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Mientras tantoBaterías de cocina: cacerolas y 'Whiplash'

Baterías de cocina: cacerolas y ‘Whiplash’


Fotograma de la película 'Whiplash' (2014), dirigida por Damien Chazelle.
Fotograma de la película ‘Whiplash’ (2014), dirigida por Damien Chazelle. A la izquierda de la imagen, Terence Fletcher (interpretado por J. K. Simmons); a la derecha, el protagonista de la cinta, Andrew Neiman (interpretado por Miles Teller).

Hace algunos días decidí llevar a cabo un experimento clandestino a las nueve de la noche, mientras mi calle y sus alrededores se iban llenando poco a poco de ruido y cacerolas. Consistió, simplemente, en ponerme a ver la película ‘Whiplash’ (2014) al mismo tiempo que mis vecinos salían en tromba a sus balcones, o a la calle misma, para protestar contra el Gobierno y exigir dimisiones y un poco más de libertad, golpeando ollas, cazuelas y sartenes; como queriendo llevar el ritmo de la revolución antisanchista, como si fuesen percusionistas aficionados de una banda municipal.

Para el que no la haya visto, como era mi caso hasta hace tan sólo un par de días, ‘Whiplash’ va de un muchacho que sueña con convertirse en el batería de jazz más grande de todos los tiempos, por delante de Art Blakey o Buddy Rich. Para lograrlo se matricula en el Conservatorio Shaffer, el mejor del país, donde trabaja Terence Fletcher, uno de los mayores directores de big bands universitarias de los Estados Unidos; pero también uno de sus mayores hijos de puta. No en balde, los métodos que emplea Fletcher para sacar lo mejor de sus alumnos rozan la brutalidad y la violencia, y, más que alentar, desaniman a cualquiera. Por ejemplo, cuando el protagonista llega a su primer ensayo con él, Fletcher le interrumpe en cada compás para recriminarle que no va lo suficientemente rápido, o lo suficientemente lento, o que no lo hace lo suficientemente bien. «No es exactamente mi tiempo», le dice de primeras el personaje interpretado por J. K. Simmons a su aprendiz, con cierta amabilidad; para terminar lanzándole una silla después, con su quinto o sexto error consecutivo. Y esa es, precisamente, la atmósfera que envuelve a toda la película; ese afán de perfeccionismo extremo y enfermizo es el que nos mantiene frente a la pantalla con unas ganas locas de aprender a manejar las baquetas y de convertirnos en unos auténticos maestros del jazz.

Hace algunos días, como digo, hice el experimento de ver ‘Whiplash’ mientras escuchaba cómo decenas de baterías de cocina eran golpeadas a mi alrededor. Como Fletcher, repetía todo el rato: «no es exactamente mi tiempo», y deseaba arrojarles una mesa por la ventana, o un ventilador, a ver si por lo menos conseguían tocar las cacerolas en armonía; pero no. Los manifestantes, por norma general, suelen ser gente a la que les falta algo de oído, y por eso repiten inconscientemente lo que hace o dice el de al lado sin saber muy bien por qué. Pablo Picasso lo tenía muy claro cuando dijo aquello de que «los grandes artistas copian, los genios roban», y entre los indignados de Ferraz, Núñez de Balboa y Castellana hay muchos artistas camuflados; pero artistas del montón. Como dijo Buddy Rich, quien sí llegó a convertirse en uno de los mejores baterías de jazz de la historia, «si no tienes aptitud, acabas tocando en una banda de rock». Es decir, acabas haciendo ruido, molestando y provocando indignación; a ojos de un amante del jazz, al menos. Sin embargo, hasta de la música rock, que nació como un género musical eminentemente político y antisistema, se pueden sacar ventajas.

En un momento dado de la película, por ejemplo, el temido Fletcher se sincera y trata de explicar su agresiva metodología de enseñanza, y dice: «No hay dos palabras que sean más dañinas en nuestro idioma que ‘buen trabajo’». Él cree, no sin motivo, que el hecho de ser exigente en su trabajo y de no decirle a todo el mundo que vale para lo que en realidad no tiene ni la más mínima aptitud es lo que provoca que la gente saque lo mejor de sí; callarse, o dar por buena una actuación mediocre, lo único que hace es favorecer al conformismo y a la mediocridad, acabando así con el talento. Está claro, por tanto, que la exigencia y la auto-exigencia son siempre positivas para mejorar, pero tampoco hay que pasarse.

No en vano, y teniendo en cuenta las nulas aptitudes musicales de algunos de los vecinos de Madrid, no estaría mal que, en vez de adoptar el papel de percusionistas independientes, adoptasen la mentalidad de Terence Fletcher, si bien un poco más sosegada. Al fin y al cabo, por muy duro que resultase su papel, por muy directo y vengativo que fuera su método, siempre estuvo entre bastidores, otorgándole el protagonismo a su big band, a la que nunca le dijo «buen trabajo». Supongo que, al final, ese es el papel de todo ciudadano: estar ahí para recordarle a su Gobierno que no está haciendo bien su trabajo y que no se tiene que conformar, pero sin coger nosotros mismos los instrumentos y ponernos a aporrear un par de platillos y un par de tambores con lo primero que pillemos, ya sea una fregona o un palo de golf. Como dice el refrán, «el que sabe, hace; y el que no sabe, enseña»; y, desde luego, hay muchas cosas que, como ciudadanos, podemos enseñar; como la templanza en tiempos de crisis, evitar la vehemencia y el extremismo, y fomentar la capacidad de dialogar. Si, por el contrario, nos dedicamos a hacer ruido, nadie nos escuchará, me temo. Porque, realmente, ¿a cuántos partidos políticos conocen ustedes que, alguna vez, le hayan hecho caso al batería aficionado de una banda municipal?

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