Los niños, a menos que lloriqueen desde la pantalla de un televisor abandonados y apaleados por unos progenitores rusos borrachos y presidiarios, no consiguen tocarme la fibra sensible. No los soporto chillando en la playa como pajarracos recién salidos del cascarón solo porque las olas han tumbado esa mierda de muralla de arena que han construido a palazos. Íñigo y Pelayo, los llama el padre cuarentón encanecido dándose aires de maduro atractivo, sin darse cuenta de que ya les ha jodido la vida solo por bautizarlos con semejantes nombres. Alguien, y seguro que con razón, les cruzará la cara antes de que luzcan sus primeros “brackets”.
Intentar descansar en la playa es misión imposible. Falta un poco de disciplina, unos cuantos bozales, algún ahogamiento de esos que te alegran la tarde porque concentran a la marea humana en una esquina…Un grupo de señoras habla de las bondades de distintas marcas de bronceadores, con unos te pones morena, con los otros solo un poco menos morena. Apasionante. ¿Cómo es posible debatir sobre el tema dos horas más? Los plastas de sus hijos, esos de los que se enorgullecen por sus altos niveles de inteligencia, intentan hacer volar una cometa sin viento, mientras que un trío de pubertosos grasientos se pasa una pelota entre gruñidos en el preciso lugar en el que más molestos podrían resultar. El macho alfa le mete mano a una rubia encantada de la vida por haber sabido combinar las pulseras con el color del bikini. La chica mira con arrobo a su hombre, ese semental que le da palmaditas en las cachas y que afronta la vida decidido a todo, con “gasofa” en la “amoto”, tatuajes en los cojones, y una madre medio analfabeta que le repite: “Hijo mío, tú sí que vales”. Bajo la vista hacia mi libro con escritos póstumos de Nietzsche y leo: “Fragmentos de hombres: eso es lo que distingue a los esclavos”.
Cuando, por fin, al atardecer, la gente comienza a desaparecer me quedo observando las nubes. He leído de todo, finalmente también a los orientales. Trato de imaginar cómo sería un mundo en el que los pensamientos fueran como nubes pasajeras sobre un cielo limpio y azul, un lugar en el que no permaneciéramos anclados a ideas y emociones que un día perdieron su razón de ser, cuando nosotros cambiamos, cuando nosotros crecimos, cada día…Me pregunto cómo sería un mundo en el que no fuera tan fácil escudarse tras la personalidad, ocultarse en los viejos y polvorientos abrigos que hoy se nos han quedado pequeños….Dice una de esas voces orientales que nuestra equivocación, la de los occidentales, consiste en haber mirado siempre a la vida como si fuera un problema y no un misterio. Lo acepto. Pero ¿cómo se contempla un misterio eternamente?, ¿cómo se acepta ser espectador pasivo del misterio o incluso más, ser el propio misterio sin explicación?, ¿cómo se conforma uno con ser una simple ola en el océano…? Habla mi vanidad, seguramente, pero no puedo dejar de sentir esa extraña voluntad que desea vehementemente ir un poco más allá, que querría desgarrar con sus propias manos las vestiduras de ese misterio y ver. No logro imaginar a un hombre que en los confines del universo no deseara saltar y hundirse en lo más desconocido.