Je l’ai couché dessous les roses
Cuando bajó del tren, la niebla, que apenas había dejado ver el campo desde la ventanilla, se había convertido en una lluvia menuda y tímida que parecía venir desde muy lejos. Durante el viaje Monique no había derramado una lágrima. Tampoco se había permitido pensar en el telegrama recibido anoche al salir del cabaret ni mucho menos evocar la figura fugitiva del hombre que tras tantos años la reclamaba. Y de repente, al salir de la estación y humedecerle el rostro la lluvia como un llanto retenido demasiado tiempo, regresaron otras mañanas de diciembre en pueblos de paso y los silencios de su madre y aquella comisaría adonde la condujo su desamparo. También el antiguo desamparo había vuelto. Le pesaba el corazón y no estaba segura de querer llegar a las señas que había anotado en París. Nunca había estado en la ciudad pero no se le ocurrió coger un taxi. Preguntó la dirección al hombre de los periódicos. No, no estaba lejos, saldría a la altura del número 25 si cruzaba el bulevar por la derecha. Captó una cierta compasión en la mirada del quiosquero, o tal vez extrañeza. Su propio estupor, que la había mantenido hasta la madrugada en una duermevela árida, sin imágenes, y luego había hecho de ella una sonámbula que debía coger un tren hacia una no deseada vigilia, se había despejado y ahora las calles húmedas la devolvían, a su pesar, a esquinas con pensiones miserables de las que partiría la familia en busca de otras camas de alquiler más al sur, aquel éxodo que no los encaminaba a la tierra prometida sino a un refugio no localizable por el ejército del faraón; después vendrían los días tranquilos en Saint-Marcellin aunque ella ya estaba herida para siempre desde aquella hora turbia que ojalá hubiese sabido enterrar pero nunca olvidará, en Tarbes, y la voz insinuante del hombre –y sus manos, la mano izquierda en los botones del pantalón– que la había llamado desde el último lecho de su peregrinaje sin rumbo. ¿Por qué había acudido? ¿Por qué no pedir a su madre que la acompañase? Pero el desaparecido había solicitado su presencia, la de nadie más. ¿Esperaba una sonrisa para descansar por fin? Entonces aquella mala hora de Tarbes, anclada en su infancia hasta el fin de la memoria, habría perseguido igualmente al vagabundo, le habría impedido asentarse, serenar unos pasos que enseguida necesitaban desplazarse a tierras que no hubiesen pisado antes. Levantó la cabeza. Había llegado al 25 de la calle Grange-au-Loup. El portal estaba oscuro. Subió unas escaleras estrechas. Había en el primer piso una sola puerta sin timbre o ella no dio con él. Llamó con los nudillos. Abrió una criada desgreñada, con un mandil sucio en el que se secaba las manos.
Monique avanzó por un pasillo largo hacia la habitación que le indicó la mujer. Se oían voces masculinas. Desde el umbral vio a un grupo de cuatro hombres mayores con ropas de domingo muy usadas. Se hizo un silencio. “Soy Moniqe Serf”, dijo ella. Todos se levantaron. El más próximo hizo ademán de abrazarla. Lo sentían tanto, murmuraron, su padre había muerto esa noche. A Moniqe se le aflojaron las piernas. La ayudaron a sentarse en una de las sillas. El cadáver había sido trasladado a la morgue, le contó el más efusivo, ah, sí, pobre hombre, estaba muy solo y no tenía nada, a veces dormía en la calle, pero nunca se quejaba, había sido abandonado por su familia, aunque él seguía queriendo mucho a sus hijos, sobre todo a la chica, que era cantante. Monique no quiso interrumpirle. Al final no pudo evitar la indignación: fue exactamente al revés, fue él quien se evaporó y no podían imaginarse cuánto había sufrido su madre y cómo había luchado sin ayuda alguna para sacarlos adelante en medio de todas las carestías de la posguerra. El hombre se encogió de hombros. Su padre, señora, hablaba mucho de usted, la quería mucho. Monique rompió a llorar. ¿Cómo podía ir a la morgue?, preguntó entre sollozos. Y allí, frente al cuerpo de su padre, el astuto viajante comercial que consiguió librarla de la Gestapo pero no de una pena infinita, recordaría, volvió a experimentar “la mezcla de fascinación, miedo, desprecio, odio y una inmensa desesperación” que había marcado su vida hacía veinte años, cuando ella acababa de cumplir los diez.
Esto ocurrió el 21 de diciembre de 1959. Al día siguiente del entierro de su padre, Monique Serf comenzó a componer una canción sobre la experiencia de aquella última cita a la que ella llegó tarde. No la terminó hasta 1963 y la tituló con el nombre de la ciudad adonde la había convocado un moribundo que sin duda anhelaba su perdón: Nantes. Para entonces Monique Serf había adoptado el nombre de su abuela rusa con el que ya era reconocida en el mundo parisino del espectáculo: Barbara.
Lo anterior es una reconstrucción, a partir de la letra de Nantes, del día que inspiró una de las canciones más hermosas que yo conozco, una reconstrucción apócrifa, por supuesto. Tal vez ni siquiera llovía el 21 de diciembre y las primeras palabras, Il pleut sur Nantes, sean un homenaje al poema de Prévert que se titula precisamente Barbara y cuyo segundo verso dice Il pleuvait sans cesse sur Brest ce jour-là (llovía incesantemente sobre Brest aquel día). Lo que significaba para Barbara el recuerdo del padre que la abandonó y la llamó al saberse agonizante, no se conoció hasta la publicación de Il était un piano noir, las memorias cuya redacción interrumpió su propia muerte. En efecto, el padre la había violado en Tarbes a comienzos de la Guerra Mundial en algún momento de la errancia familiar por la geografía francesa que algo recuerda la de otro grupo judío en las mismas circunstancias, el de Irène Némirovsky, su marido y sus hijas. Serf fue más afortunado o más ingenioso o no tenía a sus espaldas varios libros publicados que hacían de la Némirovsky un personaje más conspicuo que el modesto agente de comercio padre de Monique. La niña huyó del acoso paterno y se presentó en una gendarmería desde la que llamaron a su familia; el mismo padre acudió a buscarla, dicharachero y simpático, quitando importancia a las fabulaciones de esa hija que fantaseaba desde que aprendió a hablar. Pero no volvió a molestarla sexualmente. Barbara no incluyó en la canción a la monja del hospital donde murió el padre y que le dio las señas del café en el que se reunía con sus amigos para jugar al póker. Allí entabló conversación con un tal Paul que le contó lo que yo he situado en la calle Grange-au-Loup que nunca ha existido, y es legítimo percibir resonancias simbólicas en ese topónimo inventado. Durante su charla con Paul, cayó en la cuenta de que era su padre el que a menudo telefoneaba a casa, no decía palabra y colgaba.
Barbara cantó Nantes por primera vez en el mismo recital que estrenó su primer gran éxito popular, Dis, quand reviendras-tu?, una canción de amor impaciente. Nantes también es una canción de amor. Mucho debió de amar Barbara para reconciliarse, a través de sus notas, con el padre que la violó. Después de escucharla mil veces me sigue emocionando. Suelo afirmar que el arte ayuda a sobrellevar algunos pesares de la vida pero ni nos redime ni nos justifica. Sin embargo, cuando algunas viejas desgarraduras resucitan con su vergüenza o su dolor intactos –el que nos causaron, el que causamos–, Nantes y su melancolía del perdón me abren el consuelo de una pequeña rendija en los callejones del pasado que yo creía sin salida.
José María Conget es escritor, autor de varios libros dedicados a la cultura popular, como El olor de los tebeos o Viento de cine. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Salvados del abismo, Clásicos y modernos, Pasados inconfesables y Telémaco encuentra a su padre