Todo indica que en Chamartín cada vez está más cerca la fusión fría, de la que se hablaba aquí en apunte la semana pasada, ese logro científico que dejaría la “socialdemocracia” futbolera (como dice Ruiz Quintano) casi como un ábaco para hacer alineaciones de cuando los balones eran cuerdas y cuero.
El Madrid es un laboratorio provisto de los mejores medios y de los mejores facultativos, uno diría, casi mejor, intelectuales pues no es sólo empirismo lo que se cuece en las probetas sino prosa, ensayo, creación y hasta oratoria por boca y pies de Chicharito, el Solskjaer mexicano al que Benzema, esa estrella de lirios dorados, ya ha visto llegar a su okiya y hasta pintarse el labio inferior.
En el festín de Riazor, donde Cristiano además de un salto dio tres pasos de gigante clavando su bandera (“un gran paso para el hombre, un gran salto para la humanidad”), halló Karim su definitiva consagración como el delantero centro más especial del mundo, un mito en ciernes con su sequía y su elegancia, el pasmo cuyo prestigio la afición no llega a comprender fiel a Gertrude Stein y su “una rosa es una rosa es una rosa…”.
Benzema es una suerte de Van Gogh millonario por el que tendrán que pasar decenios para que el aficionado le comprenda, ese futbolista que despunta cada tarde y no se aprecia, escribiendo línea tras línea de meticulosidad, ese poeta que se pega con el verso como con el remate, de producción exquisita y escasa pero con el peso de las cuatro mil novelas románticas de Corín Tellado.
A Benzema hay que ponerle en el área como se pone la angostura o el golpe de soda en el Old Fashioned. En realidad es todo ese viejo cóctel que en esta cuadrilla de lumbreras madridistas de todas las disciplinas ocupa el espacio del genio diseñador francés al borde del precipicio del que le sacó Mourinho, el Amílcar Barca del imperio si se va a suponer que Ancelotti es Aníbal.
Del dos a ocho de La Coruña, superado el asombro de la cifra, quizá lo más reseñable sea el anonimato marcador del lionés, ocho tantos, ocho, y ninguno del titular goleador sobre el césped, como en tantas otras exposiciones conjuntas, lo cual se explica en que en su desempeño mira a todas partes menos a la portería, como Redondo, pero acosado por los defensas.
Sólo cuando los centrales le encierran, incluso sólo cuando está a punto de morir cruzando la línea de gol, como si allí detrás estuviera el abismo, Benzema contempla un horizonte que se le traga de tanto retocarlo, esos momentos efímeros en que todo cambia y dispara como el medio argentino un día, vestido de negro riguroso, se fue por la banda de un Old Trafford atónito para liquidar de tacón al United.
Todos observan (siempre lo hicieron) las puertas entreabiertas del laboratorio, donde los rivales temen una explosión controlada que les deslumbre, una energía desconocida que les sobrepase, una fuente de luz novedosa que por qué no ha de nacer, como si fuera el origen de los tiempos, en la oscuridad del estudio de Benzema, el artista encajado entre prodigios.
Publicado en ‘El Minuto 7′.