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Hace unos días, en la explanada exterior del IVAM de Valencia, un licenciado en Bellas Artes zarandeó y finalmente volcó, rompiéndola, una escultura del artista mallorquín Bernardí Roig, una figura humana en resina de poliester de cuya boca manaba agua. La agresión, de madrugada, fue enteramente grabada por una cámara de seguridad.

 

En una conferencia reciente, titulada Las muertes anunciadas y nunca consumadas del autor, Simón Marchán Fiz, catedrático de Estética de la UNED, resumía la historia de la modernidad en tres fases, que se corresponden con los distintos focos de atención del mundo del arte a lo largo del último siglo: una primera fase centrada en el creador, una segunda fase centrada en la obra y, por último, la tercera –en la que nos encontraríamos ahora–, enfocada en el receptor. En este escenario la tensión se genera entre artista y espectador, y la obra resulta puenteada y reducida a mera excusa para una escenificación del poder cultural y las políticas de exposiciones.

 

El suceso del IVAM y las reacciones que ha originado, ilustran perfectamente el esquema de Marchán. El autor crea la obra, ésta se ubica, y posteriormente un espectador la interviene. Al ser éste también artista, la agresión se convierte en una performance, una pieza de arte de apropiación, documentada en vídeo y de autoría compartida.

 

El IVAM, al decidir la retirada y reparación de la obra, que Roig ha exigido supervisar personalmente, ha perdido la oportunidad de convertir una simple escultura de 80.000 euros en una instalación neo-paradigmática.

 

Tras la agresión, el hombre de Roig, tumbado sobre el suelo con los tobillos desgajados,  junto a dos pies solitarios por los que sin duda seguiría brotando el agua, se hubiera convertido en un preciado resumen de lo contemporáneo en las Bellas Artes. Apropiacionista, procesual, performativo, intertextual, documentado y con mala leche. Casi nada. Así, de repente y por un calentón.

 

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