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Bancos

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

Vivir en un hotel te da caché. Aunque éste provea habitaciones de ocho dólares que pasan a ser de seis si pagas por adelantado y por espacio de un mes. Además, en un hotel podré recibir a mis visitas a las que no debería exprimir en demasía ya que sólo dispongo de un estúpido ventilador que se atranca cada dos por tres. Los habitáculos con aire acondicionado se excedían de mi presupuesto, que aunque ahora sea lo más parecido a un rico, la verdad es que gasto más que ahorro y con este tipo de vida, podría dejar de tener clientas, y por ende, ingresos. Que nunca se sabe hacia dónde van las modas. Que igual mañana la humanidad se aparta del sexo como el musulmán del solomillo de cerdo y nos extinguimos. Luego me acerqué al banco a ingresar mil dólares. Entré crecidísimo. A los treinta segundos me desinflé.

 

Le he dicho que dónde está la sección VIP.

 

Disculpe, elija cualquier ventanilla si mantiene que su ingreso será sólo de mil dólares.

 

Pateé una silla. Y al hacerlo manché mis zapatos recién impregnados en betún. El mosqueo ya era doble. Aunque no hay enfado que supere a una humillación pública. Yo nunca he sido muy de bancos. Pero tras un lustro viviendo en negro y residiendo en Camboya, la auténtica África en Asia, pensé que ir con mil dólares a la sucursal era como entrar en California con un descapotable último modelo y una churri de copiloto. Pero nada más lejos de la realidad. Sigo siendo un mindundi que aceptó su derrota en el mismo momento en que un chino con pinta de albañil colapsó la ventanilla número 9 donde se acumularon seis fajos de billetes de 100 dólares. ¿Qué cuánto era? No lo sé, pero al menos 100.000. Lo que más me dolió es que hasta ése cliente no disponía de suficiente valía como para traspasar la puerta color oro donde un cartel decía ‘VIP’. Está claro que en esta vida, por mucho que intente merodear la realidad, he fracasado. Y que cuando me dieron la cartilla –“Señorita, ni de débito ni de crédito”, dije a la empleada muy flamenco– me fui entre humillado y atracado. Porque donde ponía ingresos había un ‘1.000’ y dónde decía disponible se mostraba un crudo ‘980’. Ya salía por la puerta giratoria cuando me volví chulesco. Ya no era porque la comisión de apertura fuera de 20 dólares, sino por poder tener más de 24 horas cuatro dígitos en una cuenta bancaria.

 

Señorita, quiero meter en mi cuenta lo necesario para poder tener 1.000 dólares, comisión incluida.

 

Perfecto. En este caso ingrese 21, que la comisión en este caso sólo será de un dólar.

 

Y como los niños con zapatos nuevos paseé mi libreta de ahorros abierta por su primera página bajo el crudo sol camboyano. Algunos viandantes me miraron extrañados, como esos casos de pirados que en medio de un ataque esquizofrénico se acercan al cajero y embisten gratuitamente a cada viandante con billetes aún calientes. A mí no me dio por regalar dinero. De hecho nunca supe ni el porqué de aquella extraña reacción. Pero me sentía a gusto vacilando de cartilla de ahorros recién inaugurada cuando realmente nadie sabía ni lo que estaba haciendo ni qué dígito marcaba la primera página. Ya en el hotel me retocé sobre la cama con la cartilla sobre mi pecho a la que incluso saqué una foto con el móvil tras pasarle la lengua por cada una de sus páginas. En vez de en Camboya creía estar viviendo en Las Vegas durante una orgía de victorias al póquer. Luego intenté abrir un libro –‘Vida y hechos de Alexis Zorba’, impresionante obra de Nikos Kazantzaki– donde confirmé que en esta vida ando tan lejos de su protagonista, Alexis Zorba, que me dio vergüenza recordar tantos y tantos pasaje de mi vida a la que como siga así sólo le van a quedar dos anécdotas para la historia: mi nacimiento y mi muerte.

 

Mientras agonizaba de la mejor manera posible –acababa de comerme unos noodles y la digestión comenzaba a inyectarme su dosis tranquilizante– recordé un momento de mi vida que sí podría reconocer como válido, incluso admirable; algo que contar y no sólo a los nietos sin miedo a ser ninguneado. En un caso típico, una anciana intentaba cruzar la calle en una atestada avenida de Wuhan, ciudad china sinónimo de masacre, por sus cielos eternamente grises y sus habitantes, entregados a mala leche continua. Pues eso, que cuando el paso de cebra era ignorado por todos los conductores –la totalidad de ellos podían ser los familiares de la anciana– yo me interpuse entre el tráfico y la vieja, a la que en volandas juveniles, me le subí al cuello en homenaje de fin de curso universitario a todos los años de continua emisión televisiva de Grease. Luego la crucé zigzagueando ante la sorpresa de unos conductores que no entendían qué estaba ocurriendo. Para que el hecho resultara más memorable, aclarar que nadie me aplaudió, salvo la abuela, que me besó en la mejilla: olía a fritura.

 

Y mientras recordaba ese pasaje de mi vida plena de obviedades, y cuando caía en un maravilloso sueño profundo, sonó mi teléfono, que de hecho es el único sonido por el que salto de la cama cuando estoy dormido. Que ya pueden sonar el timbre o caer la bomba atómica que mi siesta persiste de manera imparable.

 

Me llamo Monique y quiero un servicio completo.

 

Se produce una curiosa igualdad entre la mujer y el hombre cuando de pagar por follar se trata. En mis tiempos mozos, en un Madrid donde la sección de clasificados de los diarios era lo más leído junto a los dibujos de Forges y Ricardo, la clave para quedarse tranquilo ante el saludo del otro lado del hilo teléfono era el rotundamente cándido: “Hola, llamaba por lo del anuncio”. Por ello, me alegra que la mujer, en el único caso equiparable en toda Camboya a irse de putas, actúe de manera tan parecida. Porque a la segunda pregunta saltó la alarma de la justificación: “No quiero preguntas. Dime dónde te puedo encontrar. Pagaré lo estipulado”.

 

No sé si poetas o literatos han descrito los instantes previos a una cita sexual de pago. Porque en esos minutos finales de tristeza y abandono sexual, el que apoquina se pasea en taxi, metro o a pie con la seguridad del que le queda media hora para casarse o acabar de ver ingresada en su cuenta la paga extra. Da igual quién se le cruce o interponga, ya sea agente de tráfico, mendigo o vendedor ambulante. La seguridad es tal que se te queda mirando a los ojos una belleza rubia de curvas inmejorables –o un loco que reparte billetes de cien euros recién salidos del cajero– y le quitas los ojos para clavarlos en el semáforo que acaba de cambiar de color y ya te permite llegar hasta el portal donde dice el anuncio del periódico que habrá, en su cuarta planta, un piso franco repleto de muchachas de diversas nacionalidades. Monique se plantó en mi nauseabundo hotel en no más de cinco minutos, llegándome a plantear si la siesta me había dejado tan en fuera de juego que había perdido la noción del tiempo a cambio de un imaginario en donde creí haberla oído entrar por la ventana que daba a la calle. Pero tras lavarme los dientes –cuando salí con restos de dentífrico en la cara ella seguía impertérrita, vestida e inmutable– me topé con una nueva realidad, que para llevar sólo unos meses ejerciendo la prostitución me ha hecho preguntarme si, a lo mejor, no debería haber empezado a ejercerla antes. Todo ocurrió al inicio –“por favor, sin condón”– y al terminar –“por favor, termina dentro”. De pronto, comprendí que Monique, para de lo buena familia que parecía –nadie haciendo el acto salvajemente te pide las cosas ‘por favor’; y menos si eres tú el que abonas– tenía un problema de origen desconocido: o se le había montado una vértebra de mala manera y el intenso dolor la deformaba sus ideales, o aquello era un posible paso delante de la sociedad mundial que aceptaba que el desbarajuste debería ser general: y todos a una en busca de la enfermedad sexual.

 

Pero nada más lejos de la realidad, al instante, y cuando Monique lloriqueaba encogida sobre un lado de una cama a la que no le quedaba esquina con el cubrecamas en condiciones aceptables, recibí esa dosis de realidad que la sucia televisión aún, y por mucho que lo ha intentado, nunca ha conseguido alcanzar.

 

Necesito quedarme embarazada.

 

Haberlo dicho antes.

 

Si te lo llego a decir antes habrías salido corriendo, como hacen todos los hombres que conozco.

 

Es que las noticias malas, como en el chiste, hay que darlas al final.

 

Pero tú acabas de decirme que te lo podría haber dicho antes de comenzar.

 

Yo no soy como los demás, Monique. Por eso cobro. Porque sé lo que me hago.

 

De pronto, nos fundimos en un profundo abrazo cuando aún revoloteaba en mi cabeza mis recientísimo pasado de actor porno terrorista; que era verme en el espejo rayado del chusco salón, mi nuevo hogar a seis dólares la pernocta, y observar la silueta de una mujer desnuda en fase de riesgo para quedarse encinta, enroscada a un prostituto con ramalazos humanos: hacerlo sin gominola y eyacular en los adentros. Tan inenarrable fue aquello que repetimos ejercicio, como si en una ristra de pecados sólo contara el primero. Y de pronto, otra pregunta.

 

Monique, ¿y por qué no vas a un banco de semen?

 

Porque quiero sentirme madre al 100%. Saber quién era el padre, dónde se cometió el acto y qué cara se nos quedó cuando nos enteramos.

 

¿Y por qué no te buscas un novio?

 

Cada vez que estamos redactando el contrato y sale este punto, desertan.

 

Pues haz como conmigo: no les des toda la información hasta el final.

 

No sé, debo elegir a los lánguidos. Que es invitarles a eyacular y se les produce un cortocircuito.

 

Mi cautiverio duró lo justo y necesario. Porque tras intimidar tanto que llegó a sentirse hasta incómoda –“Todo esto me parece irreal”, decía Monique mientras volvía a ducharse: ya llevábamos tres– tomé la dirección absoluta de la situación: “Conozco un banco de semen aquí a la vuelta”.

 

Al entrar al mismo, aunque Monique me juró que sólo iba “para preguntar”, sentí, ahora sí, un extremo cariño entre sus empleados que me hizo apiadarme del Acleda Bank, mi banco en Camboya donde entrar con mil dólares a depositar posee el mismo valor que ir al cine sin dinero. De pronto, me sentí importante. Sobre todo cuando la muchacha uniformada me tomó del brazo –a mí me confunde y me excita el que me toquen al hablar; sobre todo si son señoras– para llevarme a una habitación blanca minimalista –metáfora de lo que iba a volcar en una probeta blanca que yo pensaba que al vaciarme, iba a echar humo blanco, como en el Quimicefa, teniendo en cuenta que ya llevaba tres en los interiores de Monique– donde para excitarme me pusieron una película porno de los ochenta, la última década en donde el vello púbico salía más en pantalla que los protagonistas y sus órganos sexuales. Aunque claro, no se crean que no exigí explicaciones a una dirección que me las cedió con la misma educación que acierto en su criterio.

 

¿Y por qué en vez de tenerme que excitar con estas imágenes de velludos no dejáis a Monique que pase?

 

Porque entonces no usaría la probeta, sino su vagina.

 

Tenían razón. Aunque en el fondo la exigencia la hice con la boca pequeña, porque cualquier tipo de porno siempre es agradable para los que vivimos en una continua fiesta promiscua. Lo que sí que barrunté, en esa habitación homenaje al Solaris de Tarkovski, es si entre tanto blanco satén no habrían decenas de cámaras ocultas incrustadas o si directamente aquello no era más que un estudio de televisión donde preparaban la siguiente edición de ‘Inocente, Inocente’.

 

Aspersor, lo más increíble no es que estés dándome tu semen para que me quede preñada. Sino que lo más alucinante es que primero hemos sido una especie de pareja y que luego has aceptado hacerlo por mí. El día menos pensado, imaginemos: año 2047, te presentarás en Volendam, de donde soy, y exigirás las pruebas de ADN para reclamar la paternidad de Rik, porque mi hijo se va a llamar Rik.

 

Monique, prometo no molestarte salvo si realmente te has quedado preñada de manera natural. O sea, las tres veces anteriores a esta modernidad. Porque si antes de que te inseminen estuvieras embarazada mi absoluta exigencia será que llames Aspersor a tu hijo… mi hijo.

 

Ahora que lo pienso, ya sé porque te llamas Aspersor. ¿Podría saber cuántos hijos tienes, si es que lo sabes?

 

Monique me demostró tres cosas: que en su Volendam natal no era la más lista de su clase, que quería ser madre de un prostituto español que todavía no le había presentado un análisis de sangre concienzudo donde poder descartar venéreas además de otras diversas problemáticas, y que el dinero le molestaba mucho en el bolsillo. Porque la frase anterior a la entrada a la clínica fue de cine.

 

Sí, acepto tu idea. Dame tu semen y ya me inseminarán.

 

Pero si te van a cobrar 25.000 dólares, ya me he corrido dentro de ti tres veces y podrías hasta abortar tras haber soltado la guita.

 

Me da igual. Acepto correr el riesgo.

 

Pero si soy calvo y con gafas. ¿Tanto te interesan mis genes?

 

Mi padre era calvo.

 

La gracia de los bancos de semen en Camboya es que te pagan al salir además de condecorarte con un arroz salteado –su equivalente en España tras el análisis de sangre sería un bocadillo de mortadela con aceitunas y margarina Artua untada: ese gracejo habitual de los que residen en la falsaria ‘dieta mediterránea’ y no sólo se lo creen sino que lo cuentan a granel– por si te marearas, como si en vez de haber disfrutado te hubieran sacado plasma a dos carrillos. Añadir a todo este desaguisado general que tras cobrar del banco de semen y de Monique volví al hotel con casi 100 dólares de más y un extraño picor que en tiempos pasados anunciaban tormenta venérea. Prometí ver a Monique el día que le confirmen que se ha quedado encinta por un chorrazo mío efectuado dos meses antes. Porque ése es el tiempo que tardarán los del banco de esperma en depositarle lo que hoy guardan bajo llave y a temperaturas extrañamente frías. La tecnología, al fin, aliada de mi persona, cuando sigue sin demostrarse que hacer exactamente eso –depositar a posteriori desde una probeta congelada– sea más certero que hacerlo sobre un camastro de hotel costroso a tiempo real.

 

Ya en mi cama, en la misma cama, recordé a Monique y su intrusismo en el delicado mundo de los perdedores. Dejarse horadar sin profiláctico además de rogar porque la eyacularan sólo puede entrar dentro de una globalización que acerca al cabal al precipicio de manera evidente.

 

 

Joaquín Campos, 22/03/14, Phnom Penh.

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