
Suena Our Shangri-La, de Mark Knopfler
En realidad, el título que encabeza estas palabras es un sucedáneo. En realidad, quisiera que este artículo se titulara “Alcohol y triples”, pero entonces cometería un imperdonable plagio para con un amigo, Joan Sans, que lo usó para titular un artículo, olvidado en las hemerotecas, pero que forma un recuerdo impagable en la memoria colectiva de un grupo de amigos. Ese artículo, y el momento que relata, me ha venido a la memoria al ver The way back (ídem, 2020), película dirigida por Gavin O’Connor, e interpretada por Ben Affleck. Los vínculos, más allá de los términos “baloncesto” y “alcohol” pueden, aparentemente, ser lejanos, cierto, y, de hecho, la asociación no se produjo inmediatamente. Pero transcurrido un tercio de su metraje, una cosa llevó a la otra.
El citado artículo era la crónica escrita por un entonces periodista en prácticas y que debía contar todo lo que rodeaba a la celebración de unas veinticuatro horas de baloncesto que conmemoraban un hito histórico ocurrido años atrás: la disputa del partido de baloncesto más largo de la Historia y la consecuente constatación en el Libro Guiness. Nosotros llegamos de madrugada tras llevar unas horas dando tumbos por algunos bares, dispuestos a participar con alguna copa en el cuerpo y Juan, además, con su libreta. De ahí salió una crónica que era el reverso de la leyenda porque donde había gente encestando también había un botellón que para alguien –testigo presente- casi acaba en tragedia. Tras la publicación, llegó un aluvión de quejas al periódico y Joan consiguió hacerse un nombre –como todo periodista persigue- y que le declararan persona non grata en el club que organizaba el evento.
La tragedia, pues, casi se asomó al amanecer, algo que, como sabremos, sí le ocurrió al personaje de Affleck, un obrero de la construcción al que la vida le ha dado una buena ostia y que antiguamente había sido una estrella del baloncesto escolar. Ahora se arrastra hasta su casa cada día después de dejarse parte del sueldo en un bar cercano. Sin embargo, aparece una oportunidad de redención si decide dirigir al equipo de su antiguo colegio, ese que juega en el pabellón donde está colgada su camiseta cual Michael Jordan de instituto. The way back es, por lo tanto, la típica historia de una segunda oportunidad a la que añade un plus de dramatismo ese Ben Affleck cuyas anchas espaldas sostienen todo el andamiaje dramático de la película y que se interpreta a sí mismo en un ejercicio de exorcismo algo autocomplaciente.
A pesar de estar dirigida por el responsable de la brutal y emocionante Warrior (ídem, 2011), The way back adolece de aquello que tiene el baloncesto, que es la incertidumbre del resultado, la emoción de cierto desenlace, el intenso vaivén de un intercambio de canastas. Todo resulta, en cierto modo, previsible y en parte, por eso, empiezo a establecer alguna que otra asociación de ideas. Me vienen a la mente algunos recuerdos en los que mis amigos y yo podríamos ser ese grupo de chavales algo atolondrados a los que entrena Affleck pero a los que la película no concede tanta confianza como lo hace su entrenador. Unos cuantos estereotipos son suficientes para despertar la memoria, pero no para conformar al espectador adulto. Aunque algo de la ingenuidad o la voluntad por destacar de los chicos podemos reconocer, más de dos décadas atrás, en nuestras vidas.
The way back funciona como un drama sobrio sobre la adicción, la autodestrucción y la supervivencia, su tono triste no cae en una excesiva dosis de dramatismo y sus imágenes, sin resultar ásperas ni demasiado graves, transmiten cierta intensidad. Todo parece encajar si no fuera porque las costuras de los tópicos se evidencian transcurridos el tercer cuarto. Entonces, la película es eficaz y previsible, como el sky hook de Kareem Abdul Jabbar, por mucho que nos introduzcan un pequeño giro de guion.
Poco importa cuando lo revelador es que las películas más cercanas, en ocasiones, no son precisamente las mejores pero que, tal vez, sean esas las buenas. Sin duda, The way back no motivará ninguna conversación entre amigos, ni tan siquiera permanecerá seguramente en el recuerdo, pero es el detonante de algunos hermosos recuerdos, plasmados en un artículo a partir del cual se comparten divertidas conversaciones, sobre los que se erigen, en definitiva, los cimientos de la amistad. Momentos aquellos en que la nostalgia no era este dócil y almibarado sentimiento presente, sino aquel en el que, como dijera Luis García Montero, “todo merodeaba por delante y el futuro aún estaba en su sitio”.
Gràcies, Joan.