Pues ya estamos de nuevo aquí. Tormentas de arena, un olor a mierda que por momentos te tumba, el tacto tieso como la mojama de las palomas que un día de repente te aparecen muertas en el balcón…Beirut es una escuela de vida: o te medicas tú o el médico se encargará de hacerlo.
Es la típica noche beirutí. El diplomático español decide tirar la casa por la ventana, sacar las botellas de esas estanterías impolutas a las que ninguna rata se atrevería a acercarse y deleitar a las masas de garganta reseca en una especie de journalist-rainbow-parade. Me noto que he perdido fuelle, todo el verano pensando en la muerte y en las rebajas de agosto y, total, no tenía la menor duda de que terminaría otra vez en una azotea humeante con una vaso de agua en una mano, un vodka en la otra y considerando que, a pesar de que no soporto esta ciudad, no sabría como reconocerme ya en otra, sonriendo como una gilipollas, diciendo que yo también quiero acoger a una familia de sirios en el salón de casa, ver todos juntos “Adán y Eva”, despelotándonos, haciendo el amor y no la guerra.
En la terraza, como no, tropiezo con otra colega que necesita también tranquilizantes para sus cosas. Traficar con Tranquimazín por internet es el futuro, lo sabe todo el mundo menos yo que vengo de un pueblo pequeño en el que la farmacéutica te vendería hasta las bragas si eres un viejo conocido “de toda la vida”. Una morena harta del detritus local trata de convencernos ahora de que el Kurdistán es la nueva Ibiza, todo dios a tope por la calle, buen rollo, gente excepcional pasada de obuses y lleno de tíos buenos a los que no puedes ciscarte por las noches porque hay toque de queda. Otra le da la razón, los libaneses pueden ser muy pesados, y yo, que ni he metido nunca un dedo dentro del hummus, mucho menos la lengua, tomo nota poco convencida.
A la gente le sorprende que lo de le basura amontonada en las calles pueda interesar en España cuando lo realmente curioso es que aquí nadie muera de un brote de cólera o de tifus con las montañas de mierda, no se acepta país como sinónimo de montaña, que nos rodean por todas partes. La veterana se muestra convencida de que en Siria va a pasar pronto algo con los rusos montando bares de alterne y releyendo los cuentos más deprimentes de Chejov en la playa de Tartús. No se prevé lo mismo para nuestro Líbano, seguirá acumulando mondas de naranjas e insecticidas en las bolsas, las tirará luego al mar.
Un par de gordas con pinta de haber estudiado mucho a lo largo de su vida, por eso trabajan para la Unión Europea, se contonean en la pista al ritmo de los mejores éxitos ochenteros que ha seleccionado el anfitrión en un subidón de calvicie. En el balcón continuamos los desgraciados, léase periodistas pluriempleados varios. El marco de la puerta de la terraza separa dos mundos cual línea verde de los dos Beiruts durante la guerra civil libanesa. Si dentro se mueven los triunfadores, los maricas sin hijos a los que pagarles el chocolate, aquellos que levantan una copa de vino con la gracia de quien cree en el futuro, afuera reposan los restos de la prensa abonada en todas las desgracias del mundo, sujetándose a la garrafa como quien se abraza a un salvavidas.
Un recién llegado de Liberia y que dice encargarse de negocios, vete a saber de qué tipo…, asegura sentirse encantado en Beirut. Lo que al final se agradece en la vida es cierta incertidumbre, que falle la luz, la limpieza, el agua,que te falle el camello, los amigos, incluso la polla. Solo nos falta el ébola para ser perfectos.