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ArpaBajo una estrella cruel. Una vida en Praga

Bajo una estrella cruel. Una vida en Praga

 

Dudé mucho tiempo antes de decidirme a firmar la solicitud de admisión en el partido comunista. Sabía que la disciplina iba a ser un problema. Odiaba las reuniones, y no sentía ningún interés por participar activamente en la vida política. Quería trabajar, estudiar, tener un hijo, ponerme al día con todo lo que los años de guerra me habían quitado. ¿Por qué iba a querer pasarme las tardes en reuniones? Toda la vida me había resultado difícil identificarme con un movimiento. Me daban escalofríos las multitudes y sus consignas a voz en grito. Me desagradó desde el primer instante la palabra “masas”, con la que me encontraba constantemente en cada folleto que leía. Cuando la veía o la escuchaba, tenía la imagen de un rebaño de ovejas infinito, un ondulante océano de espaldas dobladas y cabezas inclinadas y el movimiento monótono de mandíbulas masticando. Odiaba la adulación histérica a Stalin, las frases rimbombantes de la oratoria política, así como el tintineo de las medallas y las condecoraciones militares que cubrían la panza de los oficiales soviéticos, pero me decía a mí misma que se trataba de detalles poco importantes, bastante comprensibles, al fin y al cabo, en los sencillos rusos, con su historia de pompa zarista.

 

En Checoslovaquia todo sería diferente. No construiríamos el socialismo en una sociedad atrasada sometida a la intervención imperialista y a conflictos internos, sino en paz, en un país industrialmente avanzado, con una población inteligente y bien formada. Nos saltaríamos toda una era.

 

Aun así, yo no quería meterme en política. Me decía una y otra vez: “Lo único que quiero es una vida normal y tranquila”. Pero acabé dándome cuenta de que una vida tranquila y sencilla ni es normal ni se logra fácilmente. Para poder vivir y trabajar en paz, criar hijos y disfrutar de las pequeñas y grandes alegrías que ofrece la vida, no solo es necesario encontrar la pareja adecuada, escoger la ocupación adecuada y respetar las leyes del país y de la propia conciencia, sino, sobre todo, debe existir una sólida base social sobre la que construir dicha vida. Es necesario vivir en un sistema social con cuyos principios fundamentales uno esté de acuerdo, bajo un gobierno en el que se pueda confiar. No se puede construir una vida privada feliz en una sociedad corrupta, del mismo modo que no se puede construir una casa sobre el fango, hay que poner antes los cimientos.

 

Rudolf solía reírse y decir: “Nunca pensé que tú serías una de esas personas que no tiene ni frío ni calor. ¡Si no te decides ahora, lo lamentarás el resto de tu vida!”.

 

Ese fue el primer error.

 

Y también: “Si descubres que el partido no es realmente tu sitio, siempre puedes abandonarlo”.

 

Ese fue el segundo error.

 

 

 

A fin, una noche, acudí a una reunión de la organización local del partido junto a personas que hoy aún se siguen llamando “camaradas” los unos a los otros. Me gustaba esa forma de tratamiento. Me gustaba la idea de que personas de diferentes países, que hablaban idiomas diferentes y representaban a razas y culturas diferentes pudieran encontrarse en cualquier lugar del mundo y, al llamarse unos a otros “camarada”, se diesen cuenta de que, aunque no se conocían ni se podían comunicar fácilmente, compartían ciertas cosas que habían elegido de forma consciente y libre.

 

Pero aquella primera reunión me deprimió. Entre los presentes estaba mi viejo conocido de la Oficina de la Vivienda, el señor Bouček, acompañado de otro hombre del que se decía que había sido encarcelado por los alemanes por traficar en el mercado negro y que de repente pretendía ser un antiguo prisionero político, prácticamente un mártir de la nación que había “luchado contra el fascismo”. La mayoría de los asistentes me doblaba la edad, y sentí alivio cuando llegó un joven de barba poblada para darnos una conferencia acerca de Los fundamentos del marxismo. Su discurso fue una colección de lugares comunes, trufados con unos cuantos cautos y disimulados dardos hacia el presidente Masaryk que me enfurecieron. Cuando acabó me sentía muy turbada, pero entonces un hombre mayor y de aspecto agotado, albañil de profesión, se levantó para hablar.

 

—Todo esto está muy bien —dijo—, pero permitidme que os cuente algo de la vida real.

 

A continuación, habló de años de trabajo duro y pobreza que se alternaban con años de desempleo y miseria, y acabó explicando lo que esperaba del futuro. Hablaba despacio, buscando las palabras, pero sus ideas resultaban extraordinariamente claras y acertadas. Al volver a casa, me dije a mí misma: “Un hombre como ese vale por cien señores Bouček y sí, sí, estoy en el bando correcto. La vida nunca es sencilla. Lo que es bueno nunca es bueno del todo, y el mal pocas veces es completamente malo. No debo desanimarme”.

Sin embargo, fue en aquella reunión donde descubrí por primera vez que los miembros del partido no solo procedían de las filas de la clase obrera, de los intelectuales, los antifascistas y los proletarios a quienes nuestra sociedad capitalista nunca había dado una oportunidad. Creo que no me equivocaría mucho si dijera que esa clase de personas era una minoría. Mucho más tarde, incluso los portavoces oficiales del partido admitirían que había habido infiltraciones en el partido, pero ¿de quién?

 

Había colaboracionistas que llegaron a la conclusión de que la mejor manera de ocultar sus dudosas actividades de los años de guerra sería bajo ruidosas proclamaciones de lealtad al progreso y al socialismo; había estraperlistas y ladrones que confiaban en que un carné del partido les ayudaría a proteger sus ganancias ilegales; había burócratas corruptos y, por supuesto, huestes de “humillados y ultrajados” que, debido a su propia incompetencia o la holgazanería, nunca habían logrado nada, y que sabían que en el partido sus limitaciones se convertirían en bazas.

 

Para ellos, un régimen totalitario era ideal. El Estado y el partido pensarían por ellos, se ocuparían de ellos, y les darían la oportunidad de vengarse de aquellos a quienes siempre habían envidiado. En una sociedad totalitaria siempre hay demanda de delatores mezquinos y de espías. La devoción al partido, el servilismo y la obediencia compensan de sobra la falta de inteligencia, iniciativa y honradez.

 

También se unieron al partido otra clase de personas. De hecho, el carné del partido se convirtió enseguida en una credencial imprescindible para gran cantidad de hombres que competían por puestos de dirección en empresas, granjas y fábricas nacionalizadas, o de guardianes de las propiedades de alemanes expulsados y de emigrantes checos, cuyo número iba en aumento. Años más tarde, visité a un “camarada” que acababa de regresar de una comisión de servicio de dos años en una región fronteriza. Su apartamento parecía un museo. Yo nunca había visto tantas antigüedades y pinturas exquisitas en una colección privada. Me dijo: “Cuando me fui de Praga solo tenía la maletita que llevaba. ¡Y mira ahora!”.

 

Los miembros más respetados del partido eran los revolucionarios profesionales de antes de la guerra, gente que jamás había desempeñado un trabajo útil, pero que tampoco se había perdido jamás una reunión o una huelga. También sabían cómo dirigirse a una multitud con las palabras y el tono que en el futuro los llevarían hasta los más altos puestos del partido y del gobierno.

 

No transcurrió mucho tiempo hasta que las porteras —las mujeres que se encargaban de casi todos los edificios de viviendas de Checoslovaquia— se convirtieron en la columna vertebral del partido. Durante años, gobernaron con mano de hierro no solo sus propios edificios, sino calles enteras. Su vida se convirtió en una embriagadora orgía de espionaje y delación, que a veces llegaba al chantaje. ¡Ay de quien se ganase su antipatía! Hasta los más altos funcionarios del partido tenían cuidado de no tirar la ceniza de sus cigarrillos en la escalera. Nunca dejaban pasar la ocasión de hacerle algún regalito a la camarada portera, que además solía ser también la dirigente de la célula local del partido. La importancia que alcanzó el puesto de portera en la década de los cincuenta puede juzgarse por el comentario que una de ellas me hizo entonces:

 

—Creo que el camarada presidente Zápotocký debe haber sido también portero —dijo—. ¡Es tan considerado con nosotras!

 

Mi querida señora, pensé yo, el camarada presidente jamás en su vida ha tenido que hacer nada más agotador que tocar el acordeón. ¡Cuando él era joven ser portero todavía era un trabajo duro y honrado!

 

Sí, el partido tenía razón. Se habían infiltrado muchos indeseables entre sus miembros. Sin embargo, más tarde nos preguntamos si aquellas personas no habrían formado el verdadero núcleo del partido, si los intelectuales y los obreros idealistas no serían los intrusos e infiltrados a los que se refería la propaganda del partido. Pero incluso muchos de aquellos sinceros idealistas sufrieron una transformación cuando el partido se hizo con el poder y comenzó a repartir puestos de trabajo. A menudo se dice que el poder corrompe, pero creo que lo que corrompió a la gente en nuestro país no fue el poder, sino el miedo que lo acompañaba. Tan pronto como alguien llegaba al poder, le obsesionaba el miedo a perderlo, porque perder el poder en una sociedad comunista no significaba descender un peldaño en la escalera social hasta la posición previa, sino una caída mucho mayor. Cuanto más se ascendía, más abajo se podía caer. Cuanto más crecía el poder que se tenía, más peligrosa era su pérdida, y mayor el miedo. Y que el poder repose sobre el miedo es una combinación infinitamente cruel y peligrosa.

 

Dicho esto, debo confesar que durante al menos los dos primeros años tras el final de la guerra no presté mucha atención a los asuntos públicos: ya estaba bastante ocupada intentando volver a la vida cotidiana. Me pasé varios meses haciendo cola en oficinas del gobierno, esperando unos documentos oficiales que demostrasen que estaba viva. Los alemanes habían destruido la mayoría de los archivos; para obtener un documento nuevo, había que presentar tres antiguos; para conseguir esos tres, había que presentar otros cinco; y para encontrar esos cinco… Era el cuento de nunca acabar. Tampoco era fácil conseguir otras cosas esenciales, como comida, ropa o muebles. Entretanto, hacía cola en otras oficinas, intentando averiguar qué les había sucedido a los miembros de mi familia durante la guerra. Todas mis preguntas obtenían las mismas respuestas. Tiroteado en Minsk. Fallecido en Majdanek. Fallecido en Mauthausen. Deportado a Auschwitz. No hay información. Desaparecido. Desaparecido.

 

Caminaba por las calles de Praga como si caminara por un campo de minas en el que a cada paso se pudiera abrir la tierra bajo mis pies. Esta era la calle por donde solía pasear con mi madre. Esta era la pastelería a la que mi padre me llevaba los domingos a tomar un helado en secreto, sin que mi madre lo supiera. Este era el edificio donde vi por primera vez una bandera con una esvástica. Esta era la calle por donde pasó nuestro grupo de camino a la estación de tren, donde la gente de las aceras se detuvo y se quitó el sombrero, y los soldados de las SS les gritaron: “Bewegung! ¡Si no os movéis, os llevaremos con nosotros!”.

 

Fui incapaz de seguir los consejos de quienes me decían que la única manera de regresar a la vida era olvidar. Quería preservarlo todo, no tapar ni embellecer nada, dejar las cosas dentro de mí tal como estaban y vivir con ellas. Quería vivir porque estaba viva, no porque debido a una casualidad no estuviese muerta.

 

A comienzos de 1946, encontré un trabajo como directora de arte en una pequeña y prestigiosa editorial. Diseñaba las cubiertas de los libros, escogía ilustraciones y reproducciones, dibujaba y pintaba, negociaba con escritores y artistas. Hacía cosas que me fascinaban y con las que disfrutaba mucho. El editor era un caballero anciano que me enseñó más acerca de la literatura y el arte de lo que habría podido aprender en la universidad. Pasábamos un sinfín de horas en museos y bibliotecas y, a veces, simplemente paseando por las calles de la ciudad, donde conocía cada piedra, escultura o pintura.

 

 

 

Yo disponía de mucho tiempo para esos paseos, porque Rudolf estaba tan ocupado con su trabajo en el Instituto de Desarrollo Industrial que a menudo llegaba a casa a última hora de la tarde, y después se quedaba leyendo hasta bien entrada la noche. Era abogado, pero con su diligencia acostumbrada estaba estudiando economía, para compensar el tiempo que había perdido durante la guerra. Me acostumbré a quedarme dormida en nuestro diminuto apartamento mientras la luz de la lámpara iluminaba una pila de libros sobre la mesa. Incluso hoy, cuando pienso en Rudolf, lo veo sentado allí en silencio, con la tenue luz revelando el contorno de su cabeza.

 

Estábamos tan absortos en nuestros trabajos que prestábamos poca atención a lo que ocurría a nuestro alrededor. Tan solo recuerdo que aquel año, después de la guerra, dondequiera que se mirase, en casas o en restaurantes o incluso en la calle, siempre que dos personas empezaban a hablar, inmediatamente se ponían a discutir de política. Antes de las primeras elecciones, en mayo de 1946, alguien pintó en la valla junto a

nuestra casa: “vota a los comunistas o al menos a los socialdemócratas”. Aquel eslogan me pareció divertido. Yo voté a los socialdemócratas porque mi padre los había votado y porque el padre de Rudolf había sido dirigente de este partido. Me enorgullecía de continuar con la tradición familiar. Los comunistas resultaron la fuerza principal en el parlamento, incluso sin mi voto.

 

Aquel otoño tenía la intención de matricularme en la universidad, pero estaba embarazada y el médico negó con la cabeza.

 

—Tienes que tomártelo con calma —dijo—. Todavía estás débil. ¿Por qué los jóvenes tenéis tanta prisa?

 

Resultó que tuve que pasar las últimas semanas de mi embarazo en la cama. Y, por fin, una tarde de un lunes de febrero y con gran nerviosismo, Rudolf me llevó al hospital. Hasta la mañana del jueves, cuando por fin nació mi hijo, Rudolf deambuló por el apartamento y también por las calles y por los pasillos del hospital con un aspecto desaliñado y sin afeitar, dejando un rastro de pétalos de rosa de un ramo que no sobrevivió a la espera.

 

Si me preguntan por el momento más hermoso de mi vida, puedo decir exactamente cuál fue: cuando la enfermera me trajo a mi bebé, peinado con un mechón de pelo mojado sobre la frente, con unas largas pestañas y unas cejas que parecían pintadas sobre su suave carita, y me dijo: “¡Aquí tiene a un precioso niñito!”. El mundo entero pareció iluminarse y comenzar a cantar, la desnuda habitación de hospital se llenó del aroma del paraíso y de repente mi padre, mi madre y mi abuela aparecieron junto a mi cama sonriendo. Abracé aquella cabecita y me dije, de una manera diferente a como lo había dicho antes: “Vida… vida…”.

 

Reanudé mi trabajo poco después, pero trabajaba en casa para no tener que dejar al bebé. Me retiré por completo a mi mundo particular. Afuera las cosas estaban cambiando, pero no les prestaba atención. Rudolf cada vez volvía a casa más tarde. Lamentaba no poder pasar más tiempo con su hijo, pero parecía satisfecho con su trabajo, y cuando vuelvo la vista atrás, aquella me parece la época más sosegada y plena de nuestra vida. Y, sin embargo, habría sido nuestra última oportunidad de reunir nuestras escasas pertenencias, empaquetarlas y huir tan deprisa como pudiéramos de aquella luz del este que se estaba convirtiendo en una deflagración.

 

Una o dos veces a la semana, la señora Machová venía para llevarse al bebé de paseo. Yo solía aprovechar entonces para llevarle bocetos terminados a mi editor, recoger nuevas tareas y echar un vistazo a la vida en el exterior. Un día de finales de febrero de 1948 me preparé para salir. Me sentía de muy buen humor. Me puse mi abrigo más bonito y un sombrero nuevo y salí a pasear por las calles de Praga. Cerca del centro de la ciudad me encontré con grupos de personas que se dirigían hacia la plaza de la Ciudad Vieja, y pensé con amargura: “¡Otra manifestación! ¿Por qué a la gente le sigue pareciendo divertido? ¡Y con este frío!”.

 

La intersección al pie de la plaza de San Wenceslao estaba completamente bloqueada por los trabajadores de una fábrica. Se hicieron a un lado con amabilidad, diciéndome cosas agradables y halagadoras, como suelen hacer los hombres de Praga. Les sonreí y proseguí mi camino hasta la avenida Národní.

 

Cuando entré en el despacho del editor, el anciano caballero estaba de pie junto a la ventana, mirando la calle atestada de gente. Ni siquiera se dio la vuelta para saludarme. En voz muy baja, dijo:

 

—Este es un día para el recuerdo. Hoy se está muriendo nuestra democracia.

 

Permanecí de pie junto a él, atemorizada de repente. Afuera, en la calle, la voz de Klement Gottwald comenzó a atronar por los altavoces.

 

 

 

Este es un fragmento del libro Bajo una estrella cruel. Una vida en Praga (1941-1968), que Libros del Asteroide publica el 1 de marzo. La traducción es de Luis Álvarez Mayo.

 

 

 

Heda Margolius Kovály (Praga, 1919-2010) nació en una familia de judíos acomodados. Fue deportada junto a lo suyos en 1941 al gueto de Lodz, en el centro de Polonia, y después a distintos campos de concentración. Consiguió escapar y refugiarse en Praga hasta el final de la guerra. Casada con Rudolf Margolius, su marido fue condenado a muerte en una de las primeras purgas estalinistas del régimen comunista chechoslovaco y ejecutado. Malvivió con su hijo haciendo traducciones, hasta que, tras casarse en 1955 con el filósofo Pavel Kovály, emigraron a Estados Unidos. Trabajó en la biblioteca de Harvard. En 1996 regresaron al país natal. De ella son las palabras, “es necesario vivir en un sistema social con cuyos principios fundamentales uno esté de acuerdo, bajo un gobierno en el que pueda confiar. No se puede construir una vida privada feliz sobre una sociedad corrupta, del mismo modo que no se puede construir una casa sobre el fango, hay que poner antes los cimientos”.

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