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Bellota


Ya han salido las bellotas, verdes, de las encinas.

Donde vivo hay cientos de ellas, las vuelvo a visitar al inicio del otoño.

Unas las dan alargadas, otras pequeñas, gordas.

Hay una, a tres calles de aquí, que da las bellotas más grandes que he visto nunca.

Hay otra, a veinte avenidas, que da bellotas con forma de pico de pájaro ártico.

Cojo varias, junto a otras de otras encinas, alargadas, pequeñas, gordas, grandes, picudas, con forma de abejorro en suspensión o de gota de agua sin caer.

Me lleno los bolsillos.

Cojo el autobús a la ciudad, bajo al metro.

Voy dejando las bellotas, de una en una, en los asientos individuales de los vagones y en los bancos colectivos de los andenes.

Algunas van con la caperuza, otras no.

Si alguien que lea Bellota encuentra alguna:

– Puede llevársela a casa y plantarla en una maceta.

– Puede tostarla en una sartén a fuego lento y comer bien.

– Puede tostarla, moler y hacer una café de bellota de puchero.

– Puede llevársela a casa y dejar como recuerdo de las encinas del campo.

– Se puede coger, dar la vuelta, observar, tocar, quitar la cúpula, ver si pincha el pico, echar un vistazo al resto de pasajeros, delante, al lado, y preguntar en voz alta:

¿Y esto qué es?

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