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Beirut, otra cara

Beirut, Perla de Oriente. Beirut, ciudad compleja del desasosiego, puerto de amarras. Beirut, amor y guerra. La capital libanesa dibuja su otra cara.                  

 

ué tiene esta ciudad fenicia, oriental y moderna, para que, pese a tanta contradicción y choque, uno termine queriéndola. Sin necesitar apenas, sin tener que esperar a largas estancias o fuertes emociones. Agarra. La ciudad de las múltiples caras. O quizás, de sólo dos: día y noche, risa y llanto, desesperanza y tesón…  Seguramente porque todo se dilucida entre dos opciones, siempre dos, como dos planos de un espejo traidor, es por lo que termina dando la sensación a extraños y habituales de que, en realidad, Beirut crece adornando los bordes de una línea; y caminar por líneas, delgadas, finas y a menudo frágiles, produce escalofrío, produce miedo, pero también placer.

           Uno se pregunta qué no se ha dicho ya, qué no se ha mostrado, qué no se ha contado. Un prometedor paraíso de turismo, diversión, bienestar y desarrollo sacó Beirut a la palestra internacional en los años 50 y 60, años de esplendor y esperanza. Cultura, arte, desarrollo urbanístico y empresarial. Esta era la imagen que el mundo occidental veía y adoraba. Más de quince años de guerra civil se llevaron al traste el sueño. ¿Para alguien fue una sorpresa? Sólo para aquellos a quienes el alcohol de las fiestas trasnochadoras ahogaba la conciencia en exceso. Guerra que se extendió hasta los años 90, los cuales siguieron testimoniando la perturbadora imagen de un paisaje inesperado: el horror instalado cómodamente en su cotidianeidad. Beirut. ¿Qué apela a la psique? ¿Qué tienta tanto al imaginario humano que no permite desengancharse, que pide más?

           Seguramente pocas ciudades en el mundo convierten al neófito con tanta convicción, una convicción inexplicable y fuera de sentido común, como si uno se dejara arrastrar por una boca succionadora y envolvente. Beirut, la ciudad perversa que besa mortalmente a todos los que un día decidieron vivirla…

           Todo tiene dos caras, y no sólo cuando sale o se pone el sol. Lo que cada uno puede ver, nunca será la verdad de ellas, sino la verdad que proyecte su mirada. Y mirar, es asunto de cada cual, personal aunque a veces transferible…

           En la larga y concurrida calle que atraviesa el barrio armenio-beirutí de San Miguel (Mar Mikhael), no muy lejos del centro oficial y oficioso de la ciudad (la bella y fría reconstrucción del Beirut de antaño, antes de ser arrasado por la zarpa de la última guerra civil), las tienditas y comercios se suceden unos tras otros. En Líbano la moneda oficial es la libra libanesa, pero en todos los sitios –comercios, restaurantes, hoteles- puede pagarse con dólares y el cambio puede venir también en cualquiera de las dos divisas. Esto resulta conveniente y provechoso para el que viene de fuera, sobre todo si el euro lleva delantera al dólar. Evita llenarse los bolsillos con decenas de billetes deslucidos representando mil, cinco mil, diez mil, veinte mil libras. Así que si no hay cambio, basta con dar al taxista un par de dólares. Hay un cierto riesgo, y es que es fácil perderse en las cuentas si no se anda ojo avizor. Un extranjero, por ejemplo, entra a comprar en la floristería de la esquina. Si se demora haciendo cuentas, el precio puede subir en cuestión de segundos, aprovechando la confusión.

 

– ¿Cuánto cuesta el geranio?, pregunta el comprador en árabe esforzado.  
– 20.000 libras, responde el vendedor en árabe.
– ¿Cuánto?, vuelve a preguntar el comprador, confirmando conocimientos   numéricos.
– 20 dólares (30.000 libras).

           Los segundos en que tarda en llegar la respuesta son cruciales. Si hay otros clientes, en caso de duda, basta mirarles a la cara para comprender la intención del vendedor.  Pero todo es negociable, y esa es la otra cara de la moneda… Porque hasta en las farmacias una medicina puede negociarse y no es extraño que una petición de analítica en un hospital venga avalada en el dorso por la firma de un conocido del laboratorio que ruega hacer “un precio especial para el amigo”. En un país donde recurren a la seguridad social sólo los que no tienen más remedio (valga la expresión), es el recurso que permea todas las capas sociales. Y para los que no son libaneses, puede ser un misterio cuándo y por qué uno pasa de ser cliente a amigo, partiendo de una sonrisa o quizás tan sólo de una pregunta despistada.

           En Líbano nada se da por sentado, empezando por los precios, siguiendo por los códigos de comportamiento y terminando, cómo no, en la buscada estabilidad social. Lo que hoy es de una manera mañana, de un plumazo, desaparece y puede ser de otra. Esta noción está íntimamente interiorizada en cuerpo y alma. Con ella se vive y con ella se encara el presente y el futuro. Es quizás por esto por lo que la villa de Beirut se convierte en venenosa droga para los extranjeros. Porque todo es un amplio campo de infinitas posibilidades nunca cerradas. Porque nada es… definitivo. Occidente, paraíso o encerrona de las certezas.

           En el otoño de 2008 los precios del carburante subieron en Líbano y consecuentemente el precio del transporte, en concreto el colectivo: autobuses y “servicios” (taxis compartidos). Así fue la cosa hasta que hace unas pocas semanas, en el mes de enero de 2009, un decreto gubernamental volvió a bajar los precios. La mayoría de los ciudadanos que no lo supieron siguió pagando lo mismo porque ningún conductor estaba dispuesto a hacérselo notar. El boca a oreja poco a poco fue propagando la noticia, pero cuando uno entraba en el autobús de turno y entregaba 1000 LL esperando el cambio, éste no llegaba.

           Un día, un joven soldado subió al autobús y le reclamó al conductor la vuelta, de acuerdo con la nueva bajada de precio. El conductor admitió que la tarifa era menor, pero que la empresa le obligaba a pagar los desperfectos que se originaban en el interior del autobús (por lo general, ejemplares de añejas piezas de quincallería) y sin añadir más, se volvió al tráfico y siguió conduciendo. No hubo forma de hacerle cambiar de actitud, a pesar de que todo el pasaje, estimulado por el uniforme del demandante, reclamó también su cambio. No hay certezas, no, pero hay flexibilidad. Y la otra cara de la moneda es que, aunque las paradas de bus son prácticamente inexistentes, el vehículo recoge y descarga pasajeros allí donde se le solicita. Póngase uno en cualquier metro caminable de la calle por donde pasa el autobús y haga una señal al conductor. Más tarde, basta con decir “si me hace el favor”, y el vehículo se detiene y abre puertas. Aún así, siempre termina primando la duda sobre la certeza: sólo la sabiduría popular conoce la ruta de los autobuses. A cada cual la tarea de preguntar y practicar para orientarse…

           En Mar Mikahel, como en toda la ciudad, y prácticamente todo el país, hay cortes diarios de electricidad. Sin embargo, al no ser un barrio de alto nivel económico, sólo unos pocos, al margen de comercios, disponen de generador. Los cortes duran 3 horas y se reparten en franjas que varían cada día (esto también hay que aprenderlo porque no viene escrito en ningún sitio). Si uno está dispuesto a pagar, puede conectarse al generador comunal del barrio, pero suelen ser precios abusivos para el bolsillo del libanés de la calle. Así que las actividades cotidianas se organizan en torno a las horas en que toca no tener luz. Una linterna forma parte del material cotidiano: en el bolso de las señoras, en el mostrador de la tienda, en la cocina, en el baño… Si el vecino vive en un piso alto, procura no salir durante el corte para no subir a tientas las escaleras o perder el resuello en el esfuerzo. O simplemente, condensa sus gestiones públicas en esas tres horas.

           Con cuánta normalidad y aceptación este pueblo ha aprendido a vivir entre las luces y las sombras, en la penumbra de velas que propician la charla en las noches de verano, tanto como conspiraciones amorosas y de otra índole. Nada es perfecto y, de pronto, en la tienda de abastos de la esquina, el generador pega un salto y se detiene. Ninguna voz habla o reclama; el tendero juega con las monedas de la caja, la señora espera con la fruta junto a la balanza, una chica enfoca su linterna al precio de una lata de conservas. Un momento de inmovilidad. Minutos después regresa la corriente. Los gestos se ponen en marcha y la vida sigue. Esto es Beirut, esto es Líbano.

           En las mañanas de domingo, las campanas de la iglesia del santo Miguel llaman a misa. Aquí no tienen que competir con el muecín ya que no hay mezquitas en el barrio, pero su sonido es discreto. Discretos son también los armenios, gente amable y educada. Todavía su idioma de comunicación en la esfera familiar es el armenio y muchas personas mayores no hablan un árabe correcto. Las cadenas de televisión, los periódicos, las comidas y la música son armenias. Como cada comunidad del rompecabezas libanés, tienen días festivos marcados para sus celebraciones religiosas.

           En una conversación entreoída en la calle, una mujer pregunta a una anciana por su familia:

 

           – Todos están en Siria, en la ciudad de Alepo.
           – ¿Por qué no vienen aquí?
           – Alepo es nuestra ciudad, mi madre era una adolescente cuando llegó.
           – ¿Por qué entonces no regresa usted con los suyos?.

           
La anciana se encoge de hombros. Ella no se considera libanesa, sino armenia. Cuando un ciudadano de origen armenio necesita reubicar su centro comunitario, muchos dirigen la vista a Alepo, ciudad siria que acogió a la mayor comunidad armenia tras el forzado éxodo de los supervivientes a principios de siglo XX.

           Es noche cerrada ya. Junto a una cabina de teléfono de la calle principal, hacen cola unos trabajadores sirios y un par de sirvientas de Sri Lanka. Los libaneses, sobre todo los jóvenes, en general usan su móvil, nunca acuden a una cabina. En Líbano el teléfono te da la opción de pertenecer a uno de estos dos clubes: el de los que derrochan sus ingresos en tarjetas de recarga de teléfono (una de las telefonías más caras del mundo la detenta Líbano) y el de los que, o bien no tienen medios y llaman desde la calle con tarjetas especiales, o bien son extranjeros que no se sienten rebajados por hacer uso del teléfono callejero. Aquí esto está muy mal visto; es señal de pobreza. Y la falta de medios, en la ciudad donde todo es posible y nada certero, es la peor de las desgracias. Curiosamente, una carestía compartida por muchos. Pero aparentar es un deporte nacional.

           Terminada la llamada, una mujer se dirige al inmueble donde habita. La llave del portal no consigue abrir y forcejea durante minutos. Son casi las doce de la noche. Un hombre surge de la nada y se acerca ofreciendo ayuda. La débil luz de la farola apenas deja ver su cara. La mujer se aleja unos pasos, insegura, y le mira hacer. Con dos movimientos estudiados, el hombre abre la cancela. Sonríe y, con un marcado acento armenio, le da las buenas noches. “Estoy en el local de Internet de la esquina, por si necesita cualquier cosa”. Y se va. En la oscuridad de Beirut, siempre hay alguien despierto, vigilante; escucha la radio o mira el cielo buscando augurios. En el barrio de Mar Mikhael, la noche está plagada de susurros y sombras que no duermen. Beirut suspira bocanadas de latidos arrítmicos. Es así. Uno nunca sabe, pero uno siempre encuentra: es la otra cara de la moneda.

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