Beatriz Russo.
Cinco poemas del libro La llama inversa.
Todo se inicia en la cantera. La piedra se extrae, se clasifica, se posa en una pila abigarrada, cimientos a base de bondad y transigencia, lealtad y entrañas. A la cúspide se asciende sin memoria, con aristas de garras luminarias y heces de pájaros. Abajo, brillo de sudor y sombras; un amasijo confundiendo las horas y su vegetación con cadáveres de insectos arrastrados por su levedad. De vez en cuando rueda un sillar por algún fenómeno de telequinesia o de manicomio y se detiene frente al hogar del pensador. No se ven luces encendidas ni se escuchan las campanas de la congregación final. Tan solo una pequeña llama siempre prendida en el lugar donde los muertos reniegan de su putrefacción.
A los pirómanos políticos
La tierra es un camposanto repleto de lamparillas. Todo ocurre alrededor de una cantera de silicio y metalurgia. Unimos nuestros brazos entrelazados, arrimamos nuestros escudos en una fútil transigencia de residuos y miramos cómo el fuego reivindica su derecho de admisión. Piedra en las manos con los puños apuntando hacia lo alto. La hoguera crece en la similitud de un ánimo consensuado. Ya somos parte de ese fuego, de la resolución de las especies que formaron un nuevo código que nadie entiende pero se asume. Hay queroseno en las esquinas de la voz. Se implican los incendiarios, surgen guardianes del estigma, cancerberos de la miseria humana y de todas sus ruinas apiladas como leña cautiva. La hoguera se impregna entonces de razones y de cal. Del fuego emerge una bilis que recuerda la tez viscosa de las orugas. Los brazos comienzan a apretarse como intestinos solidarios y se inicia la competición por la infinitud de la tea. De la fruición de los metales ya nadie se acuerda, ni de su resplandor primero. Tan solo es visible el furor de lo inflamable y su destreza para extender la sombra de los pirómanos.
La sal conserva su memoria intacta. Siempre se hacen dioses con la palabra y se colocan sobre la cúspide como se coronan los tejados con la última piedra. Somos descendientes de la orfandad. Nuestro padre fue el primero de una estirpe de vates impuestos por desorientación. A algunos les cae la fe del cielo, como el azar fisiológico de una paloma logra atinar estratégicamente en la coronilla de un jubilado. Los que llevan paraguas crean soldados con sus manos, modelando sangre y arena para después hacer lanzas con el barro que les sobra. Difícil ministerio el de la orfandad. Caminar por este entramado de juicios y de rutas sin alguien que nos lleve de la mano, escuchando este ruido de tambores en el percutir de los días, sabiendo que cuando nos llegue la noche con todo su frío nos ahogaremos descalzos en el mismo mar indiferente.
Odaw fue una vez un río en Ghana donde los niños ensayaban la infancia pueril de los felices. Sus pies descalzos ahora tropiezan con la inteligencia de los cables y sus manos no entienden que un metal les pueda hacer tanto daño. Transitan vertederos que secan la lengua de los ríos con el veneno de la obsolescencia, inhalando el plástico exiliado más allá de la neurosis de este mundo. Si un árbol desecha su hoja, ya no servirá de néctar a las simientes tras esta cortina de humo y polvo. Nuestras manos dejan desierta la memoria de los grillos y silencian la labor de las abejas. Se corrompe la arena enriquecida con esquirlas de poliuretano. El polen tecnológico es estéril e invasivo. Sus flores son ramilletes de alabanzas o manojos injuriosos de cicuta. Nada nos salvará de la revancha estratosférica. Abracémonos al unísono mientras perecemos bajo este cielo de estrellas ultravioletas y silencios de gusanos.
Morar en la edad de los incendios y resistir en este páramo infestado de reptiles ajenos a la humedad. Todo lo que una vez tuve se desvanece sin testimonio. Las brasas cumplen su función colateral. Ni el viento que a veces retorna logra prender la llama que ahora invoco. Tocar la otra piel con la incandescencia del deseo, traspasar la pátina que cubre el oro de los cuerpos y acoplar los perfiles en comunión mutante sobre su altar. Guiarse a través del aliento y galopar sobre el delirio mientras ocurre el milagro de la impregnación. Ser y estar en cada víscera y avivarlas tras el beso. Sentir la destilación hepática de la sangre pulsada, la savia temprana rehabilitando cada hueso, y articular las vértebras, las palabras, hasta desprenderse de la carne que convierte en cenizas todo fuego provocado.
*
Videopoema de La llama inversa:
*
Beatriz Russo. Poeta y narradora, nace en Madrid. Es licenciada en Filología Hispánica (lingüística), magíster en la enseñanza de español como lengua extranjera y traductora de italiano, inglés y francés. Durante años ha ido combinando su creación literaria con numerosos recitales poéticos, ponencias en Centros culturales y Universidades de España, Europa e Hispanoamérica. Es colaboradora en la revista electrónica de poesía Ibi Oculus, miembro del consejo editorial del Canal Iberoamericano de autores Conoceralautor.com y colaboradora en el proyecto Migrar es cultura del Museo de América. Ha publicado los libros de poemas En la salud y en la enfermedad, La prisión delicada, Universos Paralelos, Aprendizaje, Los huecos de la lluvia y Nocturno insecto. Su poesía ha sido incluida en varias antologías (La voz y la escritura, El poder del cuerpo, Mujeres en su tinta, Erato bajo la piel del deseo, entre otras) y en numerosas revistas literarias tanto impresas como en red. Como narradora ha escrito las novelas La versión de Eva Blondie y La montaña rusa. En 2014 publica en Tigres de Papel su obra Nocturno insecto, así como una edición digital de La prisión delicada. La llama inversa ha sido publicado en Rayo Azul Poesía, de la Editorial Huerga & Fierro, de donde hemos extraído estos cinco poemas.