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Basura electrónica: Desarrollo envenenado

El mercado de Agbogbloshie es conocido por ser un destacado punto de venta de cebollas.  Camiones repletos de estas hortalizas llegan diariamente desde Mali a este barrio situado a las afueras de Accra, la capital de Ghana. Llama la atención un mercado en el que se venden exclusivamente cebollas. Sin embargo, el visitante no tardará en percatarse  de otro detalle que reclamará su atención: los asientos de los vendedores. Lo normal sería, quizás, que los tenderos estuvieran sentados en las típicas banquetas de madera tan extendidas por todo el país. Pero no. Todos están sentados sobre televisores y pantallas volcadas de ordenadores que pasaron a mejor vida.

 

Un breve recorrido por el barrio es suficiente para darse cuenta de hasta qué punto este tipo de residuos electrónicos ocupan un escenario privilegiado en la vida diaria de los vecinos.

 

Aparecen por todas partes restos de vídeos, teléfonos móviles, ordenadores, televisores o frigoríficos. En muchos casos, representan su modo de vida. Cada pocos metros, el visitante se topa con grupos de hombres jóvenes, posados también sobre pantallas, despiezando del todo los ya de por sí deteriorados artilugios electrónicos. La expresión de sus caras denota esfuerzo. Con una mano sujetan firme un cincel, y con la otra dejan caer sobre él toda la fuerza del martillo. Pretenden extraer los restos de aluminio, hierro y cobre que contienen los aparatos.

 

Durante todo el paseo por Agbogbloshie, al visitante no deja de invadirle un intenso olor a plástico quemado. Desde la zona donde se despiezan los aparatos y siguiendo el rastro del humo negro que se divisa entre los tejados, llegamos al vertedero situado a escasos metros del núcleo del barrio. En medio de la basura común es fácil tropezarse con pedazos de teléfonos móviles, alguna calculadora estropeada, restos de lo que algún día fue un televisor, o teclados de ordenador hechos añicos. Se trata de un espacio amplio, a orillas del río Odaw. En este río, que doscientos metros más adelante desemboca en el golfo de Guinea, el agua fluye negra. El olor a putrefacción es únicamente  disimulado por un fuerte olor a quemado.

 

Al fondo de la campa la silueta de unos jóvenes aparece y desaparece entre el humo. Se dedican a quemar los manojos de cables que anteriormente otros vecinos del barrio han extraído de los aparatos. Para avivar las llamas utilizan pedazos de plástico y el poliuretano aislante de los frigoríficos. Su objetivo final es obtener el cobre que contienen los cables. Una vez que la goma que los cubre se ha derretido, interrumpen la combustión con agua.

 

El mayor de los chicos rondará los veinte años, pero la mayoría no sobrepasa los doce. Mohamed es uno de los jóvenes más aplicados en la tarea. La suya es una actividad frenética, no para de moverse de un lado al otro de la hoguera, agitando sin cesar las madejas de cables para que su cobertura prenda mejor. Lleva una camiseta blanca de cuello muy cedido que le deja un hombro al descubierto. El sudor brilla en su frente y unas gotas recorren sus sienes. Dice tímidamente que tiene 10 años y que vino del norte. Como otros muchos en este barrio, es un refugiado que escapó de los conflictos tribales que se libran al norte del país. Habla el dagbani, un idioma que poca gente entiende en la ciudad. Sus padres permanecen en el norte, y en Accra vive bajo la protección de su hermano mayor, Isaac, de 15 años. Ninguno de los dos acude a la escuela.

 

La jornada de Mohamed comienza  a las seis de la mañana, algo habitual en un país en el que, atraídos por el frescor de la madrugada, la gente se pone en marcha horas antes de que el sol haga su aparición. Pero el hecho de madrugar no exime a Mohamed de tener que soportar el calor del mediodía. Abandona el vertedero hacia las seis de la tarde. Doce horas de actividad que le aportan alrededor de tres cedis diarios (un euro y medio). Tal cantidad le permite subsistir con dos comidas diarias.

 

La salud de los jóvenes que trabajan en Agbogbloshie está expuesta a serios riesgos. Mike Anane, presidente de la liga de periodistas ambientales de Ghana, los ha visitado decenas de veces. “Estos chicos están en continuo contacto con residuos químicos muy peligrosos. Los restos de aparatos que manipulan contienen materiales tan tóxicos como el plomo, el mercurio o el cadmio”. El plomo repercute de forma muy negativa en el crecimiento de los niños, sobre todo en el desarrollo cerebral. También afecta directamente al sistema nervioso y al aparato reproductor. “Además, el humo que se genera al quemar los cables es muy tóxico y se liberan dioxinas que los niños respiran. He visto niños que al toser vomitan sangre. Muchos de ellos tienen graves problemas respiratorios”, añade Anane. 

 

Hemos preguntado al joven Ettsi, otro de los chicos  que se mueve como un lince entre llamas y cables, si es consciente del riesgo que la actividad supone para su salud. “Hay que apartarse de la dirección que toma el humo para no respirar porquerías. Si tienes cuidado con eso es suficiente”, afirma convencido. Reconoce que algunos amigos han caído enfermos, pero elude hablar del tema con la misma habilidad con la que suele escabullirse del humo negro.

 

No hay duda de que estos jóvenes se mueven en un terreno envenenado. Un estudio realizado por el grupo ecologista Greenpeace en Agbogbloshie, llamado precisamente Envenenando a los pobres, ha revelado que el nivel de contaminación en el suelo es muy elevado. Se registran niveles de plomo, mercurio y cadmio muy superiores a los recomendados por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Todos ellos son residuos que provienen de aparatos electrónicos.

 

Esta contaminación ambiental no afecta solo a quien  trabaja o vive en Agbogbloshie. Anane lo explica: “Cuando llueve, todos esos metales se filtran por el suelo y van directos al río, y el mar está aquí mismo. Los ghaneses comemos el pescado de esa mar, y esos metales pesados acaban en nuestro organismo”.

 

 

 

¿Quién los manda?

 

Media docena de vacas vagabundean por la zona. Andan desorientadas, como preguntándose quién ha instalado ordenadores y frigoríficos donde antes tenían un prado rebosante de pasto verde. Casi todos estos  aparatos y montones de cables que han invadido Agbogbloshie han llegado del extranjero. John Pwamang, director de Tóxicos de la agencia para la protección del medioambiente del Gobierno de Ghana,  afirma que la mayoría provienen de Europa. “Estados Unidos y Canadá también mandan sus desechos, pero por cercanía geográfica, el 85% de los aparatos llegan desde Europa”. El puerto de Rotterdam es desde donde parten, pero su origen está en diversos países europeos como Reino Unido, Alemania, Francia, Italia o España. “Todos son hábiles exportando desechos electrónicos. Pocos países se salvan”, afirma Mike Anane. Este periodista medioambiental no ha dejado de investigar y denunciar este tráfico ilegal desde que  hace siete años descubrió por primera vez un camión lleno de desechos electrónicos que se dirigía desde el puerto de Tema al barrio de Agbogbloshie. 

 

La convención de Basilea prohíbe exportar basura electrónica a países que están en vías de desarrollo. Esta convención, ratificada por más de 170 países, pretende evitar que las zonas más empobrecidas del planeta se conviertan en vertederos del llamado mundo desarrollado. Parece claro, sin embargo, que para algunos resulta muy fácil saltar la barrera que supone el tratado.

 

“Todos estos aparatos los mandan catalogados como bienes de segunda mano. Sin embargo, cuando llegan al puerto tres de cada diez están estropeados, son basura electrónica. Y a muchos de los que funcionan les queda una vida útil muy corta”, explica Pwamang. Un informe reciente de su departamento revela que solo en 2009 llegaron al país 150.000 toneladas de aparatos electrónicos de segunda mano. Un tercio de este material estaba estropeado. Son muchas toneladas de  chatarra electrónica.

 

La mayoría de las veces son empresas occidentales las que trasladan  material de segunda mano a Ghana, aunque también hay empresarios ghaneses que viajan al extranjero para buscar mercancías.

 

Uno de los motivos que hacen de Ghana un destino atractivo para almacenar basura electrónica es su estabilidad político-social, característica que  le ha permitido desarrollar lazos económicos con muchos países de Europa y América. El puerto de Tema, que se encuentra a escasos kilómetros de la capital, es un puerto muy vivo, con mucha actividad. Según Pwamang, “es más fácil introducir material defectuoso o estropeado en un puerto con mucho movimiento, donde el ir y venir de los barcos es continuo, que en un puerto en el que apenas hay actividad”. Además, Ghana es un consumidor nato de aparatos eléctricos de segunda mano. Aunque la mitad de la población vive bajo el umbral de la pobreza, la otra mitad tiene suficientes recursos para comprarse un televisor, o un frigorífico, a condición de que sea de usado.

 

Accra es una ciudad vibrante, al tiempo que asfixiante. Todo ello se debe al clima tropical que padece y del que goza la ciudad. El calor  pegajoso, por momentos insoportable, es el que hace que la urbe parezca una olla sobre el fuego, donde todos los vapores y olores desagradables encuentran salida sin apenas tapas de contención.

 

Es a ese espeso ambiente al que se debe la animada y vibrante vida callejera. La mayoría no tiene motivo alguno que lo retenga en casa, y menos un equipo de aire acondicionado que le permita soportar el calor acumulado entre las finas paredes de su hogar. Por eso la vida transcurre fuera, en el barrio, en la calle.

 

En medio de una maraña de concurridas tascas, puestos de comida o tiendas de ultramarinos abundan establecimientos que venden electrodomésticos. La entrada a estas tiendas suele estar precedida de un pasillo al aire libre, que a cada lado muestra los productos estrella del lugar. En la mayoría de los casos son frigoríficos y televisores que han sido ya descartados en los hogares europeos. Muchos de los teléfonos móviles que se venden en cualquier esquina han tenido una vida anterior y en los cibercafés que tanto abundan en la capital llaman la atención los ordenadores de pantalla profunda, que rara vez se ven ya en nuestro país.

 

El gobierno de Ghana considera que la importación de material electrónico usado  es una buena forma de reducir el impacto de la brecha digital. Es por ello que promueve la importación de electrodomésticos de segunda mano eximiendo a estas mercancías de pagar tasas de aduana.

 

Frank Braimah, director de operaciones del Instituto de Tecnología de Ghana, es muy crítico con esa política. “Me da la impresión de que lo que nos donan los países desarrollados son sus quebraderos de cabeza. No saben qué hacer con los aparatos electrónicos cuando se estropean, y nos los regalan. Ahí acaban sus quebraderos de cabeza y, claro, empiezan los nuestros”, asevera no sin cierto enfado.

 

Los aparatos que llegan del extranjero, y que funcionan correctamente, se distribuyen rápidamente en los cientos de puestos de venta repartidos por todo el país. A pesar de que existe una red muy amplia de venta de estos productos, Ghana carece de una infraestructura adecuada para el reciclaje, y a los aparatos que no funcionan les queda solo un destino: Agbogbloshie.

 

Los esfuerzos por acabar con el tráfico ilegal de chatarra electrónica, tanto dentro como fuera del país, han sido hasta la fecha infructuosos. La agencia de protección medioambiental de Ghana ya ha remitido un requerimiento al parlamento para que regule la importación de bienes de segunda mano. John Pwamang reconoce que “no existe ninguna ley que regule estas importaciones, y eso deja vía libre para el fraude. Tenemos que empezar a endurecer las leyes internas para cerrar la puerta a los residuos electrónicos”.

 

En opinión de Mike Anane, el primer paso para afrontar el problema es exigir que se cumpla la convención de Basilea. Tiene muy claro que existen responsabilidades penales: “La Interpol debería hacer un seguimiento exhaustivo de estos casos para averiguar quién remite los residuos. Hay mucha gente que ha enfermado a consecuencia de la basura electrónica. Hay que detener a los responsables”.

 

 

 

En los últimos años se han llevado a cabo algunos arrestos en Reino Unido y los Países Bajos. Pwamang alega que las autoridades europeas están comprometidas, y que están colaborando con el gobierno ghanés: “Nos piden información sobre los lotes de basura electrónica que interceptamos. Nos dicen que si poseen datos sobre los transportistas la próxima vez podrán detectar ese tipo de mercancías más fácilmente”. Pwamang admite que en puertos tan grandes como los de Rotterdam no se pueden supervisar todos los contenedores.

 

Anane disiente. En su opinión  son los países que exportan basura electrónica los que tienen que poner controles más severos. “No se le puede pedir a un país en vías de desarrollo que llene los puertos de controles. El Gobierno de Ghana tiene otras prioridades para sus recursos”. Según él los mandatarios europeos no hacen lo suficiente. “Si lo hicieran, la basura electrónica no seguiría llegando sin cesar”,  sentencia con gesto irónico.

 

Además del control, los expertos consideran que la educación es indispensable para afrontar el problema. Indican que hay que educar a los que manipulan los desechos electrónicos, pues hacen uso de técnicas muy elementales para extraer los metales que contienen. “El martillo y el cincel son, en muchos casos, las únicas herramientas que utilizan y se liberan miles de partículas contaminantes. Deben aprender procedimientos más avanzadas, para que no dañen tanto ni su salud ni el medioambiente”, asegura John Pwamang. Lo mismo ocurre con los jóvenes que, como Mohamed y Ettsi, día tras día respiran humo negro. “Existen modos simples de extraer el cobre de los cables sin tener que recurrir al fuego”.

 

Frank Braimah es partidario de extender la conciencia sobre el problema a toda la ciudadanía. Los aparatos electrónicos de segunda mano que se utilizan en la mayoría de hogares ghaneses tienen una vida limitada y “la gente tienen que aprender que cuando se estropea un electrodoméstico éste no se puede abandonar en cualquier sitio”. Añade que la responsabilidad debe ser extendida a las empresas que manufacturan estos dispositivos. Según él los fabricantes deberían crear redes de recogida, “compensando a los consumidores que entregan sus viejos aparatos. Estas compañías utilizan componentes como el plomo, el mercurio y el cadmio para elaborar sus productos, por lo que la responsabilidad de tratar adecuadamente esos desechos recae sobre ellas”.

 

Mike Anane les acusa de tener una sed infinita de beneficios: “Detrás de todo está la obsolescencia programada. La mayoría de los electrodomésticos se fabrican con una fecha de caducidad, para que al cabo de poco tiempo dejen de funcionar, y el consumidor acuda a comprar nuevos”.

 

 

Iñaki Guridi es periodista

 

 


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