Escribe mi amigo Edgar en esta tarde de domingo de Otramérica: «Colombia, te veré en cuatro años, más pobre, más jodida, pero igual de ciega. Tienes el presidente que mereces». Y yo sé que Edgar está hoy jodido y recuerda su pobre San Vicente de Chucurí, la violencia que ha rajado a ese pueblo en incontables sucesos, en años de sangre y guerra en la que las víctimas tenían nombres de pobre, vidas de pobres y la invisible muerte de los pobres.
Juan Manuel Santos es el nuevo presidente de Colombia y me quedo casi sin palabras. Santos representa lo peor de lo imaginable (y de lo que ya conocemos), aunque para el establishment ignorante europeo o para la oligarquía clásica colombiana sea la mejor opción, la continuidad de las políticas excluyentes en una de las falsas democracias formales más antigua y profesional de Otramérica.
Colombia llega a este punto en un estado desastroso. Las supuestamente exitosas políticas de Álvaro Uribe son, en realidad, una trama de mentiras bien urdidas y transmitidas. La seguridad no es segura en un país donde el propio Estado reconoce 18.000 desaparecidos y unos 13.000 muertos violentos en el año 2009 de los que el mayor porcentaje son atribuibles a violencia social, no al conflicto armado; una economía empantanada, en la que el desempleo y la informalidad se ha tomado las calles y los anhelos frustrando a millones de colombianos; una institucionalidad destrozada, con la credibilidad por los suelos y con los poderes del estado tomados por el Ejecutivo o en franca y perjudicial batalla… y, quizá lo más grave, una grave ficción de que no pasa nada o de que, al menos, pasa menos que hace unos años.
Hace tan solo un mes, en el departamento abandonado y rico del Choco hablaba con un gran amigo que trabaja en una de las zonas más compejas del conflicto y él me aseguraba que en esa zona las FARC estaban más fuertes que en los últimos 10 años. ¿Qué tanto sabemos nosotros y qué tanto saben los colombianos de lo que acontece en el país? Creo que muy poco.
Santos es la confirmación de un fracaso: el éxito de la política de caciques, del control del vasto y violento territorio de los departamentos, donde los narcotraficantes, los paramilitares y la guerrilla (de forma alterna) controlan vidas, votos y muertes. Se apuesta por un presidente ajeno a su país, el preferido de los militaristas del norte, el símbolo de la seguridad democrática de la que ya ni él habla mucho. Siendo ministro de Defensa Juan Manual Santos se cocinó la estretagia de los falsos positivos (presentar a muchachos pobres muertos como bajas de la guerrilla), con él los Derechos Humanos quedaron reducidos a un postulado internacional con poco valor en este país de cowboys.
Quiero a Colombia como quiero a la tierra como amo a los compañeros y compañeras que haya luchan y los que viven allá, bajo tierra, como memoria lacerante de la injusticia… pero este es uno de esos amores que arden, que duelen, que frustran. Ay Colombia, tan grande y tan miserbale a la vez. Quizá tenía razón otro gran amigo, Juan Pablo, cuando hace 13 años me dijo que el calificativo que mejor le calzaba a este país era el de «barbaravilla», una incomprensible y contradictoria mezcla de barbarie y maravilla.