Berlín

 

Las mujeres, imbéciles, visten todas igual; con eso que llaman estilo personal. En un delirio científico que compré no sé muy bien cómo el autor explica la forma en la que la naturaleza decidió un buen día que el sexo femenino sería el más explotado como base evolutiva fundamental. Unas cuantas lo intuyen, la mayoría lo acepta, casi ninguna se rebela siendo una pequeña tramposa. Siempre es mejor que leer sobre la estúpida ONU, su cobardía, su vergüenza, su inutilidad… El último coche bomba que ha agitado los cimientos del pequeño Liban ha batido un nuevo record de muertos, Beirut queda tan lejos, España tan demasiado cerca, hace ya mucho que no puedo subrayar algo realmente genial en un libro. El mundo parece podrido si lo único que me sorprende es escuchar a Lana del Rey cantando My pussy taste like Pepsi Cola.

 

Volver a un sitio en el que otro, que ya no eres tú, un día fue feliz resulta desconcertante. No me importan sus monumentos que tantas veces visité, ni los bares, ni la comida que probaba, ni los sitios habituales, solo quiero recorrer un domingo al atardecer sus calles vacías sobre las que acaba de llover y entre las que no tardará en aparecer por algún lado la Torre de la Televisión, marcando la dirección como un faro en medio de una penumbra que siempre fue tranquilizadora. El final siempre es un inicio, pero no sé si he vuelto al final o este es solo el principio….

 

Por la mañana me he sentado un buen rato ante el único cuadro que realmente debía contemplar en la Alte Nationalgalerie. Es la luna saliendo sobre el mar del pintor alemán Caspar David Friedrich. Dos mujeres y un hombre mirando los barcos en el crepúsculo, un mundo de ensueño en el que resulta imposible reconocer donde comienza el más allá, en el que la mirada no deambula por el cuadro sino que se mantiene en la visión del todo. La vivencia del paisaje fue el fundamento de su pintura, de su vida: “Debo rendirme a lo que me rodea, unirme con sus nubes y con sus piedras, para ser lo que soy. Necesito la soledad para la conversación con la naturaleza”.

 

Y yo, por mucho que me aferre al instante, urbano, casero, ajetreado, mediocre, éste se me escapa, siento su hostilidad, su rechazo, como si ninguno osara comprometerse conmigo. Mi aislamiento, mi derrota frente al momento me roba la energía, no quiero actuar, no puedo cuando en la asfixia del instante solo percibo su jadeo antes de morir.

 

Desearía ser joven, desearía repetir con todas mis fuerzas con Cioran “que la suprema conquista y el absurdo impulso hacia el mundo dominen todos nuestros pensamientos y deseos, y que la sed de mundos infinitos aumente con nuestra elevación. Que nadie sepa cuánto tiempo vamos a vivir, lo que vamos a hacer, cómo vamos a pensar, sino que solo el miedo y la alegría por nuestras caídas y elevaciones hagan de nuestra existencia una sorpresa continua, una zozobra extraña”.

 

Pero hoy, más cerca de algo que no conozco que de la fuerza juvenil, Berlín me hace volver a releer a Cioran y encontrar las frases que aún me quedaban por subrayar:

 

“Pasa por lugares que nadie holló para que tus huellas tracen el sendero. Y que la vida sea un camino a través de los lugares inexplorados del alma”.

 

Sean los que sean…

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