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Bakouma, pasada a saco por el Ejército de Resistencia del Señor. Carta desde la República Centroafricana

Era ya noche cerrada. La hermana Claribel recuerda la espalda del bandido que destripó y saqueó su habitación. Había cogido una mochila de aquellas rojas y amarillas que se distribuyeron cuando la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) en Madrid y allí había metido todo el dinero que les habían robado, y sus vestidos, la comida de los pobres y hasta sus sujetadores. Dos horas de angustia, dos religiosas desamparadas frente a 16 saqueadores y centinelas de campo, drogados de hachís indígena y armados hasta los dientes con kalashnikov y machetes. Hablaban inglés y swahili. Fui a verlas a los pocos días y a convencerlas que lo que les han robado hoy regresará con creces por obra y gracia de la fe en la Providencia. Pero temblaban aún por las dos horas que duró aquel calvario. Ese 21 de enero de 2016 será inolvidable para ellas, misioneras salvadoreñas de los pies a la cabeza. Una trabaja en Bangassou (Centroáfrica) desde hace 20 años. Ellos, los infames asesinos de la LRA, desde 2008. Este Ejército de Resistencia del Señor (LRA), fundada por Joseph Kony asola la diócesis Bangassou sin piedad desde entonces.

 

El Papa Francisco ha podido, el mes de noviembre pasado, romper barreras y borrar líneas rojas entre otros contendientes, selekas y antibalakas. Su presencia ha movido el país a unas elecciones presidenciales con las que salir del hoyo en donde la coalición rebelde Seleka, de mayoría musulmana, nos había metido hace tres e interminables años. Desgraciadamente Bangassou queda a 750 kilómetros de la capital, que el Papa declaró “capital espiritual del mundo”. Así que nuestra diócesis no puede aspirar a ser más que la “diócesis más saqueada del mundo”. Ayer fue en Bakouma y las hermanas Claribel y Sandra apuran el cáliz de la violencia. Mañana, eterno recomenzar, será en otro sitio, con los mismos protagonistas y el pueblo de Bangassou como víctimas colaterales por estar en el peor sitio, en el peor momento, que eran sus casas y sus aldeas. Un drama brutal que golpea un pueblo pacífico y amigable.

 

En las últimas dos semanas de enero 2016, el LRA ha atacado decenas de pueblos, algunos a 10 kilómetros de Bangassou. Se ha llevado cientos de niños y jóvenes secuestrados que guardarán el trauma de la violencia, de las noches en la selva y de los estragos de verse alejados de sus poblados, han matado a los que han opuesto a sus fechorías (ayer enterramos el último en Bangassou) y han quemado cientos de casas y con ellas, semillas, cosechas, enseres y sueños de futuro.

 

Otra imagen que Claribel lleva en sus pupilas es la de uno de los violentos pisoteando su velo blanco de consagrada, apenas tirado al suelo desde el armario de su cuarto. Su ropa manchada es símbolo de su fortaleza saqueada. Les pedía calma cuando uno de aquellos fanáticos golpeó con la parte plana de su machete a la hermana Sandra en el hombro porque, temblando como estaba, no atinaba a meter la llave en la cerradura de la alacena. El ataque que ellas vivieron ese día no es más que el eco de los cientos de asaltos vividos por estas poblaciones desde hace años, resonancia de los cientos de violencias ciegas y gratuitas que han golpeado la diócesis en los últimos años.

 

Pero esta vez la agresión tiene una connotación nueva y sesgada. Apenas el LRA se marchó a contar monedas y billetes, sacos de cacahuetes y botín desparejado, un grupo de soldados ugandeses llegó a Bakouma, seguidos de un pequeño contingente americano (dos agentes blancos y uno negro) en un helicóptero del ejército de Estados Unidos. En efecto, desde hace 10 años, un contrato firmado entre el anterior gobierno centroafricano (hoy destronado), la Unión africana (UA), el gobierno ugandés y el estadounidense, ha permitido a soldados ugandeses y norteamericanos, con la excusa o la certeza de luchar contra el LRA, los unos porque la vieron nacer y los otros porque tienen satélites y drones con los que poderlos seguir, de campar a sus anchas en el este de Centroáfrica. Es como si un batallón del ejército esloveno (por ejemplo) ocupara la provincia de Cádiz (por ejemplo) sin que nadie se diera por aludido y cientos de aviones eslovenos, sin control ni permisos, aterrizaran por todos lados, dueños del territorio. La presencia de estos ugandeses ha permitido dar seguridad en las ciudades más grandes al borde de la carretera principal. De hecho parece que triplican el número de los LRA. Pero la cosa huele a chamusquina. Parece como si no les interesara acabar con el LRA.

 

Saben quiénes son y los dejan hacer, no entran en la selva a buscarlos excusándose en los jóvenes secuestrados que el LRA pondría como escudos humanos en caso de ataque. Tienen fotos de los líderes, saben dónde se esconde Joseph Kony desde hace años (en un rincón entre el Sudán del Sur y el del norte al sur del Darfur llamado Kafia Kingi), pero nadie mueve un dedo para neutralizarlo con la complicidad del gobierno sudanés. Los ugandeses presentes en Centroáfrica “juegan a la guerra” y son mejor pagados por el gobierno ugandés que en su propio país. Antiguos LRA reintegrados en el ejército ugandés son reenviados a Bangassou e incluso son reconocidos por antiguos secuestrados, con el trauma que esto supone para ellos. Los americanos, con la excusa del LRA, ya tienen media docena de bases en Centroáfrica desde donde controlar, creo yo, el petróleo del Sudán y el coltán del Congo. Me da la impresión de que chupan del bote, que el “control” de los rebeldes del LRA es la punta del iceberg que esconde cantidad de otros intereses que los engrasan gratuitamente. Intereses geopolíticos, económicos u otros en donde ya me pierdo. Y mientras, mi pobre pueblo ejerce de víctima colateral y mis pobres monjas aguantan carretas con su pueblo y carretones con los pobres indefensos.

 

Los tres americanos trajeron a Bakouma medicinas y las distribuyeron a las misioneras, tomaron nota de lo ocurrido, les enseñaron fotos de reconocimiento de los líderes del LRA en poses distendidas, uno tocando la guitarra, otro sonriendo como si la foto fuera el recuerdo desde la selva centroafricana para su abuela en Uganda. Mientras uno explicaba los poderes de la pomada contra los hongos, otro, a escondidas de las monjas (¡pensaban ellos!), guiñaba el ojo a su compañero como diciendo: “Las tenemos en el bote, estas dirán a todos que nuestra presencia aquí es muy necesaria”. Nos parecía una puesta en escena, una escenificación con la que convencer al próximo gobierno que saldrá de las urnas la próxima semana, de volver a firmar el contrato que liga Centroáfrica con Estados Unidos y Uganda con el beneplácito de la UA, dejando las cosas del LRA como están, dejando al sufrido pueblo centroafricano pisoteado como siempre y dejándolos a ellos, de rositas, organizar “sus verdaderos objetivos” (buenos o menos buenos) en tierra extranjera. Son algunas de las zonas de sombra que vivimos en este atraco en directo, otro puñetazo en tiempo real en la boca del estómago de mi pueblo centroafricano.

 

Al atardecer nos fuimos todos a decir la Misa y a encontrar consuelo en la fe. Curiosamente la comunión nos dio fuerzas, pero noté que las formas, por no sé porqué misterio de los armarios, tenían sabor a alcanfor. Sabor ácido en la boca y consolaciones en el corazón. No nos queda que gritar con el salmista: “Sácame de la red que me han tendido, porque confío en Ti, tu eres mi roca y mi refugio” (Salmo 90). 

 

[La carta de Juan José Aguirre iba precedida de este encabezado, escrito por su hermano, que remitía el mail: “Queridos amigos, con gran pesar os envío la última carta que he recibido de Juanjo, ayer mismo y donde cuenta con dolor desgarrado, el último ataque a una de sus misiones, Bakouma, por parte del LRA de Joseph Kony, entre la desesperación y la angustia de ver cómo estos bandoleros campan por sus respetos por su diócesis, robando, violando y secuestrando sin que nadie les haga frente ni se preocupen por la seguridad de un territorio tan grande como Andalucía. Leedla y al menos rezad una oración por toda esa gente a la que nadie protege y ayuda. Un abrazo, Miguel Aguirre”. Con posterioridad recibimos el artículo que va a continuación].

 

 

 

No hay cruz sin Cristo (Reflexión de Semana Santa)

 

Una cruz vacía es una cruz imperfecta. Las prefiero con Cristo como la imagen del Cristo de los estudiantes el viernes de pasión por las calles de Córdoba. Creo que una cruz vacía es como un vaso de agua sin agua, es como un universo sin aire, una hoguera sin fuego. Los misioneros, sobre todo en zonas de alto riesgo, de tanto ver, acabamos siendo los especialistas de muchas de las cruces del mundo, de muchos crucificados del planeta, no solo de personas crucificadas por su fe o por la sinrazón de otros, sino también, especialistas del calvario de pueblos enteros crucificados. Mirando el rostro de los Cristos de la Semana Santa española, con cientos de miles de cofrades y penitentes ¿quién si no, mejor que el pueblo español, debería entender el horror que vive el pueblo Yaziríe en Siria, o la catástrofe de un precioso mar Mediterráneo convertido en un inmenso cementerio de 4.000 marginalizados, o el clamor de ancianos y niños, de mujeres preñadas y de campesinos ardiendo vivos en iglesias del norte de Nigeria por la fiebre asesina de criminales de Boko-Haram…? ¿Quién podría comprender mejor el torrente de lágrimas de una madre del Kurdistán o la angustia de una travesía a ciegas hacia las costas de la isla de Lesbos o la incertidumbre de una familia que se juega la vida en el campo de refugiados llamado la “jungla” en la ciudad francesa de Calais, que alguien que contempla el cuerpo y el rostro del Cristo de las lágrimas del Parque Figueroa, del cachorro de Sevilla o de las imágenes de pasión de Valladolid?

 

Nosotros los misioneros estamos en primera línea todo el año. Viernes de pasión en directo, no desde la tele. Tocamos el dolor en caliente desde cuando empieza a desgarrar. A veces te das de bruces con él. A mediados de febrero 2016 fui a recoger un joven a 120 kilómetros de Bangassou. Un prófugo. Se escapaba de un infierno, de cuatro años viviendo como esclavo con un grupo de rebeldes ugandeses del LRA. Alain, así me ha dicho que se llama, me ha contado su historia con voz entrecortada, medio K.O., aturdido por haber perdido las referencias y sentirse desubicado, perdido después de cuatro años de miseria, suciedad, selva sofocante, testigo de mil crímenes, incluso cómplice de cientos de otros. Me ha contado que lo secuestraron a él, a su mujer y a sus hijos, también a su madre, y la familia entera de su hermano con hijos incluidos del que se separó al poco tiempo. A su madre la perdió cuando fue incapaz de transportar todos los kilos que le habían puesto encima y su columna vertebral de quebró como el cristal. De un machetazo se libraron de ella. Su mujer fue a parar al círculo de un comandante rebelde que la “protegía” abusando de ella en todo cuanto podía. La dejó embarazada y Alain me dijo que murió seis meses después, en una de aquellas extenuantes caminatas transportando bienes robados, de una hemorragia en un mal sitio y en un mal momento. Me dijo que la sangre resbalaba por sus piernas como de un grifo abierto con restos de feto incluido. A sus hijos los perdió de vista hace años y él se escapó a mitad de febrero. Así me fue desgranando pedazos espeluznantes de su corta biografía. No me extraña que esté K.O. Lo dejé en un hospital de donde será evacuado a la capital. Allí, gente sesuda lo interrogará y exprimirá como un limón hasta que un psicólogo le ayude a rebobinar los mejores momentos de su vida antes del secuestro y a pensar en positivo. Hasta que empiece por sí solo a descubrir si queda alguien vivo de su familia… Pido a mi Dios que me dé el don de la empatía, de la compasión, de saber meterme en la piel de un clandestino de los que Monseñor Agrelo denuncia sus estremecimientos en Tánger, de una familia que se echa a la mar con niños pequeños para llegar a las costas griegas o de quien quiera que esté sufriendo en esta tierra.

 

Alain es hoy para mí la cara de nuestro Cristo y en esta Semana Santa es la imagen de nuestra cruz. Como decía antes, los misioneros, distribuidos por todas las geografías del planeta, conocemos al dedillo muchos ejemplos de cruz con Cristo y de un Cristo con rostro, con manos, con pies, con corazón y con alma.

 

Recuerdo el rostro de una mujer refugiada en la misión, acusada de brujería y amenazada de muerte por una masa de gente histérica y ciega. Recuerdo su rostro apergaminado de arrugas. Un rostro surcado por cien ríos y mil afluentes, un rostro cargado con todas las amarguras de su pasado y las incertitudes del futuro. Un rostro con ojos afilados como un bisturí pero, al mismo tiempo, expertos en vida, testigos de mil muertes en un continente en donde la muerte está barata; cómplices de cien duelos aquí donde acompañar a los muertos en su tránsito final es un deber sagrado; cuajados de lágrimas, símbolo del desconsuelo en que hallaba. El rostro de aquella mujer surcado de arrugas era el rostro de Cristo crucificado, del Cristo atado a la columna y de tantas otras imágenes.

 

Recuerdo otra foto y unas manos roídas por la vida. Manos de piel cuarteada y venas sinuosas. Las manos se abrían en cruz para agarrar un haz de leña. La leña pesaba sobre la espalda de un hombre y las manos la sostenían mientras el cuerpo se encorvaba y dolía. No eran unas manos bonitas, ni tenían uñas cuidadas, ni brillaban de cremas ni olían de aromas. Eran las manos de uno de los miles de empobrecidos, que por suerte o por desgracia, les toca vivir sólo con el sudor de su frente, sin más ayuda gubernamental que la de permitirles vivir. No se veían en ellas ni el boquete de los clavos ni los raspones de las caídas. Pero se intuían unas manos crucificadas sin clavos, traspasadas por dureza de la vida.

 

¿Qué decir de los pies de Cristo? Los pies de un Cristo clavado, la anatomía deformada por los nervios tetánicos, son una lección de vida. Los pies son el resumen de una biografía, el legado de un pasado, la herencia de un presente y un escrito codificado de lo que ha sido la vida de una persona. Pies contraídos, pies torcidos por el reuma, pies consumidos por el trajín, pies cansados, pies machacados por la carga, pies doloridos del mucho estar de pie. Recuerdo los pies de Madre Teresa en los últimos años de su vida y más que pies eran un garabato. Aquellos pies resumían el calvario de su preciosa vida. Aunque también reflejaban el mucho bien acumulado, el amor ofrecido y el dolor compartido. Mirad los pies de cualquier Cristo, crucificado o no, y leeréis en ellos su maravillosa vida y la fuerza inmensa de su personalidad única e irrepetible.

 

El corazón del crucificado se le imagina a través de la llaga del costado. Y pienso en las llagas abiertas de la humanidad, ahora más que nunca, cuando el odio del islamismo radical ha salpicado a enteros continentes. Criminales que matan en nombre de Dios son solamente criminales que ponen a la religión como una pantalla para justificar sus crímenes. Los romanos maltrataron a Jesús y lo mataron porque cumplían órdenes. Los radicales lo hacen porque supuran odio irracional, un odio que abre llagas y rasga corazones. La violencia impone la injusticia y la generaliza. Jesús triunfa de la violencia con su mansedumbre y su sentido común. Llagas abiertas en la fe de la vieja Europa en donde, como en un cascarón vacío, la fe se desmorona a cachitos, a trozos, una generación tras otra. Llagas abiertas en el continente americano, en la selva de las tribus amazónicas, llagas abiertas por el consumismo a ultranza, por la adoración del dios dinero, llagas putrefactas en zonas del mundo donde se explotan niños, se secuestran niñas, se abusa de jóvenes perdidas o se machaca sin piedad a personas honradas: cada uno de esos momentos son una lanzada en el corazón de nuestro Cristo de la Semana Santa.

 

Pero queda el alma de nuestro Cristo que no es otra que la certeza de su resurrección. Un Cristo que no resucita es un pobre cristo, un cristo inacabado, un cristo fallido. Un Cristo resucitado es aquel que inunda de esperanza los rostros, las manos, los pies y las llagas de una humanidad a la deriva. Por eso el alma de la pasión se entrevé también durante las torturas porque la muerte es solamente la antesala de la vida. Cristo es vida porque resucita. Está resucitado cuando salen las cofradías. Resucita cuando la Iglesia vive el Evangelio y no se pliega ante el dios dinero. Resucita cuando es misericordiosa, cuando los misioneros van por todo el mundo hablando de su muerte-vida y de que somos cristianos cuando hacemos cómo Él hizo, vivimos como Él vivió, hablamos cómo Él habló y sabemos morir, más o menos, con la fe en la vida eterna con la que Él murió.

 

 

 

 

Juan José Aguirre, misionero comboniano, es obispo de Bangassou, en la República Centroafricana, donde lleva 35 años. Este escrito lo envió a la Fundación Bangassou, que le apoya desde España.

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