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Banqueros


Los banqueros son los enemigos del pueblo, se dice por ahí. Ahora. Antes, no hace mucho, ocurría lo contrario: los banqueros eran los amigos del pueblo llano, incluso menesteroso: prestaban enormes cantidades de dinero sin más aval que la longevidad del cliente. Prestaban dinero a cambio de tiempo de vida laboral. Las últimas hipotecas que se concedieron antes del mondongo de las subprime lo fueron a cuarenta años. Los bancos prestaban, evidentemente, dinero que pedían prestado. Nadie ahorraba en España: no sólo los tipos de interés estaban por debajo de la inflación (cosas veredes); aunque no hubiera sido así, tampoco habría habido ahorro. Es lógico: los intereses anuales de un pequeño depósito no podían competir con la obscena plusvalía de cualquier negociete inmobiliario. Así, quien tenía algo de dinero ahorrado, prefería comprar una opción de compra, curioso pleonasmo consistente en ganar dinero sin mover otra cosa que papeles: compro lo que aún no he comprado y vendo lo que aún no se ha vendido. En este jueguecito participaron hace años millones de españoles, hoy mayoritariamente arruinados. Era el capitalismo popular —invento de la Tatcher— al hispánico modo.

 

Los banqueros eran amigos del pueblo porque ayudaban al pueblo a realizar sus sueños de prosperidad; cualquiera, con un sueldo miserable, podía acceder no sólo a la vivienda, sino al viaje exótico, el todoterreno ganso y el bodorrio cutriprincipesco de la niña. Los banqueros, en todo caso, han sido culpables de fomentar la difusión masiva del virus de la imbecilidad entre la población autóctona.

 

El enemigo del pueblo no es el banquero, sino el político. Hubiera bastado, hace unos cuantos años, que se limitaran por ley los préstamos hipotecarios (es aberrante prestar el 120 % del valor de la vivienda, como ocurrió en algunos casos); que se introdujera como fórmula obligatoria la dación en pago (no se habrían tasado fantasiosamente los inmuebles); que se introdujera un tipo de IVA superior para segundas, terceras o enésimas viviendas. Los banqueros suelen influir en la política, pero también la política puede influir sobre la banca. Depende de quién esté al frente del país; depende de si quien está al frente sabe lo que hace o piensa lo que dice; depende de si la población, al acudir a las urnas, medita sobre su voto.

 

Los banqueros son ahora enemigos del pueblo porque están hipotecados. Deben mucho más de lo que pueden pagar, habida cuenta de que los que deben a los bancos están arruinados o en vías de estarlo. Deben un dinero que nunca ha sido suyo, sino de esos entes vagorosos llamados “los mercados”, y que son la suma —variable— de pequeños ahorradores y grandes especuladores. Los bancos quieren salvarse del mismo modo que piden auxilio los hipotecados en quiebra; que pague otro la deuda, que el Estado asuma el desastre. El Estado nunca parece enemigo del pueblo porque siempre paga. Si no paga, entonces sí es un enemigo despiadado.

 

El mayor enemigo del pueblo español es su estilo de vida, caracterizado, en general, por una incapacidad profunda para tomarse las cosas (del estado, de la sociedad en su conjunto) en serio. España es páis donde se vota a iletrados, a fulastrones, a imputados. Es un país donde se busca trabajo buscando al amiguete. Es país donde se prefiere vivir a crédito que pagar al contado, derrochar que ahorrar. Pocos en España valoran los impuestos que pagan y, consecuentemente, pocos valoran al contribuyente como figura esencial de un Estado moderno. El nombramiento, por ejemplo, de la simpática Bibiana Aído para la fantasmagórica división feminista de la ONU ha costado 99 millones de euros; es decir, 20.000 subsidios de emergencia, o el sueldo anual de 230 profesores de bachillerato, o el de 180 médicos, o la pensión de 25.000 míseras viudas.

 

Qué gran país Islandia.

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