La Navidad es un tiempo de muerte, por eso se tira tanto del sexo para soportarla. Podría parecer que son los excesos capitales propios de las fechas, los que arrastraran a su hermana lujuria; pero, en realidad, todo es culpa del ocio.
Las primeras navidades que recuerdo, constituían la epifanía familiar del año. Me excitaban todos sus festejos, tanto como la mismísima noche señalada de los Reyes Magos. La Navidad se deslizaba por nuestras vidas con una sensualidad pecaminosa de serpiente. Tanto banquete y abundancia construían la antesala del primer sentimiento orgiástico. Cuántos deleites se concentraban en aquellas dos semanas de vacaciones de invierno.
Y como sucede en todas las ceremonias importantes, el rito debía producirse en diferentes fases. En primer lugar había que tener el árbol montado, adornado e iluminado (o en su defecto, el Belén, los más tradicionales), para antes de la Lotería, que era cantada el 22. Se hacía necesario sacar de los armarios las cajas de cartón o de lata, donde pasaban durmiendo el resto del año las bolas, adornos y espumillones del árbol navideño.
Cuando éramos más pequeños, y vivíamos aún en Malta, mi madre nos animaba a invitar a los amiguillos vecinos, a pasar una tarde de sábado, merendando y haciendo cadenetas con papel de seda de colores, para adornar nuestras casas. A veces nos juntábamos hasta la decena, alrededor de la mesa del comedor, con nuestras tijeras, nuestros pinceles, y el agua con harina que usábamos como pegamento, para enlazar las cadenetas. Colgarlas del techo era como elevar una cometa al cielo. Qué transformación se producía en el cuarto, inundado de adornos por lo alto, donde sólo vivían la lámpara y las arañas el resto del año.
Mi madre en la cocina se afanaba en hacer rosquillos fritos, cuyos deleites previos -pellizcando la masa- ya habíamos disfrutado unas horas antes. Qué sensualidad clavar los dedos en aquella materia untuosa, entera y blanda; pellizcarla a hurtadillas, y llevarla a los labios, tomando aire profundamente, para disfrutar ese prohibido y suculento momento. Los rosquillos navideños de mi madre, nos ponían frenéticos a mí y aún más a mi hermano; aunque mi padre tampoco los desdeñaba, a pesar de que echaba de menos el aguardiente o el vino, con que solía regar su madre la misma masa; por eso la abuela llamaba a los suyos borrachillos.
Se llenaban varias cajas de cartón con rosquillos azucarados, que se almacenaban como dulce base del tiempo navideño. Mi madre también preparaba bolitas de coco doradas y blancas. La Navidad más apetitosa salía servida de sus manos. A estos manjares caseros se les sumaban turrones, peladillas, piñones o frutas glaseadas compradas en confiterías y economatos. Con una buena dotación de rosquillos maternos, Faba de niño podía pasarse sin las exuberantes cajas de surtidos navideños, con polvorones y mantecados de todos los sabores y colores imaginables.
Antes del día 24, acompañaba a mi padre, en nuestro Volkswagen gris perla, a realizar un suministro especial de bebidas en la Weill, una empresa familiar alemana, que se encargaba de distribuir y vender bebidas embotelladas. Por primera y única vez en el año, a mi casa viajaban las cervezas y las Coca-Colas por cajas, como en los bares. El anís, el coñac y el resto de licores, también se adquirían en aquel almacén con aspecto cuartelario y de mansión colonial al mismo tiempo.
Aunque para mi fascinación infantil, la reina de las bebidas navideñas era la botella de vermut Martini y el correspondiente sifón, con el que aquél se combinaba para degustarlo correctamente. El Martini de la Weill se bebía en mi casa como aperitivo de la comida de Navidad del día 25 y de la de Año Nuevo. Qué sabores amargos tan exóticos para un niño de 12 años, al que ya se le dejaban tomar sus primeros tragos. Siempre que he bebido vermut el resto de mi vida, su enigmático sabor me ha devuelto a aquella cocina materna en Malta, donde mi madre preparaba un almuerzo extraordinario, rodeada por los suyos, brindando por un tiempo tan nuevo como extraño.
Aunque las Navidades siempre terminaban resultando peligrosas para la salud de nuestro peso, el gozo radicaba también en eso: en hincharse de todo sin límites, hasta el hartazgo y el empacho, sin pensar en las consecuencias. ¿No es acaso ésa la tesis que mueve cualquier bacanal orgiástica?
Tras la cena de Nochevieja, venían a casa algunos vecinos -amigos de mis padres-; a veces con sus hijos. Después de las doce y con la televisión puesta, bailábamos y seguíamos bebiendo y comiendo hasta las tantas, como en una boda o una fiesta. Cuando ya todos se habían ido a sus camas o a sus casas, a mí me gustaba quedarme un rato a solas, para prolongar aquel paraíso de la satisfacción completa. Me sentaba a la mesa de mantel blanco, apartaba algunas copas y fuentes, y me dedicaba -ebrio de trascendencia- a observarlo todo con detenimiento, previendo y pensando cómo serían las navidades del futuro, cuando no estuviésemos todos juntos, cuando los mayores ya hubiesen muerto.
Así de tétrico resultaba Faba a los 14 años, y además tuvo los santos atributos de escribirse una carta a sí mismo, para ser leída 30 o 40 años más tarde, contándole al adulto del futuro lo que sintió aquel chaval, esa Navidad, por si acaso él mismo lo hubiera olvidado. Hasta la fecha, sigo sin necesidad de abrir ni leer esa carta.
Durante casi toda mi vida he seguido siendo un creyente de la ortodoxia navideña como gran fiesta doméstica del año. Aunque debo confesar, que las navidades de 2010 para mí se están reduciendo a 17 días seguidos sin acudir al trabajo. ¿Puede pensarse acaso mayor placer, orgía y sensualidad para un adulto? Bien al contrario, se convierte en causa más que suficiente, para seguir defendiendo la Santa Interrupción Navideña, y la fe irrevocable en su existencia.