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Mientras tantoBajo palio

Bajo palio


 

Una día del verano pasado, bastante antes de atardecer, iba yo subiendo por el Paseo de Gracia de Barcelona, a la altura precisamente —mira por dónde, me dije luego— del edificio de la antigua Banca Catalana (qué fue de aquella quiebra, no se preguntan hoy los ciudadanos), cuando de repente un chavalín que caminaba justo a mi vera va y, con sobrecogida admiración, le espeta en voz alta a su madre: “mira mamá, el de la tele; qué guai, cómo mola”.

 

Atraído por lo que casi fue un grito de júbilo, miré primero al chaval y a la madre y luego al causante del alborozo. El muchacho tendría sus buenos trece o catorce años, digo yo, y un claro acento andaluz, y sus ojos me pareció que le seguían haciendo chiribitas incluso después de que el objeto de su descubrimiento pasara bajando casi a su lado y se perdiera luego —“qué guai”, repitió éste aún una o dos veces más— entre el gentío que hormigueaba a aquellas horas por la ancha acera. También la madre miró desde el principio hacia donde le indicaba el hijo, pero permaneció como de una pieza, con una expresión seca y detenida en la mirada que contrastaba con el gozo en el que no cabía el chavalote.

 

¿Y quién dirán que era el de la tele? Si se alude a alguien como “el de la tele”, lo más natural es pensar que el así aludido se significa sustantivamente por salir mucho en la televisión o ser un profesional de ese medio; que es conocido, sólo o por lo menos fundamentalmente, por aparecer mucho o bien cada dos por tres en la pantalla. Presentadores, “hombres del tiempo”, anunciantes, o bien actores y actrices podrían encajar desde luego sin mayores explicaciones ni reparos con esa forma de designación.

 

Pero el hombre que yo también veía bajar orondo y sonriente, como satisfechísimo de sí mismo y de que la gente, a la que parecía dispensar como una especie de condescendiente bendición con su sonrisa, lo reconociera —a qué me recuerda, me empecé a preguntar tan pronto como lo vi, qué me trae a la memoria—, no formaba parte,  cuando menos en principio, de ninguna de esas categorías. Ni era un presentador —o bien “conductor”, según hoy dicen algunos incorporando la palabra inglesa como para darles más pote aún del que tienen—, ni era un meteorólogo u “hombre del tiempo”, ni tampoco un anunciante ni un actor. A menos que un político —que era de lo que en realidad se trataba en esa ocasión— resulte que sea entendido hoy día en nuestras latitudes ya fundamentalmente como eso: como alguien que presenta, o más bien —en esa presuntuosa metedura de palabra— conduce, alguien que husmea el tiempo que va a hacer o que engatusa anunciando un producto como se acostumbra a hacer con éstos en la televisión, o bien, propiamente dicho, alguien que actúa.

 

Ésa es tal vez la lectura a la que, en su simplona espontaneidad, en su ingenuidad a bote pronto, da pie nuestro muchachote de marras, o más bien el lenguaje que, todo lo ingenua y simplonamente que se quiera, le había salido al asombrado mozalbete al distinguir, entre la gente de a pie de una tarde cualquiera de verano, al político de la rolliza sonrisa amplificada por el cristal de sus gafas que tan ufano bajaba por la acera del Paseo de Gracia: que un político para un chavalón como él, y seguramente para muchos —chavalones o no— como él, es alguien que actúa, que engatusa, que hace propaganda o anuncia el tiempo que va a hacer, un conductor digamos que del “programa” de la nación o bien, estirando un poco sólo las palabras para ir pensando por medio de esos estiramientos, deslizamientos y tropiezos con palabras, un leader, un acaudillador o, literalmente, un führer. Y, sobre todo —pero a qué me recuerda, a qué demonios me recuerda, me fui repitiendo desde el primer momento—, que un político es el que sale mucho o cada dos por tres en la televisión.

 

Le podía haber salido al muchacho “el del Parlamento” o “el del Gobierno”, que son los lugares diputados en principio para la política democrática, o bien el de este partido o el otro o el que quiere esto o lo otro, por ingenua o simplonamente que también lo dijera. Pero no, lo que dijo al verle, claro como el agua, fue “el de la televisión”. ¿Pero tanto saldría en la televisión el prócer nacionalista y vicepresidente del gobierno regional, señor Carod Rovira, para que aquel zagal lo designase de esa forma?, me pregunté. ¿Y qué es lo que me recordaba, qué es lo que diablos me recordaba aquella infatuación de la sonrisa y aquel paso solemne, aquella actitud reverencial que concitaba a su alrededor su mezcla socarrona de altanería y campechanía en sus modales?

 

Y otra pregunta aún: lo que “molaba”, lo que era “guai”, es decir, lo que le encandilaba o le parecía no ya bien sino seguramente requetebién o de rechupete, que es lo que a lo mejor dicen esos dos vocablos, ¿era el hecho genuino de haberlo descubierto, de haberse topado en la calle, entre la demás gente de una tarde cualquiera, con lo que antes había visto sólo y continuamente en la pantalla?,  ¿o bien era, también o en cambio, la propia persona del prócer, sus ideas o comportamientos políticos, o más bien seguramente el hecho de su conducción o acaudillamiento, su propaganda, sus actuaciones, lo que se le antojaba “guai”?

 

Nada de particular tendría si fuera lo primero, si bien se piensa: el que alguien de las generaciones más juveniles se alborozara al descubrir y confirmar en la realidad material de la calle la virtualidad de las pantallas. Más triste —pero mayores tristezas seguramente hemos de ver— sería ya que a un jovenzuelo, por más señas andaluz o de origen andaluz,  le pareciera no ya bien sino requetebién o de rechupete alguien que, por ejemplo, propaga y acaudilla algo tan peregrino en democracia como dejarle a él, y a bastante más de la mitad de los mozalbetes que igual que él tienen en Cataluña como lengua materna el español, sin poderse escolarizar en dicha lengua y a sus parientes, o a cualquier otra persona, rotular por ejemplo o recibir información sin humillación en esa lengua. Pero la ofuscación —para qué vamos a ofuscarnos— es muchas veces la luz de los tiempos.

 

Ni entonces, tras haber asistido a aquella modesta escena, ni después, pensando un poco en ello, he sabido contestarme en el fondo satisfactoriamente a esas preguntas. Pero a lo que sí he podido responderme por fin a carta cabal es a la cuestión, más íntima, de qué era lo que los andares de ese político y su engreída sonrisa entre socarrona y condescendiente removía en mi recuerdo. 

 

En el pueblo riojano de mis padres en el que mi hermana y yo solíamos pasar buena parte de los veranos, había en la época de nuestra infancia un guardia civil aragonés que debía de estar al mando por entonces del cuartelillo del cuerpo en la localidad. Era un hombre astuto, farruco, gordezuelo, famoso por sus malas pulgas y sus peores artes, que se ufanaba mucho de su mando en plaza y que yo recuerdo sobre todo en dos imágenes: en una lo veo ir bajo palio en alguna procesión, metido allí, como otras autoridades de rango, para escenificar la identificación del poder político con el religioso o, como se diría hoy, para que éste diera cobertura sacra al otro. Iba —¡eso es, ya lo tengo, me dije al caer en la cuenta de lo que me había hecho salir a flote!— como diciendo a todo el mundo “¡aquí voy yo!” o “¡a mí me va alguien a toser!”, y dispensando a diestra y siniestra con inconfundible empaque de superioridad la misma exacta sonrisa de petulante infatuación y condescendiente socarronería del prócer nacionalista ese día en el Paseo de Gracia barcelonés.

 

En la otra imagen, aunque en realidad no podría dar fe a ciencia cierta de si se trataba en verdad también de él, le veo borracho como una cuba y de tal modo abrazado a la cabeza de una pobre boriquilla que llevaba, ignoro con qué motivo, una jáquima de cascabeles en torno a su testuz, que en mi recuerdo se me superponen una y otra cabeza, hasta el punto de ver cascabeleando la jáquima ya sea en torno a la cabeza del asno ya alrededor de la del guardia, del que, dicho sea de paso, creo que nunca se supo que, a pesar de los pesares, hiciera mal o por lo menos muy mal a nadie.

 

Eso era, me dije al caer de repente en la cuenta, a eso me recordaba el hombre que vi bajar muy “guai” y “molando” mucho aquella tarde de verano por el Paseo de Gracia de Barcelona a la altura del antiguo edificio de la Banca Catalana de oscuro recuerdo: bajaba como si caminara orondo y farruco bajo palio y a la vez como provisto, no sé por qué motivo ni por cuál no, de una jáquima de cascabeles en torno. ¿O bien será así o algo así como se sale hoy en la televisión?: otra pregunta.

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