Granada no tiene rival ni en el Egipto, ni en la Siria, ni en el Irác.
No es ella sino una esposa que sale á vistas,
y aquellas regiones en su totalidad son su dote.
Poeta árabe anónimo*
Granada es ciudad cruel y hermosa en tan enigmática proporción, que no se sabe cuál de las dos resulta más irresistible. El origen de la mítica belleza de Granada se cubre con un velo de misterio que nos la oculta, a la par que nos la revela. Su magia invisible –aunque perceptible– exalta tanto los sentidos, que cualquier revés del destino sufrido en ella, puede tornarse en tragedia.
La ciudad hunde sus raíces en los cimientos telúricos de Sierra Nevada. Cualquier tos que se produzca en el interior de la magnífica cordillera, resuena como un terremoto en la Vega de Granada. La Sala de los Secretos donde se encuentran –a solas– la ciudad y su montaña, se sitúa justo en el cruce de un eje de abscisas de 680 mts. sobre el nivel del mar (la altitud de la capital); con otro de ordenadas de 2.799 mts. (bajo la cumbre del Mulhacén a 3.479 de altura). En esa confluencia exacta, la Sierra y Granada se hacen el amor e intercambian su influencia.
En algunos meses de invierno, Sierra Nevada luce como una flota de barcos de vela que surca el cielo de Granada, con la misma tenacidad que practican el sol y las estrellas. A sus pies, se divisa la ciudad como un mecanismo animado de relojería, una retícula de torres alzándose contra un ciclorama de cumbres blancas, como en pintoresco decorado romántico de teatrito recortable. Ya lo sugería el gran poeta Don Pedro Calderón de la Barca en La Niña de Gómez Arias:
Bellísima Granada,
Ciudad de tantos rayos coronada,
Cuanto tus torres bellas
Saben participar de las estrellas.
Del agua en Granada
Cruzada por tres ríos (Genil, Darro y Beiro), las aguas que surcan la ciudad, por encima y por debajo de la superficie, la riegan y fertilizan con sus cursos salvajes. La mano y la decisión del moro granadino la domesticaron con sus acequias gordas y sus acequias largas, que no sólo servían –y sirven– para el regadío, sino además como fuerza motriz de norias y molinos, y para hacer bailar al agua por las barandillas de las escaleras de jardines tan fantásticos como los del Generalife.
… Daráte Genalarife
Flores que esa mano arranque;
Comares en blanco estanque
Te dará dorado esquife. (…)
La Vega, con su verdura,
Rojo trigo y verdes parras;
Si nieve las Alpujarras,
Corridas de tu blancura.
Dinadamar su corriente,
Todos los campos sus frutos;
Mis vasallos sus tributos,
Y yo el laurel de esta frente.
Escribió en absoluto panteísmo con los encantos de la ciudad, el siempre hedonista Lope de Vega, fénix de nuestros ingenios y nuestra dramaturgia.
Si el agua de los ríos y sus fuentes fecunda, riega y danza por Granada, fluye también por ella un agua lúgubre, que la cruza bajo los embovedados, recogiendo el vertido de las cloacas. Existe además otra agua cautiva en los aljibes de Granada, agua enferma y resentida que solo incita a escupir sobre ella; agua prisionera que envilece a quien la bebe, agua rencorosa, agua amarga que envenena y destruye cualquier atisbo de bondad o esperanza.
Del Albayzin y Granada
Desde el patio de los Aljibes de la Alhambra se ve relucir el Albayzin como el barrio más precioso del mundo, tanto a pleno sol como en noche estrellada. Resulta más que probable que en esa colina se encuentre camuflado un ónfalo, o sea un ombligo del mundo, ese lugar hipotético en el que irían a toparse dos águilas que hubieran echado a volar desde los dos extremos opuestos del universo. Los griegos situaron ese ombligo del mundo en Delfos, los turcos en Estambul, y en Siena los etruscos.
El Albayzin (con i griega y con zeta, como lo escriben sus habitantes), caserío encantado por el milagro de sus cármenes ajardinados, resulta mucho más apreciable aún, ascendiendo y perdiéndose por sus recoletas calles. Auténtica medina árabe en el sur de Europa, a pesar de las numerosas placetas, iglesias y conventos, con que los cristianos sembraron este laberinto vertical construido y habitado por los árabes.
Al irresistible barrio del Albayzín se le puede poseer con la mirada, pero también se le come y se le bebe, se le degusta y se le huele como a un amante. Atravesando su dédalo de callejuelas, se duerme y se está en vigilia simultaneamente. Desde el Albayzín de Levante se ve siempre la Alhambra, en constante duelo de colinas enfrentadas, separadas sólo por el profundo cauce del Darro. Desde el Albayzín de Poniente se topa la vista con la iglesia de San Cristobal, recortada –en lo alto– sobre el telón de Sierra Elvira y la Vega, por donde Genil desciende entre alamedas blancas hasta Loja, la llave.
El dramaturgo y presidente del Gobierno –entre 1834 y 1835– el granadino don Francisco Martínez de la Rosa, en su oda La vuelta á la patria, describió tan soberbia panorámica:
Sí: ya miro magnífica extenderse
De una y otra colina á la llanura,
La famosa ciudad, descollar torres
Entre jardines de eternal verdura:
Besar sus muros cristalinos ríos,
La Vega circundar erguidos montes,
Y la Nevada sierra
Coronar los lejanos horizontes.
De la preciosa luz de Granada
Algunos se empeñan en llamar “Sur”, a lo que podría llamarse “reflejo de nieve” o “alto resplandor de mar”. Si en las cumbres de algunas montañas se detectan las noches más oscuras del planeta, y allí se instalan los más potentes observatorios astronómicos internacionales; ¿por qué habría que dudar del poder lumínico del mar sobre territorios altos y no del todo distantes de la costa? En Granada la luz se cruza y se da la mano consigo misma en efecto de ida y vuelta. Por los Paseos del Biombo y del Salón, el resplandor de la nieve saluda a su pariente marítimo cuando se lo encuentra. De tanta cordialidad resulta imposible que no brote una luz amable, dulce y ambarina como la que debe iluminar el paraíso. Granada sigue siendo Meca de pintores, por su luz tan benéfica como indescifrable.
Lo que fascina de Granada no es sólo su belleza externa, sino el conflicto de identidades que ha vivido tan privilegiada tierra a lo largo de su turbulenta historia. La belleza y la muerte se dan la mano en Granada, cada cosa que existe, contiene el cadáver de algo que dejó de serlo. Los nombres mantenidos por encima de los siglos revelan el dolor latente de este obtuso antagonismo. Tampoco resulta indiferente que la ciudad y su provincia ocupen los primeros puestos en el índice de suicidios en España; y, más aún, cuando lo practican sus poetas. Pablo del Águila, Francisco Javier Egea, Javier Jurado escribieron su fatídico y último verso bajo las ruedas de un tren, frente al cañón de una escopeta, o vaya usted a saber por qué otro insólito procedimiento. ¿Inducirá la belleza objetiva de Granada en sus habitantes un estado de ensimismamiento fatal, depresivo, y pernicioso, producto de su incapacidad para admirar algo que pueda ser superior a sí mismos?
El viajero que retorna a Granada tras tres décadas de ausencia sufre una experiencia de posesión por parte de la ciudad y su paisaje, que le impiden detenerse a valorar las transformaciones sufridas por la capital o por él mismo. El reencuentro con los imponderables que exige esta ciudad magnética y terminal –sin retorno posible– provocan un estado tanto de fascinación como de impotencia, por encima de la propia voluntad y la inteligencia. La deseada, amada, llorada, cantada y santificada ciudad de Granada es también una ciudad maligna, como aquella madre desnaturalizada que paría ávidamente a sus hijos, para devorarlos; sólo sobrevivieron los que pudieron marcharse.
Como coda a esta evocación de la eternal Granada herida, reproducimos los versos del poeta Abu Alatahía (el favorito del Califa Harum-al-Raschid), que fueron citados en el siglo XIV por el ilustre poeta e historiador árabe Ibn Aljathíb, para concluir su famosa Descripción de Granada:
El mundo procura nuestra seducción: dios sea loado.
Conspiran los hombres para desecharla;
pero no vemos ninguno que la deseche.
(*) Todos los fragmentos de poemas citados en esta entrada (amén del último grabado) proceden del libro de D. F. J. Simonet: Cuadros Históricos y descriptivos de Granada, coleccionados con motivo del Cuarto Centenario de su Memorable Reconquista.
Fotos: Juan Antonio VIZCAÍNO.