Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Sociedad del espectáculoLetrasBajo tierra. Minas de especulación y miseria en la mirada de Ander...

Bajo tierra. Minas de especulación y miseria en la mirada de Ander Izagirre

 

Potosí es un escaparate. Un escaparate de la miseria, de la injusticia y la lucha voraz de intereses. Ander Izagirre nos abre con esta crónica las puertas a las minas de Bolivia. Una metáfora de tantas cosas… Potosí (Libros del K.O.) recorre quinientos años de historia siendo siempre las minas o, lo que es lo mismo, su riqueza en materias primas, la causante de su pobreza. Y será esta la paradoja que fundamente sus páginas. Materias primas por las que siempre hay hombres dispuestos a hundir familias y países con humillante facilidad.

 

“Potosí” es “la palabra quechua que adoptó el castellano para nombrar por antonomasia las fortunas impensables”. Españoles conquistadores que tuvieron que abrir unos ojos muy grandes cuando extrajeran del Cerro Rico de Potosí –la gran montaña de diamantes y símbolo del país– unas 35.500 toneladas de plata fina. Los mismos ojos que Simón Patiño, el oligarca minero más importante de la primera mitad del siglo XX, cuando se proclamara como el quinto hombre más rico del mundo gracias al estaño que sacaba sin esfuerzo de las minas bolivianas. “La riqueza de Patiño superó en poco tiempo a la de Bolivia entera. […] Y aun faltaba lo mejor: la Primera Guerra Mundial. […] Fue, pudo haber sido, una oportunidad increíble para desarrollar el país”.

 

Y este es el sino que siempre ha marcado la historia de Bolivia: un sinfín de oportunidades excelentes para crecer y recuperarse que nunca se materializaron –o, mejor dicho, que siempre materializaron otros a costa del país pero sin embargo y, como siempre, fuera del país–. A lo largo de sus cinco siglos de minería, los bolivianos, es decir los que sufren las consecuencias de las minas, se han resignado a descubrir unas riquezas del subsuelo que nunca han visto la luz en su economía. Riquezas tan intangibles como un rico pastel que se observa sin dinero a través de una cristalera o un montón de arena fina que se escurre entre los dedos. Riquezas que tan pronto eran extraídas de la tierra volaban del país y por supuesto de su alcance. “Bolivia no recaudaba ni siquiera el 1% del valor de sus minerales.  […] Patiño, Hoschschild y Aramayo (los tres barones bolivianos más importantes) explotaban a unos mineros que les salían baratísimos, extraían toda la materia prima del país y se la llevaban al extranjero sin dejar ni las migas en Bolivia. Durante las primeras tres décadas del siglo XX, los ingresos extraordinarios del estaño dieron a Bolivia una oportunidad única para desarrollarse, pero las riquezas del país se acumularon en Delaware, Londres y Ginebra –del mismo modo que las riquezas de la plata se habían acumulado en la España colonial–, y en Bolivia no quedó nada”.

 

Y cuanto más pesaba el bolsillo de Patiño y sus socios… más rica era la sangre de los bolivianos “en arsénico, cadmio, mercurio, zinc y cromo. Respiran aire cargado de metales, comen animales y hortalizas cargados de metales, beben agua cargada de metales. Les salen úlceras, verrugas y bultos en los ojos, se les mueren los glóbulos, sufren anemias, fatigas crónicas, dolores musculares, depresiones, alucinaciones, se les cae el pelo […]”.

 

Y mientras Patiño festejaba sus millones en el extranjero con opulentos banquetes… las familias bolivianas más pobres –más del 90%– cocinaban con agua de los charcos. También en la actualidad.

 

“Allí corre un arroyo que se estanca en algunos charcos marrones y desprende un leve olor picante. Es agua que sale de las minas, mezclada con tierra y metales. Doña Rosa se agacha, llena la botella de plástico en un charco y la vacía en el primer bidón. […]—No es para beber. Solo es para cocinar. […] Yo con esto hago la sopita de fideos nomás. […] Un poco rara es. Se quedan manchas, así como de aceite”.

 

Foto: ANDER IZAGIRRE

 

Potosí es una denuncia a una situación que nadie ha sabido –querido– arreglar. Y así, conforme los datos históricos se fusionan con las historias más recientes, es evidente que, lo único que ha cambiado han sido los nombres propios gestionando a su antojo las riquezas del país. En Potosí y en el resto de Bolivia continua la pobreza, el hambre, la desigualdad y la especulación. Un ansia de dinero que parece justificar cualquier acción. Y la crudeza de la historia de Potosí es que si bien cuando lees los primeros años de explotación, allá por el siglo XVI, parloteas resignado –a la vez que aliviado por estar exento de responsabilidad moral–: “¡Qué cosas ocurrían entonces! ¡Cómo se podían consentir!”. Los años han ido pasando –unos quinientos para ser exactos– y las mismas atrocidades que se cometían entonces, son las que se siguen cometiendo hoy. Y todo el mundo las consiente.

 

“Mil trabajadores aportan la mitad de la producción minera de todo el país. Y luego están esos ciento veinte mil mineros perfectamente prescindibles: esa muchedumbre de cooperativistas, peones, palliris, que se destrozan la vida picando rocas, que ganan lo justo para no morir de hambre y que producen, entre todos, un irrelevante 3% de la producción. Podrían desaparecer y al sistema no le pasaría nada. De hecho, muchos desaparecen y no pasa nada”. Por ejemplo.

 

 

Izagirre se sirve de personajes reales para mostrar distintas caras de un mismo problema: desde el cura español, Gregorio Iriarte (finales del siglo XX), que se convirtió en un arduo defensor de los derechos de los mineros, burlando siempre a una autoridad opresora y sangrienta con la que debía trabajar de la mano, hasta Alicia, una niña de 14 años, que debido a sus condiciones económicas trabaja en la mina desde los 12. Personajes que gritan y denuncian una situación que, de tan injusta, resulta grotesca e insostenible: la presión política contra los opositores al régimen dictatorial o gobierno de turno, la existencia del trabajo infantil (en el año 2011 –antes de ayer– la empresa estatal de Bolivia calculó que había unos 13.000 menores trabajando en las minas. “Lo que está claro es que si empiezan a trabajar a los 12 o 14 años, seguramente no cumplirán los 35”); la situación de la mujer y especialmente la de las viudas que son la mayoría debido a la corta esperanza de vida y precariedad laboral de los mineros…

 

“Doña Rosa y doña Lorena –madre y tía de Alicia– […] aceptaron la oferta habitual de la cooperativa minera a las viudas: subir a la montaña y vivir en las casetas de adobe, junto a una bocamina –entrada a la mina–. Aquí arriba no tienen agua, no tienen luz, pasan frío, se mojan, enferman por el aire contaminado, pero no pagan alquiler y tienen trabajo: son guardas. […] A cambio reciben el equivalente a 40 euros mensuales –cuando el salario mínimo boliviano es de 85 euros–. […] Cuando no les alcanza –es decir: casi siempre–, los hijos adolescentes trabajan en las minas para ganar un poco más de dinero. A Alicia […] le pagaban 20 pesos, algo más de dos euros, por cada noche de trabajo bajo tierra”.

 

Y cuando parece que ya nada peor puede ocurrirle al pueblo boliviano, ocurre: la expropiación de la plata que tanto enriqueció a la España colonial dejó lugar a la expropiación del estaño para enriquecer, esta vez, a los oligarcas mineros. Enriquecimientos que no fueron gratuitos y que siempre estuvieron sustentados por la esclavitud india (con los españoles en Potosí “rotaban 94.500 indios en ciclos de siete años, pero la inmensa mortandad de la mina obligaba a reclutar muchos más. Los mitayos más lejanos caminaban casi mil kilómetros hasta Potosí. […] La coca, condenada en 1551 […] fue pronto reautorizada cuando se comprobó que, gracias a sus efectos estimulantes, los mitayos podían aguantar dos días seguidos trabajando sin comer”. En esos tiempos, “el secreto de Potosí no era la plata. O no era solo la plata: […] La riqueza de Potosí era el indio” ya que incluso “una mula resultaba mucho más cara que un indio”. Una historia que volvió a repetirse con Patiño y sus secuaces pues “sin los indios del altiplano tampoco hubiera triunfado la minería de estaño en el siglo XX”. Después de los oligarcas, las minas se nacionalizaron y los políticos se convirtieron en unas marionetas a merced de los intereses internacionales y especialmente estadounidenses. –Era importante contentarlos aunque luego de esos favores nadie se acordara y aunque eso significara empobrecer todavía más si cabe al pueblo boliviano–. Una Bolivia zarandeada por golpes de Estado, luchas por el poder, víctima de la Operación Condor, de las huelgas obreras que acabaron con los dictadores a cambio de mucha sangre derramada, la posterior instauración de una democracia tan manipulada por Estados Unidos que resulta ridículo llamarla como tal; la guerrilla del Che Guevara –que por cierto, también fue asesinado en Bolivia– y “ahora, el movimiento político de los niños trabajadores”; menores que luchan para poder trabajar en las minas, ya que es la única solución para que sus familias no se mueran de hambre.

 

Y de esto habla Potosí, de una Bolivia exprimida como un limón. Habla de unos magnates que siempre llegan, especulan, se llenan los bolsillos y “si te he visto no me acuerdo”. Una Bolivia a contracorriente. Una Bolivia a la que nunca se le dejó ser ni crecer, por la que siempre tomaron decisiones. Habla de más de 120.000 mineros que siguen bajando todavía bajo tierra para trillar y rebuscar lo que los grandes empresarios abandonaron ya por minucioso. De unos mineros que mueren debido a la precariedad laboral. Habla de la vuelta a las técnicas de extracción rudimentarias mientras la maquinaria más moderna –utilizada siglos atrás– se pudre en naves porque los mineros no tienen plata suficiente para comprársela a aquellos que en su día solo dejaron los restos.

 

Restos que hoy construyen a la Bolivia actual: solo repleta de sobras de todo lo que le robaron.

Más del autor

-publicidad-spot_img