Son pocas las películas que describen un amor pasional y contenido como el que sienten los personajes de In the mood for love de Wong Kar Wai. Un amor callado que se pasea por las calles de Hong Kong pero que bien se podría pasear por la Gran Vía un sábado cualquiera. Unas manos que se rozan con timidez, sin mirarse, una cena romántica, una charla sobre literatura en una habitación, unas lágrimas, un beso, una despedida…
El amor a veces consiste en esto. Y aunque no me imagino otro final, alguna vez me pregunto que hubiera sido de los protagonistas si en lugar de despedirse como lo hacen, se hubieran fundido en un abrazo sin fin y juntos hubieran desaparecido bajo la lluvia. Seguramente hubiera sido el principio de algo más que un idilio en blanco y negro hubiera empezado otra película. Quizá una de esas de Woody Allen donde asistimos al desmoronamiento del amor, arrasado por la rutina y los problemas más prosaicos que atacan el día a día.
Soy de las que piensan que los abrazos no son como los besos, pero casi… en esto me parezco a Isabel Coixet. Un abrazo en el metro puede cambiar el rumbo de una historia, tanto como un beso atropellado en un taxi puede ser el principio de otra.
Asoman muchos abrazos por mi cabeza, algunos con sabor a salitre y alcohol en playas desiertas, otros como el de Marlon Brando con su amante en el Último tango en Paris, mezcla de abrazo y baile entre perdedores, letanía sin horizonte: dos inconformistas en sincronía. Por no hablar de la película The Artist, cuando Peppy Miller en un momento de ensoñación, juega con la chaqueta de Georges Valentine colgada de un perchero, emulando un abrazo y él llega de repente. Y no hay lugar para las palabras, sólo para un cuerpo a cuerpo. Pero sobre todo me quedo con el abrazo tan tierno como desesperado de Clint Eastwood y Meryl Streep bajo los puentes de Madison. Soy una romántica, sí.
Los abrazos pueden ser el principio de todo o el final. Los abrazos llevan siempre un beso dentro, son una medicina sin receta y en estos tiempos que corren, todo un lujo. No hay recorte que pueda con ellos. Es tanta la energía que se intercambia cuando nos abrazamos que nos sentimos ligeros, como en una nube. El tiempo se detiene mientras tú pareces caminar de espaldas, ajena al mundo, como si miles de violines posasen su melodía sobre tu cabeza.
Son además una herramienta esencial en la curación, de verdad, mejoran no solo nuestro sistema inmunológico, también nuestra autoestima. Y es que, aunque parezca algo sencillo, no es fácil darlos, quién lo hubiera dicho. Aprender a abrazar requiere tiempo, dedicación y muchas, muchas ganas. Y lo mejor de todo es que no importa equivocarse cuantas veces sea necesario. Al contrario, cuanto más te equivoques mejor irán saliendo. Poco a poco, sin forzarlos, sin miedo… una vez y otra.
Abrazos de al menos siete segundos que según los expertos es el tiempo que necesitan las neuronas para trasmitir las emociones al cerebro. A veces basta menos, diría yo. Basta un segundo para que las barreras se tambaleen y los sentimientos afloren, aun cuando la intención de las neuronas sean otras. Basta que una sonrisa se pierda enredada en la mía y una canción cantada bajito”…se adesso te ne vai… ti chiedo solo non voltarti mai…”, casi susurrante al oído, para darte cuenta que estás perdida, que algo sucede dentro de ti. Y toda esa tormenta, en menos de un segundo.
[Hace unos días, oí la noticia que una empresa aprovechando que era Navidad, se dedicaba a vender besos y abrazos con fines benéficos. Se podían comprar abrazos, “te quieros”, buena suerte, mimos, y otros sentimientos en sus tiendas. Todo por un módico precio y por una buena causa. Después de un curriculum con tantas emociones rotas, de tantas historias desperdiciadas como las mías, estuve a punto de claudicar y llamarles: no estaría mal una dosis extra de cariño, comprar un puñado de “te quieros” y abrazos de encargo y guardarlos en frascos como quien colecciona sonrisas y besos trasnochados.]
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Foto: In the mood for love