaje discreto a Rulfo en esa percepción de lo cerca que está la muerte, una muerte viva, mezclada con la carne. Tal vez lo que la conversación mexicana celebra es que seguimos vivos. De ahí un ritual de encuentro donde la variación tonal parece ser el tema, como si importase menos la letra que el hecho de que siga la música, celebrando el encuentro comunitario.
Felicidad y estupor, fuera de la seguridad de las visitas guiadas a lo exótico. Lluvias coléricas, carreteras y hoteles destartalados. Indias silenciosas, machos llorosos y solos, que no miran a sus mujeres. Está bien no ser de allí, pasar sólo cuarenta días de errancia. Quedarse y cultivar el asombro parece peligroso. Una dosis alta de aire puro nos podría matar.